Columnas

Feminismo en la LIJ: De figurantes a protagonistas

Astrid Donoso Por Astrid Donoso

Durante los últimos meses nuestro comité se vio enfrentado a distintas representaciones de la mujer en la literatura infantil y juvenil. Desde el rescate de figuras como Carmen o Harriet Taylor Mill, hasta relatos más íntimos que abordan la historia femenina familiar, todas estas publicaciones nos dieron razones de sobra para escribir ampliamente sobre el ideal femenino, reivindicaciones y referentes ineludibles a la hora de abordar la lucha feminista y su estado actual.

¿Han pensado alguna vez en que quizás el verdadero peligro en el clásico Blancanieves no era la bruja sino la misma protagonista? Dulce, abnegada y delicada, la llamada heroína de este relato no era tal. Ella apenas existía. En cambio la bruja, esa madrastra que se nos muestra celosa, ambiciosa, llena de orgullo y egoísmos, es quizás la verdadera protagonista. La primera parece ser conducida por la acción de otros en su propia vida, mientras se entrega plácida tanto al huir de un posible asesinato como a ser entregada en matrimonio a un príncipe que se enamora perdidamente de ella, y la otra arde en estrategias y aparentes envidias.

Contrariamente a la encantadora Blancanieves, la madrastra es un monstruo femenino que ha perdido todos sus encantos por perseguir una autonomía perversa, donde sus propios esfuerzos van encaminados en pos de sus deseos y decisiones. Se ha vuelto un monstruo con apariencia femenina que ha logrado seducir/someter a un hombre, como otrora lo hiciera Lady Macbeth de Shakespeare, o la “loca del desván” Bertha Mason en Jane Eyre, de Charlotte Brönte. Todo el ideal del llamado “eterno femenino” se desvirtúa. La mujer que se aleja de esa imagen silenciosa y condescendiente deja de ser el anhelado ángel del hogar y pasa a ser un otro peligroso para el hombre, acostumbrado a concentrar el poder y, por consiguiente, el protagonismo de la historia y la medida de todas las cosas.

Es contra ese estereotipo que, entre muchas otras, se levanta Virginia Woolf. Durante una charla en 1931 la escritora inglesa habla frente a un grupo de mujeres profesionales desde su experiencia como escritora y sus intentos por matar ese arquetipo impuesto, ideal angélico donde las mujeres virtuosas vivían en un estado incorpóreo y puras de todo impulso más que el de dedicarse a su familia. Las que quedaban fuera de esta esfera casi virginal de la mujer casada –donde de un padre se pasaba a un marido, siempre bajo el mismo sometimiento patriarcal–; las marginales, las peligrosas, aquellas que decidían vivir su vida de otra forma, eran castigadas social y moralmente por ejercer su autonomía. Tanto por hombres como por sus mismas pares.

La compañera

Una de las joyas de esta selección de libros imprescindibles de la temporada es la reedición de Feminismo para principiantes (Ediciones B, 2018), de la española Nuria Varela e ilustrado por Antonia Santolaya. Varela –escritora, profesora y reportera, experta en violencia de género y feminismo–, nos invita a hacer un recorrido desde los primeros antecedentes del feminismo, detallando la mirada de filósofos y autores a los cuales conocimos y admiramos, para mostrarnos ahora la misoginia de la gran mayoría y replantearnos sus aportes. Sea en el Renacimiento o en la misma Revolución francesa –como su manoseada tríada de igualdad, libertad y fraternidad–, que dejaba fuera a las mujeres que desde tiempos pretéritos han trabajado por visibilizar estas desigualdades y subrayar que los avances sociales solo han beneficiado a la mitad de la población. Y es que muchos movimientos sociales han dejado fuera a la mujer. Así, sobre determinados manifiestos de igualdad y libertad, se ha debido hacer un manifiesto sucesivo que demande que estos derechos deben extenderse a las mujeres, quienes han sido apartadas por una mirada antropocéntrica que insiste en perpetuarse y que muchos y muchas no ven.

«Feminismo para principiantes» (Ediciones B, 2018).

Uno de los quiebres de esa mirada es la figura de Harriet Taylor, quien junto a John Stuart Mill, logró conciliar la igualdad y ver la figura del matrimonio como una unión entre pares, tanto en derechos como a nivel intelectual y espiritual. La obra de John Stuart Mill (1806–1873), El sometimiento de la mujer (1869), es considerada hoy uno de los antecedentes cruciales del feminismo. Pero el que haya sido un hombre quien promovió los derechos de las mujeres frente a sus pares es solo una de las razones.

