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Los cuentos infinitos de Deborah Eisenberg

Carolina Illino Por Carolina Illino

Seguimos a la escritora estadounidense, que estuvo recientemente en Argentina y Chile junto a la editorial Chai —quienes la tradujeron al español y la trajeron al Cono Sur—, el Fondo de Cultura Económica y el ciclo La ciudad y las palabras de la Universidad Católica. [Créditos portada: La Tercera]

Su primer relato lo reescribió tres veces, cuando ya tenía más de treinta años. La primera vez, su pololo (a quien se refiere en diferentes ocasiones como su boyfriend, su sweetheart, su darling, el hombre con el que vive, «para Wall, por supuesto» en la dedicatoria de varias de sus colecciones de cuentos), el actor, guionista y dramaturgo Wallace Shawn, le dijo que tenía potencial, pero no era ficción.

Como ha sido usual en su proceso de escritura, Deborah se demoró un año en escribirlo de nuevo. Ahora Wally (así le dicen los amigos) le dijo que era ficción, pero no tan buena. Un año después, cuando se lo mostró de nuevo, le dijo: ahí tienes una historia. Deborah quedó conforme y ya no dejó de escribir, al ritmo de un cuento al año. También mantuvo el método en el que revisar es una parte esencial de lo que escribe. Es la escritora y lectora más lenta del mundo, asegura.

Ese primer relato se llama Días y, según ha contado en entrevistas, es el único cuento que tiene algo de autobiográfico. Ya no le gusta. Empieza así: «Nunca había conocido cómo era yo hasta que dejé de fumar». Deborah empezó a escribir en sus treintas, después de haber dejado de fumar. Acá en Santiago de Chile, en el ciclo La ciudad y las palabras que se realiza en el campus Lo Contador de la Universidad Católica, una de las preguntas del público fue si había pensado en qué tipo de escritora sería si nunca hubiera dejado de fumar; su respuesta fue que sin dejar de fumar, no habría escrito. En parte, fumar implicaba un relajo que hoy no tiene. Es una persona con mucha rabia y esta es un componente de la escritura del que no se quiere desprender, dijo con calma.

Días fue llevado al teatro por una amiga, la actriz Karen Ludwig, y es parte de Transacciones en una moneda extranjera (Transactions in a Foreign Currency), su primer libro de cuentos, publicado en 1986, que a su vez es parte de The Collected Stories of Deborah Eisenberg (Picador, 2010), la compilación de todos los cuentos de sus cuatro libros editados hasta ese momento. 

Ese primer cuento ya no le gusta. Entre humor y autocrítica, Deborah suele repetir muchas veces que no es muy buena en nada de lo que hace. Así lo he leído y visto en entrevistas y también cuando pude conocerla. En la conversación con la escritora y académica María José Navia, en La ciudad y las palabras, contó que su única obra de teatro, Pastorale, la escribió por encargo, porque un dramaturgo le insistió mucho. Ella no quería dejar su trabajo de mesera porque, como dice que lo hacía mal, nadie más iba a querer contratarla de nuevo si es que fracasaba; y además, asegura, no sabía escribir obras de teatro. Dice que al dramaturgo no le gustó el resultado, pero Deborah siguió escribiendo, dedicándose a los cuentos.

Larry Pine, Wallace Shawn y Deborah Eisenberg en «The Designated Mourner». Créditos: Sara Krulwich/The New York Times

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 Al teatro solo volvió como actriz, en dos obras de Wally: una de ellas fue la premiada El deudo designado (The Designated Mourner), con la que viajaron a Brasil el 2013: montaron una única función en Río de Janeiro, para un amigo que no podía entrar a Estados Unidos por estar involucrado en el caso Snowden. Aunque no se arrepiente de la experiencia, escribir en teatro fue un accidente, ha dicho. Así como también han sido excepcionales sus incursiones en el cine; escribió el guion de Déjalos hablar (Let Them Talk), película dirigida por Steven Soderbergh y estrenada en 2020, protagonizada por Meryl Streep junto a Candice Bergen y Dianne Wiest, y ha tenido pequeñas apariciones en películas como Cuando éramos jóvenes (While We’re Young), de Noah Baumbach, y Mi cena con Andre (My Dinner with Andre), escrita y protagonizada por Wally en 1981.

En español

Los libros de Deborah llegaron a Chile en 2020, cuando Chai Editora publicó Taj Mahal, el mismo año de su publicación en inglés. Ha dicho que no le importa cuáles cuentos fueron seleccionados para ser traducidos; está feliz con que hayan elegido alguno. 

