En pleno confinamiento me puse a leer La novela luminosa (PRH, 2008), obra póstuma de Mario Levrero. La había querido leer hace tiempo pero fue la lectura de otra novela, Poeta chileno (Anagrama, 2020) de Alejandro Zambra, la que me animó a tomar el libro de una vez por todas. Rara casualidad esta la de leer en tiempos de cuarentena el diario de un escritor enfermo y agorafóbico que se pasa el día durmiendo o leyendo novelas policiales y de la española Rosa Chacel, y escribiendo páginas y páginas, mes tras mes, sin apenas salir de su departamento.
Hay encierros que son voluntarios. Pienso en esos escritores que eligieron una vida alejada de la sociedad, como David Foster Wallace o J. D. Salinger. O aquellos que se internan por meses en residencias de escritores, como lo hizo varias veces Carson McCullers en la colonia de Yaddo, con la idea de dedicarse solo a crear.
Y hay confinamientos que son obligados. Como el que estamos viviendo en estos momentos en casi todo el mundo a causa de una pandemia. O la que han vivido por años quienes están enfermos o viven en zonas de guerra. Y pienso en Levrero y su novela luminosa, llena de claros y oscuros; de su doloroso encierro, atrapado con los recuerdos de las tantas mujeres que amó y deseó, y los problemas domésticos: el calor de Montevideo en verano y su imposibilidad de comprar un aire acondicionado.
Pienso en varias escritoras que adoro y muchas de ellas vivieron encerradas. Mis amadas Emily y Charlotte Brontë pasaron sus años de vida confinadas en su casa en Haworth, o en una corta estadía en internados o trabajando como institutrices en casas de gente rica. Pero al menos tenían los páramos, donde salían a caminar cada vez que podían –entre brezos y helechos, como aparece en sus novelas–, y donde lograban estar a solas para escribir en sus escritorios portátiles, leer tranquilas y alejarse por un rato de los quehaceres domésticos.
La escritora Shirley Jackson [en portada], neurótica y agorafóbica, tampoco salía de su hogar. Casada y con cuatro hijos, la autora de La maldición de Hill House vivía abrumada por el trabajo del hogar y aprovechaba cada minuto libre que tenía –como cuando sus hijos jugaban o dormían siesta– para encerrarse con sus gatos a escribir en su pieza. Sus novelas hablan de encierro y mezclan con naturalidad lo doméstico con el horror, como en Siempre hemos vivido en el castillo (1962): una inquietante historia de aires decimonónicos sobre dos hermanas que viven encerradas en un castillo y que, tras matar al resto de la familia con azúcar envenenada, intentan seguir una vida normal –cocinando recetas rebuscadas y manteniendo su casa lo más impecable posible– mientras el pueblo intenta ajusticiarlas.
Otra famosa escritora de encierro fue Flannery O’Connor, la reina del gótico sureño quien, enferma de lupus, pasó sus últimos diez años de vida recluida en su granja Andalusia, dedicada a escribir y criar gansos y pavos reales.
Y está la poeta Emily Dickinson, quien pasó treinta años en su mítica habitación de calle Main Street en Amherst, Massachusetts: un dormitorio grande y luminoso donde escribió sus más oscuros poemas; una habitación con dos grandes ventanas por donde podía ver, a diario, la casa donde vivía su hermano Austin y su esposa Mabel, la mujer a la que Emily amó tan intensamente. Dickinson permitía muy pocas visitas en su casa y solo salía de su pieza para cultivar las flores en el jardín, mirar el atardecer, leer en la biblioteca del primer piso o cocinar galletas de jengibre (la única tarea doméstica que no detestaba). El resto del tiempo se lo pasaba en su dormitorio de altas paredes blancas, vestida de blanco, leyendo Aurora Leigh (1856) de Elizabeth Barrett y escribiendo, mientras su hermana Lavinia se encargaba de todas las tareas del hogar.
Confinamiento y producción
Se suele creer que los escritores están mejor preparados para el confinamiento. Claro, por lo general son seres sedentarios, dados a la lectura y a la tranquilidad que se necesita para escribir y corregir. Pero eso no siempre es así. En Un café con Mariana Enríquez y María Gainza, una reciente conversación online organizada por el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, la escritora Mariana Enríquez habló de encierros literarios con su colega María Gainza, y de paso desechó toda noción romántica sobre el tema: “Me parece que hay una idea elitista de los escritores, como que son seres superiores que se pueden aislar de como limpiar la verdura”. Porque es imposible que en confinamiento lo doméstico no te coma, no te desgaste, no te aterre. Y María Gainza recordó el horror que le producían las tareas domésticas a Emily Dickinson y cómo la poeta norteamericana pasaba largas horas de su encierro no solo escribiendo, sino además cortando y cosiendo con hilo sus libros de poemas.
Las hermanas Brontë –Charlotte, Emily y Anne– y su hermano Branwell también hicieron sus mini libros y periódicos en el encierro familiar en que fueron criados tras la muerte de sus dos hermanas mayores a causa de la tuberculosis. Quizás esa vida confinada inspiró en algún modo a Charlotte para crear el personaje de Bertha Mason en Jane Eyre (1847), la mujer loca que Rochester mantiene encerrada en el ático de la casa, y que hasta hoy es el personaje confinado más importante de la literatura.
En su reciente novela, Nuestra parte de noche (título tomado de un poema de Emily Dickinson), la escritora Mariana Enríquez –gran lectora de las hermanas Brontë– también recurre a un personaje que se pasa toda su vida en el encierro. Es el guapo y enfermo Juan, médium de una orden despiadada y sangrienta: un personaje inspirado en Heathcliff de Cumbres borrascosas (1939), y que se pasa toda su vida acostado en su casa o en camas de hospitales, salvo cundo lo llaman para invocar a la Oscuridad.
¿Qué obras surgirán de estos tiempos de cuarentena? Irène Némirovsky escribió Suite francesa y Anna Frank su famoso Diario mientras se escondían de la persecución a los judíos para ser publicadas póstumamente. Y D. H. Lawrence, enfermo de tuberculosis, escribió El amante de Lady Chatterley (1928) en su largo reposo en cama. Otros dejaron la escritura para más adelante y se dedicaron a tratar de sobrevivir.
Para algunos el encierro fue tema de inspiración. Fue durante su estadía de medio año en el sanatorio de Gaylord Farm donde el escritor Eugène O’Neill se inspiró para su posterior obra Largo viaje hacia la noche (1956). Y fue en el confinamiento de un sanatorio en Suiza –donde pasó seis meses acompañando a su mujer enferma–, que Thomas Mann tomó la idea para su gran novela La montaña mágica (1924), en la que se habla de encierro, miedo y enfermedad –al igual que en estos días– y de abundantes comidas, juegos de mesa y formas de sortear el aburrimiento, la incertidumbre y la soledad.