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Leer, ¿para qué?

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

Entré a los libros buscando respuestas, queriendo reconstruir o rearmar el pensamiento, mirar desde otro lugar. Porque la pandemia desató fuego y rabia, y era necesario ver con claridad. Así es que leí. Leí muchísimo, convencida de que ahí, en la claridad silenciosa de las páginas, podría encontrar algo de sabiduría. [Créditos portada: digitalspy.com]

Imagino que a estas alturas todos han visto la serie The Last of Us y que no hago ningún spoiler al contar que en la carta que Bill (Nick Offerman) deja como testamento a Joel (Pedro Pascal) le explica que cuando el Cordyceps comenzó a infectar a miles de humanos y, por ende, hubo que matar a muchos, él estaba feliz porque odiaba al mundo. Por fin estaría solo. Bill es un perfecto outsider, un hombre con suficiente rabia como para guardar en el sótano de su casa un arsenal de armamentos capaz de aniquilar a cientos miles. En fin, Bill se queda solo y se prepara para su propia guerra de exterminación contra los infectados. Hasta cierto punto, Bill logra su cometido cuando, en vez de odio, recibe como regalo inesperado una relación amorosa.

En nuestra pandemia real, la provocada por el Covid-19, muchos miles de ciudadanos del mundo quedaron encerrados en sus casas al igual que Bill. Aunque no supe de ninguno (suerte para nosotros y la escasa humanidad que nos queda) que anduviera intentando aniquilar a los contagiados. Hubo rabia, sí, porque la realidad se volvió absurda; es decir, vives una vida entera pensando que llegarás a algún lugar, dibujas una meta o quizás solo tensas el arco y resulta que, de un punto a otro, no tienes dónde tirar la flecha, a no ser que arruines tu departamento disparándote a ti mismo. Nadie sabía qué venía después del encierro menos qué hacer con ese tiempo infinito que iba del café de la mañana a la comida de la noche. Los días eran números de muertos, esa cifra leída en un lenguaje oficial en el reporte matutino: camas útiles, camas ocupadas, camas que dejaron de ocuparse y fueron convertidas en bolsas plásticas donde iban a parar los cuerpos afueras de los hospitales. ¿Qué es una bolsa sino una forma de deshumanizar la muerte? De pronto, tenías la impresión de estar entre los vivos como intrusa. Las ciudades parecían sets de un estudio de televisión: hay que ver cuánta falta hacen las personas para humanizar los espacios comunes, sin ellas, calles y edificios se volvieron irreales. Y ese silencio. Como si puertas adentro las personas hubiesen detenido sus mañanas o sus tardes.

Ahora, si lo pensamos bien, sobrevivir a la pandemia no fue tan difícil como hacerlo a esa falta de humanidad y otros símiles de miseria que vimos o escuchábamos a diario (menos a lo que sobrevino después, volvemos a hablar de guerra, ¡de guerra!), porque ¿qué utopía podríamos amasar como seres humanos? Que madres y padres no abandonaran a sus hijos, que no los entregaran a la muerte o que no se entregaran ellos mismos a la muerte por estar contagiados. O que el sistema no abandonara a viejos y posibles enfermos con preexistencia, vivos muertos o posibles muertos o seguros muertos o eternos muertos de un sistema de salud que no tiene cómo acogerlos.

En fin, sucede que, frente a ese caos de emociones e ideas, leí. Leí como posesa o adolescente, esa etapa en la que construyes pensamiento o largas un manifiesto, a favor o en contra, pruebas, tentando ahí, tentando allá, quieres saber de ti misma, de los otros. Durante el confinamiento era difícil opinar, aun cuando los medios se empeñaban en darnos variadas opiniones de variadas personas, lo que resonaba al final del día era un bla, bla, bla inconducente.

Así es que mis lecturas se volvieron más rotundas, precisas, acuciosas. Entré a los libros buscando respuestas, queriendo reconstruir o rearmar el pensamiento, sobre todo, mirar desde otro lugar. Hacerlo desde el espacio en el que había mirado hasta antes de la pandemia no me ofrecía ningún entendimiento. Si bien lo que había leído hasta entonces me había permitido construir un pensamiento, no me aportaba luz a la hora de intentar explicar por qué en momentos como los que corrían, la humanidad revelaba sus caldos más oscuros, ese menjunje color petróleo en la olla de una bruja que hace explotar pócimas venenosas. Así es que viré de la filosofía occidental a la colonial, escuchar al subalterno, entender el miedo, la furia y el ruido. Porque la pandemia también desató fuego y rabia y era necesario ver con claridad, correr el tupido velo, como diría Donoso, así es que leí. Leí muchísimo, convencida de que ahí, en la claridad silenciosa de las páginas, podría encontrar algo de sabiduría. ¿Qué son, si no, libros como Masa y poder, de Elias Canetti, o En otras palabras, en otros mundos, de Gayatri Spivak o La libertad de ser libres, de Hannah Arendt, o Contemplaciones, de Zadie Smith, o Cinco meditaciones sobre la belleza, de François Cheng?

Entonces, cuando ustedes se preguntan leer para qué, pues ahí está. Para recibir un poco de luminiscencia y cuando sostengan libremente que lo importante es que nuestras muchachas o muchachos lean, que cualquier lectura vale, la verdad es que no da lo mismo qué leer. No cualquier lectura ni todos los libros son formadores o buenos compañeros ni tampoco nos ofrecen experiencias estéticas. Digámoslo de una vez: hay pésimos libros, libros escritos para saciar modas o mercados, hay libros tremendamente falsos, libros aburridos, libros mediocres, libros llenos de frases hechas. ¿Eso queremos ofrecerles a nuestras niñas, niños, adolescentes y jóvenes?

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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