Su mujer, Harriet Taylor Mill (1807–1858), fue una filósofa inglesa que luchó por los derechos humanos, centrando su batalla en la desmedida desigualdad que veía entre quienes debieran haber sido considerados como iguales. Casada a los 19 años y con tres hijos a cuestas, no permitió que su marido se inmiscuyera en su quehacer intelectual y decidió vivir separada de él. Cuando conoce al filósofo utilitarista, este ya poseía una fuerte inclinación por la igualdad de los sexos, la que se ve robustecida por una intensa correspondencia con Harriet. Ambos tenían ideas en común y, por lo mismo, su relación estuvo ahondada por y gracias al feminismo, con una contundente reafirmación de lo imperativo que significaba para la sociedad lograr derribar los prejuicios y el sometimiento de las mujeres.

Harriet había tenido la suerte de recibir una buena educación y colaboraba, muy a pesar de su marido, en una revista mensual de corte político y radical. Cuando conoce a John Stuart, los unió la misma pasión por la reivindicación. Como muchísimas mujeres, fue víctima de un matrimonio arreglado, que no pudo más que contribuir a su pensamiento y su causa. Una vez que enviuda, se casa con John y comienzan a trabajar a la par como una verdadera pareja moderna, rompiendo el esquema patriarcal. Esto no solo se vio reflejado en su trabajo intelectual, sino en el mismo contrato de matrimonio que los unió y donde él renuncia a todo derecho por sobre su esposa.

Toda la obra de Harriet –y luego de su hija Helen–, sumada a la labor de su marido y su enorme influencia en la Inglaterra victoriana, pavimentó lo que sería muy pronto el movimiento sufragista. No estaban solos. Mary Wollstonecraft (1759–1797) ya había sido una figura prominente en la intelectualidad inglesa en el siglo XVIII con su obra Vindicación de los derechos de la mujer (1792), donde ya argumentaba que las mujeres no eran por naturaleza inferiores al hombre, sino que la falta de educación, y la diferencia que se hacía con ellas desde su formación en contraposición a los hombres perpetuaba esa falsa creencia. Con su trabajo logró establecer las bases del feminismo moderno y se convirtió en una verdadera celebridad en toda Europa, algo que se vio eclipsado por su temprana muerte a los pocos días de dar a luz a su hija Mary Shelley (sí, la autora de Frankenstein).

Esas lecturas fueron parte de la formación de Harriet. Lecciones que pronto traspasaría a su hija Helen, quien se convertiría en una activa sufragista que, una vez muerta su madre, trabajaría codo a codo junto a Stuart Mill. De hecho, en su autobiografía este da fe de que El sometimiento de la mujer no es solo fruto de su trabajo: “Fue escrito por sugerencia de mi hija para dejar constancia de las que eran mis opiniones sobre esta gran cuestión, expresadas de la manera más completa y conclusiva de que fuese capaz. (…) contiene importantes ideas de mi hija y pasajes de sus propios escritos que enriquecen la obra. Pero lo que en el libro está compuesto por mí y contiene los pasajes más eficaces y profundos pertenece a mi esposa y proviene del repertorio de ideas que nos era común a los dos y que fue el resultado de nuestras innumerables conversaciones y discusiones sobre un asunto que tanto ocupó nuestra atención”.

«Mujeres 3» (Ilustropos, 2017).

Que los escritos fueran firmados por él, fue parte de la estrategia que ella misma creyó conveniente, pues solo bajo un nombre masculino su voz sería oída. Esto no era nuevo en esa época. Las hermanas Anne, Charlotte y Emily Brönte debieron cambiar sus nombres por Acton, Currer y Ellis Bell respectivamente para poder publicar; así como George Sand o George Eliot, quienes eran en realidad Amantine Aurore Lucile Dupin y Mary Anne Evans. O la misma ambigüedad de las iniciales de J. K. Rowling, que en los albores del siglo XXI sus editores le auguraban más lectores entre los jóvenes si mantenía sus iniciales y escondía su género.

En el libro, Stuart Mill argumenta que los beneficios de la igualdad entre los sexos son extensivos a toda la sociedad, subrayando el imperativo moral de no someter a la mitad de la población a la sumisión y fortalecer el desarrollo de toda la humanidad. Asimismo, sostiene que todos serían beneficiados una vez que la mujer deje de estar sometida al hombre y pueda desarrollar sus facultades al máximo. El tercer gran argumento es la idea de la compañera, es decir,  la emancipación de la mujer permitirá que la relación  entre un hombre y una mujer sea entre iguales. Es aquí donde hace las mayores críticas a la institución matrimonial y al sometimiento en el que se silencia la voz de la mujer y sus derechos. Y que en esto la tarea era (y es) inmensa e imposible sin el apoyo de los hombres, los maridos, hermanos y padres.

