El lunes, temprano, supimos que murió Gonzalo Rojas. La noticia no golpeó tan fuerte. Su familia y sus lectores ya veían como, en palabras de su hijo, se apagaba lenta y dignamente. Rojas —ganador del Premio Nacional de Literatura y el Premio Cervantes, entre otros— nació en 1917 en Lebu y luego llegó a Santiago (ciudad que nunca le gustó del todo) a estudiar derecho y literatura en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Por varios años fue profesor de literatura. Con Salvador Allende, se convirtió en diplomático en China y Cuba, hasta el golpe militar de 1973.
Su primer libro de poesía, “La miseria del hombre”, se publicó en 1948. Luego vendrían títulos como “Contra la muerte”, “Del relámpago” y “No haya corrupción”. Nunca dejó de escribir. Antes de morir trabajaba en sus memorias. En este fragmento del discurso del Premio Cervantes, que recibió el año 2003, Rojas nos cuenta algo sobre su rutina de escritura (fue un autor muy prolífico) y la influencia de Chile en su poesía:
Y algo entonces sobre el aprendiz interminable que soy yo mismo. Escribo cada día al amanecer cuando el duchazo frío me enciende las arteriolas del seso. Siempre me funcionó el crepúsculo matinal; el otro, el vesperal, mucho menos; será cosa de respiro imaginario. Porque de veras soy aire y eso tiene que ver con el océano del gran Golfo de Arauco donde nací, y también con las cumbres de Atacama donde (allá por mis veinte años) los mineros del cobre me enseñaron mucho más que el surrealismo: a descifrar el portento del lenguaje inagotable del murmullo, el centelleo y el parpadeo de las estrellas.