La historia de la Colonia Tolstoyana chilena es la historia de un grupo de jóvenes escritores y artistas, que inspirados por las ideas del anarquismo cristiano y el proyecto de vida comunitaria que León Tolstoi (1828 – 1910) desarrolló en sus últimos años, quisieron crear una comunidad donde se trabajaría la tierra, se cultivaría el arte y se fundarían escuelas que educaran siguiendo las enseñanzas del escritor ruso.
La colonia, que comenzó en 1904 y terminó en 1905, no duró mucho más que un año, pero dejó su huella y ‒al menos durante la primera mitad del siglo XX‒, el anecdótico proyecto siguió siendo recordado en ambientes literarios y apareciendo mencionado más de alguna vez en la prensa de la época, por cronistas como Joaquín Edwards Bello y Daniel de la Vega. Así, los hechos fueron adquiriendo características de mito, o más bien, una mezcla entre leyenda y aventura tragicómica que cada vez que se contaba tenía nuevos matices.
Lo que sería conocido como la Colonia Tolstoyana, nació de los paseos que Augusto D’Halmar (1882-1950), Julio Ortíz de Zárate (1885-1946), y Fernando Santiván (1886-1973) daban por algún parque de Santiago ‒Quinta Normal o el Parque Cousiño‒, discutiendo las ideas de Tolstoi, Gorki y otros escritores y pensadores europeos. A partir de esas discusiones, un día decidieron llevar las ideas a la práctica y embarcarse en un proyecto que implicaría asentarse en el sur para desarrollar una vida en comunidad. Al respecto, Fernando Santiván escribiría en Memorias de un tolstoyano (1963):
“El ejemplo de sencillez de nuestras costumbres atraería a las gentes humildes, a los niños y a los indígenas. Crecería el núcleo de colonos; nos seguirían otros intelectuales; fundaríamos escuelas y periódicos; cultivaríamos campos cada vez más extensos; nacerían una moral nueva, un arte nuevo, una ciencia más humana. La tierra sería de todos; el trabajo, en común; el descanso, una felicidad ganada con el esfuerzo, pero jamás negado a nadie”.
La intención de los tolstoyanos de formar una comunidad, repercutió en el ambiente intelectual de la época y contó con el apoyo de escritores y artistas como Carlos Pezoa Véliz, Baldomero Lillo, o Juan Francisco González. La prensa de la época, también se enteró de la aventura, pero, según cuenta Santiván en su libro, las expectativas eran otras: “Un grupo de muchachos artistas proyecta salir para el sur, con el fin de fundar una colonia inspirada en las teorías religioso-filosóficas de Tolstoy. Es de presumir que los colonos intentarán vivir desnudos, como Adán, nutriéndose en las selvas de raíces, animalitos y peces crudos. Es de lamentar que Eva haya sido excluida de esta comunidad: seguramente los colonos habrían tenido ocasión de formar, con ella, moralizadores cuadros plásticos”.
Si bien los protagonistas de esta historia partieron, efectivamente, hacia ese sur idealizado con una clara intención de hacer una comunidad, no pasó mucho tiempo para que D’Halmar, quien era el líder del grupo, decidiera que lo mejor sería establecerse en el pueblito de San Bernardo, más cerca de la capital y de sus recursos, en un terreno que Manuel Magallanes Moure le habría ofrecido. “Tendríamos –habría dicho D’Halmar según recuerda Santiván– los recursos de la civilización, y, además, yo quedaría a un paso de mi familia para ir en su auxilio si ocurriese (…) una enfermedad, muerte, o lo que fuera”.
Después de una corta aventura por el sur, que implicó viajes en tren, largas caminatas, bandidos, alojamientos en casas de conocidos y en algún “hotelito medianamente limpio” (lo que en el relato de Santiván se lee como una especie de inocentes beats recorriendo el sur del Chile de 1904), decidieron volver al norte para establecerse en una casita –“merecía mejor el nombre de pocilga”– en San Bernardo. Ya instalados, se unieron los pintores Pablo Burchard, Rafael Valdés y José Backhaus. Este último, habría llegado con su caballete y una maleta cargada de libros de Juan María Guyau, Nietzsche y Schopenhauer, pero nada de Tolstoi, recuerda Santiván.
Junto con la casa, Magallanes Moure les entregó un pequeño terreno en que los colonos pretendían poner en práctica el estilo de vida simple que implicaba trabajar la tierra. Pero al no ser mucho lo que sabían estos jóvenes escritores sobre trabajos agrícolas, el primer intento de arado terminó con una yunta de bueyes escapándose por las calles de San Bernardo y los habitantes y la policía ayudándolos a atrapar a los animales. Y el segundo intento –en que lograron conseguir una yunta de bueyes más mansos–, fue rápidamente frustrado al darse cuenta de que la asignación de agua ya había sido entregada por la municipalidad y que tendrían que esperar la próxima temporada para conseguirlo.
Así, la vida de la colonia, se vio reducida a recibir a los escritores, artistas e intelectuales de la época, quienes no dejaban de visitar la casita en San Bernardo durante los fines de semanas, para tomar té, hablar de arte y literatura, y ver los atardeceres en los cerros de los alrededores. Y tras la imposibilidad de imitar el modelo que Tolstoi predicaba desde su finca de Yasnaia Poliana, vinieron desilusiones y disputas. Más que discípulos del evangelio del maestro ruso, los miembros de la versión local parecían, dice el mismo Santiván, “escolares en vacaciones que ascéticos monjes laicos”.
Finalmente, uno a uno los miembros partieron del lugar y la Colonia Tolstoyana terminó por disolverse. No formaron escuelas ni lograron arar y cosechar la tierra, pero sí, de forma quizás involuntaria –al menos respecto a los ideales iniciales– fue una experiencia que quedaría en la historia y en que se generó un espacio de encuentro para artistas, una especie de escena cultural o movimiento artístico que más tarde se cristalizaría en el grupo Los Diez.
Puede que Tolstoi –quien según D’Halmar les habría enviado una carta con quince rublos al comienzo de la hazaña–, estaría de acuerdo en que esta extraña experiencia de jóvenes chilenos de hace ya más de cien años, no materializó rigurosamente sus ideales. Pese a ello, esta historia sigue siendo un registro de cómo las ideas del escritor ruso tuvieron una tierna acogida en este alejado poblado de tres millones de habitantes que era el Chile de comienzos del siglo XX.