Matando al ángel del hogar

La Carmen (Edelvives, 2017) que nos presenta Benjamin Lacombe [en la imagen principal], es parte de una serie de mujeres que han dejado su huella en la historia, sea literaria o real. Lo hizo anteriormente con uno de los íconos del feminismo, Frida Kahlo, y con la igualmente amada y odiada María Antonieta. Si bien Kahlo sufrió por años un amor tortuoso con Diego Rivera, el rescate de su figura en el feminismo es por su destacada obra pictórica con un trabajo profundamente biográfico, el rescate de las raíces indígenas mexicanas y las secuelas de enfermedades que la aquejaron toda la vida. Por otro lado, María Antonieta –princesa austríaca que de adolescente llega a la corte más compleja y normada de la Europa del siglo XVIII para convertirse en una reina que satisfacía su soledad entre oropeles, gastos colosales y enredos palaciegos desafortunados–, parece ser la menos feminista de sus figuras escogidas. Pero quizás por lo poco que sabemos de su propia mano, es de las más incomprendidas y desconocidas.

Carmen, por el contrario, es ficción. Es fábula pura, pero a la vez nos habla de un arquetipo y del reflejo de la mirada de una época en que el pueblo gitano era observado con desconfianza, donde se hablaba de razas y donde la blancura de algunos rostros era garantía de su valía en la humanidad. Carmen es el arquetipo de la mujer fatal, al cual se le teme, como si en sus manos poseyera la posibilidad de artilugios que desencadenarán el derrumbe de un buen hombre. Carmen desafía normas y por lo mismo es temida y repudiada. Las mujeres miradas como ángeles del hogar están incapacitadas (imposibilitadas) para vivir su vida más que como madres, esposas o buenas hijas. Si en cambio ansían su autonomía, pierden su condición de mujer y se convierten en parias. Guapa y atractiva, pero paria al fin y al cabo.

Carmen, la mujer liberada de los prejuicios de su género, hila a su presa con sus encantos de paria, desconocida y temida.

La mirada de su autor original, el francés Prosper Mérimée, es de un colonizador. No podemos desconocer su contexto histórico y la mentalidad imperante en esa época, que lamentablemente aún persiste en buena parte de la sociedad. Solo bajo esa premisa puede leerse y comprender la dimensión de este personaje, salvaguardando el texto que traza un personaje inolvidable de la literatura y que conocemos bien gracias al compositor Georges Bizet, pero que en el texto del escritor francés cobra toda su profundidad sicológica.

Por su parte, la idea de Carmen como una araña que nos muestra Lacombe nos remite al simbolismo de la hilandera, de quien construye una trampa invisible para destruir a sus víctimas. De quien de manera laboriosa urde para atrapar a otro, silenciosa y meticulosamente, en ese acto tan atribuido a la mujer de coser y descoser como una viuda negra. Pero a diferencia de Penélope –quien en su ir y venir de un tejido que nunca acaba, espera virtuosa a Odiseo–, Carmen, la mujer liberada de los prejuicios de su género, hila a su presa con sus encantos de paria, desconocida y temida. La mujer araña es entonces la personificación de la astucia y de una sabiduría ancestral, que busca obtener un determinado placer al atrapar a otro con sus juegos e hilos, sea para seducirlo o matarlo, pero siempre quebrarlo. Pobres hombres.

Una mirada panorámica

Mujeres 3 (Ilustropos, 2017), escrito e ilustrado por Isabel Ruiz Ruiz, ya tenía otros dos volúmenes que retratan la vida de mujeres destacadas en distintas áreas que históricamente han sido pobladas por el género dominante. Lo notable de esta serie es que la editorial es un esfuerzo de la propia autora, quien invita a reflexionar sobre mujeres en la ciencia, en la literatura, en la antropología, en el activismo por el medio ambiente y el feminismo. En Mujeres 3, escritoras, profesoras, abolicionistas, cineastas, coreógrafas y atletas, entre muchas otras, presentan un caleidoscopio de dieciocho mujeres que van desde Hildegard Von Bingen, la mística, compositora, médica, escritora y filósofa alemana del siglo XII, a la recientemente asesinada activista hondureña Berta Cáceres. Todas mujeres que fueron nvisibilizadas y que deben ser rescatadas para la escritura de nuestra propia historia.

«Mujeres de ciencia» (Nórdica Libros y Capitán Swing, 2017).

