Hace años que no pensaba en el Día del Padre. Lo celebré hace más de una década y lejos del mío que vivía en el sur. Es inevitable pensar en eso cuando parto estas líneas. A la vez, tengo la idea de que definitivamente qué puedo decir yo sobre el Día del Padre, pues no soy madre, no soy padre y mi primer acercamiento a uno fue el propio, con toda la carga emocional y vivencial que eso implica. El segundo acercamiento fue a través de la literatura, claro.
No es novedad que el Día de la Madre aúna un buen grupo de mamás en la literatura que suelen ser retratos cálidos, de preocupación, abnegación, afecto y dedicación. No sucede lo mismo con los padres. Lo primero que se nos ocurre cuando pensamos en ellos es en su ausencia o en la distancia que muchos tienen en sus relaciones filiales, e incluso otros que más que cariño, han legado en sus hijos recuerdos dolorosos o completamente inexistentes. Pero así como el género humano tiene una gran variedad de progenitores, en la literatura el arcoíris no es menor y vale la pena recordar algunos ejemplos.
La relación de hijas e hijos con sus padres ha cambiado a lo largo del tiempo, mutando según las convenciones y especialmente en los últimos años donde los niños y la infancia ha cobrado mayor protagonismo. La infancia es mirada de forma distinta hoy y eso cambia la forma que muchos padres se relacionan con ella. Hay excepciones claro, pero convengamos que las relaciones hoy son vínculos más estrechos que hace unos 20 o 30 años. Son esas relaciones reales las que terminan moldeando el amplio abanico de las vínculos paternos entre personajes de una novela o un cuento. Y si bien la literatura supone ficción, muchas veces la distancia de la realidad se vuelve algo más confusa, superponiéndose o incluso transformando a un padre de carne y hueso en uno ficcional, como sucede en La muerte del padre de Karl Ove Knausgård, donde la relación malograda de ambos se ve expuesta en sus memorias, con un retrato de un progenitor violento y abusivo como resultado.
No mejor parado sale el padre de Franz Kafka, al que el autor le escribe una larga carta donde le responde por qué le temía y la tristeza e inseguridad que eso significó para su infancia y juventud. Otra vez la realidad y la ficción se entrecruzan, difuminando límites entre la vivencia de un personaje y la vida del escritor. Si bien en la misma Carta al padre Kafka por momentos lo culpa de su situación y las consecuencias de esa relación dañina, a la vez luego se desdice para exculparlo, dando cuentas de esa lazo filial ambivalente que dio paso a tantas lecturas en el psicoanálisis y revisiones en exhaustivos trabajos de acongojados estudiantes universitarios de literatura.
Leer a Kenzaburo Oé es siempre una experiencia intensa. Por mi parte, partí conociéndolo por Una cuestión personal, tremendo libro que inequívocamente deja una marca dolorosa, a partir de las confesiones de un padre cuyo primer hijo nace con una serie de complicaciones médicas. Comienza con el impacto y la angustia de un hombre que apenas reconoce en ese otro a su propio hijo y toda la emoción ambivalente de lo inesperado. Es de hecho un libro cruel, durísimo, pero por suerte el relato evoluciona. El tema de la infancia persistirá en otros libros de Oé, como en Arrancad las semillas, fusilad a los niños, donde un grupo de niños es abandonado a su suerte en un pueblo tras la guerra. Pero no nos desviemos.
Así como Oé luego deriva en novelas de corte autobiográfico con el hermoso y conmovedor Un amor especial (Martínez Roca,1998) ‒donde da cuenta de su propia experiencia personal con la paternidad‒ algo similar ocurre con el autor noruego, pero en otro tono. En Fin (Anagrama 2019), la última novela que cierra su saga Mi lucha, Knausgård se presenta como padre de familia, detallando el sin fin de acontecimientos domésticos y de crianza junto a sus hijos. Trabajando desde casa, nos muestra a un padre que intenta escribir y que a la vez intenta estar para sus hijos. Sin embargo, en su relato lo leemos distanciado de ellos, en un vínculo que podría parecer estrecho por el tiempo juntos pero que parece responder más a un deber que al placer de estar presente.
Ni hablar de otros padres desertores como los que describe el historiador Gabriel Salazar en su impresionante Ser niño “huacho” en la historia de Chile (Lom Ediciones, 2006), donde nos habla del abandono en la infancia en la historia de nuestro país en el siglo XIX. Con padres inexistentes, estos niños se ven enfrentados a convertirse en ciudadanos de segunda clase por no tener un padre oficial reconocido. Por otro lado, en el plano de los clásicos de la literatura, tenemos a Mary Shelley y su doctor Frankenstein, cuya criatura es abandonada a su suerte y a una desesperada y desoladora búsqueda, mientras su “padre” lo rechaza. No es menor que entre las posibles lecturas de este clásico inglés ‒el primer libro de ciencia ficción escrito por una mujer‒ esté la posibilidad de pensar en este relato como una historia de desamor filial.