En esa traducción de su último libro, Federico Falco le explicó que Your Duck is My Duck (Tu pato es mi pato, título original, que sí se mantuvo en el cuento homónimo que abre el libro) no funcionaría en español, y que por eso lo cambió a Taj Mahal, el título de otro de los relatos contenidos. Deborah comentó que no entendía por qué no funcionaba, pero que confiaba en su traductor. Luego, Chai publicó Relatos (2022), una selección de seis cuentos de los que aparecen en The Collected Stories of Deborah Eisenberg, escritos entre 1984 al 2003, y finalmente La venganza de los dinosaurios (2023), que reúne otros seis cuentos de esa colección, fechados entre 1987 y 2006.

Deborah y Wally habían estado hace tiempo en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, donde reforzaron su rabia contra el impacto del imperialismo norteamericano (la misma Deborah precisa cuando al hablar de americans se refiere a estadounidenses) en la región. Más tarde, en Buenos Aires, donde volvieron ahora en agosto de este año para la Feria de Editores (FED) y donde se sorprendieron del fenómeno de las ferias de libros, inexistentes en Estados Unidos. Quizás allá son menos lectores que acá, teorizaron al respecto. Son bastante independientes, pero viajaron juntos porque lo consideraron una aventura especial, aunque solo estuvieron un par de días en Santiago antes de volver a Argentina y luego a Chelsea, el barrio de Nueva York en el que viven.

Además de escribir y leer lentamente, Deborah se ha dedicado a hacer clases universitarias en Virginia y luego en Columbia, para estar más cerca de su casa. No le encanta y —cómo no— cree que no es tan buena. La creatividad es algo que no se puede enseñar, dice respecto a los workshops. Sí disfruta más de las clases de lectura, donde hace leer a sus estudiantes cuentos cortos, pero no por lo breves ni porque ella escriba en ese formato, sino porque es posible abarcarlos para leer completos y poder comentar frase por frase, en conjunto. Leen a Cheever, Kafka y Joyce, por dar solo algunos ejemplos de los que recordó.

En una muy reveladora y entretenida presentación que tuvieron con Federico Falco y Santiago La Rosa de Chai en la Librería del Fondo y Centro Cultural en Buenos Aires, cuya transmisión se puede ver por Instagram, Deborah contó que escribe en orden secuencial, desde el principio hasta el final del texto. Aunque, como se nota rápidamente al leerla, el tiempo en sus cuentos no es cronológico. «Pienso en el tiempo como algo no lineal, en la mente no hay tal cosa como tiempo o secuencia. Cuando el cuerpo envejece, y yo tengo la fascinante y aterradora experiencia de haber vivido bastante tiempo, mi mente se ha llenado de 78 años de elementos que chocan, vuelven, se superponen y aparecen y desaparecen de mi conciencia. Yo aspiro a transmitir algo de esa experiencia».

El inicio de uno de sus cuentos puede plantear el punto de vista desde un presente que recuerda, para luego sumergirse al pasado al que sus protagonistas se referían en ese comienzo, dándoles una dimensión muy vívida a sus protagonistas, quienes tienen una vida que no se termina en lo que leemos. Es lo que siento que pasa en la experiencia de leer sus cuentos, que trascienden y parecen durar mucho más que las alrededor de cuarenta páginas de extensión.

Ella no piensa en libros —contó en La ciudad y las palabras— sino en cada cuento. Quizás eso explica que, si bien le da mucha importancia a los títulos de cada cuento, sus libros se titulan como alguno de los relatos incluidos. Muchas veces sabe que un cuento no está terminado, porque no ha aparecido cómo nombrarlo. Le pasó, por ejemplo, con «Recalculando» (incluido en Taj Mahal), que apareció casi mágicamente, desde una calculadora, mientras ella le daba vueltas a cómo nombrarlo. No le muestra a nadie en qué está trabajando. «Escribir es vergonzoso», dijo en Santiago. Cuando termina un cuento, se lo manda a su agente, quien, después de recibir cierta cantidad, estima que ya es suficiente para publicar un nuevo libro. 

En la conversación con Federico Falco, dijo que sus cuentos son pura estructura, aunque no lo parezca. Esa estructura va apareciendo al escribir, revisar y reescribir, rara vez tiene que mover párrafos o partes de la historia. Escribe en computador principalmente porque le da menos vergüenza; cuando revisa lo que ha escrito, después de leer «cuán idiota puede llegar a ser», puede simplemente borrar y seguir. Revisar es lo que más le gusta, dice, así puede convertir lo que hace en algo cada vez mejor y pasar de la primera impresión en la que siente que escribe mal. «Puedes hacer las cosas tanto mejor si solo tienes paciencia» de corregir cada palabra, revisar si es exactamente lo que quiere decir, y mejorar. Como cuando escribió su primer cuento.

Deborah Eisenberg en la librería del Fondo Gonzalo Rojas. Créditos: FCE
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Carolina Illino

Periodista con experiencia en instituciones culturales y medios de comunicación impresos y digitales. A través de los nuevos formatos, se empeña en revivir maneras analógicas de conectarnos.

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