Mujeres de ciencia: 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo (Nórdica Cómic y Capitán Swing, 2017) de la estadounidense Rachel Ignotofsky, se centra en las contribuciones de mujeres ligadas a las distintas ramas de la ciencia, sean paleontólogas, botánicas, geólogas, astronautas, neurólogas, entre otras. Al igual que el libro antes mencionado, busca contextualizar su obra mostrando una biografía breve, con una ilustración y pequeñas infografías, donde se incluyen datos que contribuyen a recrear el personaje y sus circunstancias. Allí aparecen datos de prensa, de mentores, datos curiosos e incluso excentricidades como la de Rosalyn Yalov, física médica estadounidense quien siempre mantuvo una botella de champaña helada en su despacho por si llegaban a darle el Nobel, algo que ocurrió en 1977 por su contribución a la endocrinología.

La voz de las sin voz

Estamos viviendo la llamada cuarta ola feminista. Nos hemos plagado de imágenes de marchas, protestas, columnas y pañuelos verdes. Las mujeres marchan en Argentina y en Chile vestidas como la protagonista de El cuento de la criada, de Margaret Atwood. Y el movimiento nos tiene a todos como protagonistas de un momento crucial de la lucha por la real igualdad entre hombres y mujeres, ampliando su espectro al respeto por la diversidad de géneros.

Y en esta vorágine de información que caracteriza al siglo XXI, ha surgido una serie de libros de mujeres notables con aportes en la política, en la divulgación científica, las artes, así como al movimiento y a la teoría feminista. Mujeres que han dado saltos enormes que parecían tan difíciles en medio del imperio del patriarcado que aún persiste. Todos esos avances son como estrellas en el firmamento, faros como ideales a los que aspirar: nos iluminan, guían. Enormes gestos de grandes personajes.

¿Qué pasa con aquellas vidas minúsculas, esas que pueblan toda la historia, no la oficial pero sí la verdadera, la de carne y hueso?

Entonces, ¿qué pasa con aquellas vidas minúsculas, esas que pueblan toda la historia, no la oficial pero sí la verdadera, la de carne y hueso? La que uno se cruza en la esquina, la de una amiga, hermana o madre. La de una misma con su familia, en sus relaciones personales y laborales. Esas mujeres somos nosotras. Son las mujeres de la gran mayoría de nuestras familias y son las abuelas que bien retrata la joven ilustradora de Valencia, Ana Penyas en Estamos todas bien (Salamandra Graphic, 2017).

La experiencia de hacer su primer cómic como ilustradora nace de la observación de su abuela, a quien toma como una de las protagonistas de esta historia que narra un día en sus vidas, en esa donde aparentemente no pasa nada y donde prima la soledad en que viven muchos adultos mayores. Estamos todas bien cuenta la vida de esas mujeres que vivieron para ser madres y esposas, y que ahora son abuelas, que han pasado su vida lentamente, avanzando por un camino silencioso de encontrarse consigo mismas en su soledad. Como Maruja y Herminia, para quienes la espera es constante. Son dos mujeres muy distintas, dos ancianas que viven y recuerdan su vida desde una perspectiva muy dispar, donde una pensaba que no era nadie mientras tenía un marido médico y la otra se alegraba de la autonomía alcanzada al aprender a manejar.

La paleta de colores es acotada y, como cuenta su creadora, nace del color rosa de la bata que usaba su abuela. Desde allí se despliega una gama de colores otoñales que permite moverse en el presente de estas vidas y volver al pasado usando otras tonalidades e intensidades, siempre diferenciando el  restringido mundo en que cada una de ellas se mueve y que las distingue.

Una historia íntima que retrata la historia de dos mujeres y así la de muchas de la España franquista (quizás de nuestra propia dictadura), usando con maestría los silencios y unas ilustraciones potentes para no solo devolvernos a nuestra propia historia femenina familiar, sino para comprender que el feminismo abarca mucho más que las nuevas generaciones. Que la reivindicación de las mujeres y sus derechos no es algo nuevo, que tiene raíces profundas, más allá de las marchas a las que hoy nos hemos unido en nuestro país o que seguimos cruzando la cordillera. Y que muchas de las pañoletas verdes que hoy se enarbolan, fueron y son sostenidas por nuestras abuelas.

«Estamos todas bien» (Salamandra Graphic, 2017).

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Astrid Donoso

Periodista cultural, Técnica Bibliotecaria. Máster en Literatura Infantil y Juvenil, diplomada en Fomento Lector de literatura infantil y juvenil, Edición y Literatura en Lengua Inglesa. Trabaja en Biblioteca Escolar Futuro de la Universidad Católica y es cofundadora del podcast literario Perdidos en el Bosque.

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