Pero no perdamos las esperanzas. Existe un puñado de buenos ejemplos de padres que ayudan a equilibrar esa balanza y la lectura. Hay mucho papás notables en la literatura y los atesoramos. Padres a los cuales se les escriben versos a modo de homenaje ‒como lo hizo Jorge Manrique en el siglo XV con Coplas a la muerte de mi padre (1476)‒, u otros que crían a sus hijos inculcándoles el sentido de justicia, amabilidad y honestidad como Atticus Finch de Matar a un ruiseñor (1969), de Harper Lee; uno de los mejores regalos que un padre puede dejar, ¿no? Lo hermoso de esto es que no solo es personaje de una novela entrañable ‒Premio Pulitzer 1961, muy bien llevada al cine al año siguiente por el gran Gregory Peck, bajo la dirección de Robert Mulligan‒, sino que además es el padre real de Lee, quien inspiró a uno de los mayores ejemplos de la literatura.
Pero no perdamos las esperanzas. Existe un puñado de buenos ejemplos de padres que ayudan a equilibrar esa balanza y la lectura. Hay mucho papás notables en la literatura y los atesoramos.
Mientras Hansel y Gretel y Blancanieves tuvieron padres desapegados y bastante negligentes, hay otros que recordamos por el sacrificio diario que hacían por sus hijos y su familia. Como Bob Cratchit en Canción de Navidad (1843) de Charles Dickens, quien no titubea en dar lo mejor de sí para sus seis hijos hambrientos, pese a estar a merced de su empleador; el avaro y arisco Ebenezer Scrooge. O padres que apoyan sin más a sus hijas, como Mr. Bennett de Orgullo y prejuicio (1813) de Jane Austen, a costa de los beneficios que impondría en su familia el matrimonio por conveniencia económica de Elizabeth con Mr. Collins, optando siempre por la felicidad de su hija. Y también los hay otros que quizás causan un poco de vergüenza pero que son entrañables, cariñosos y valientes, como Arthur Weasley de Harry Potter, quien ya es parte del imaginario colectivo de varias generaciones que ha crecido leyendo las novelas de J. K. Rowling.
Por otro lado, está el deseo de ser padre, la decisión y el acto consciente de convertirse en cuidador de otro, aun cuando no sea un hijo biológico. Porque padre es quien cría, quien está presente, sea biológico o no. Y en este ámbito existen ejemplos memorables como Gonzalo, el padre de Poeta chileno, el último libro de Alejandro Zambra (Anagrama, 2020). Un padrastro presente, que si bien no es el padre biológico, desarrolla una relación intensa con Vicente mientras intenta escribir poesía. O el redimido Jean Valjean de Los miserables (1862) de Victor Hugo, que promete a una Fantine moribunda hacerse cargo de su hija Cosette y termina cumpliendo su palabra, adoptándola con cariño y protección en una convulsionada Francia como escenario. Lo mismo pasa con Gepetto, el creador de Pinocchio (1882) de Collodi que ‒a diferencia del doctor Frankestein de Shelley‒, termina siendo un padre amoroso del pequeño niño de madera. O el padre adoptivo amoroso y fruto de la casualidad que es Matthew Cuthbert en Ana de las Tejas Verdes (1908) de L.M. Montgomery, que convence a su arisca hermana de adoptar a esta conversadora niña pelirroja, para terminar criándola en una granja canadiense de principios de siglo XX.
Padres presentes, padres ausentes, padres adoptivos y padrastros, aquí solo mencionamos a algunos. Seguro quien lee esto podrá tener su propia historia real y lectora con otras vivencias y relatos. Porque para quienes leemos, muchas veces ese cruce es inevitable y es parte de lo que nuestros propios padres nos han legado. Y es hermoso pensarlo como parte de ese lazo filial tan estrecho con quien nos cría. Así lo fue con el mío; la literatura fue otra forma de acercarnos, conocernos y dar cariño. Y a la distancia, ya siendo adultos, uno puede quizás entender mejor (o no) a ese otro, adulto, complicado como todo ser humano y heredar un poco de él, de sus gustos intereses y lecturas. Así fue en mi caso y heme aquí rodeada de libros de Herman Hesse, Jorge Luis Borges, Marguerite Duras y Walt Whitman, mucho Bach y siempre algo de Satchmo.