Estoy terminando de leer La invención de la naturaleza (Taurus, 2016), una bien documentada y fascinante biografía del científico, naturalista y viajero alemán Alexander von Humboldt, escrita por la columnista e historiadora del diseño residente en Londres Andrea Wulf, y no puedo sino preguntarme por qué el arte de biografiar ha estado tan pervertido en los últimos años.
Últimamente abundan los novelistas que ficcionan a partir de hechos reales, buscando más la novela perfecta que acercarse al relato honesto de una vida. Lo que no se pudo o no se quiso averiguar, se especula o se inventa. A veces aparece el narrador como un personaje más, evidenciando su interés y sus motivos —ahí está El Reino, de Emmanuel Carrère— o el autor se interna en ejercicios especulativos, creando encuentros entre individuos que jamás cruzaron palabra, como aquellos textos en que el torturado y torturador se instalan, a lo Sandor Marai, a pimponear sus razones en monólogos sucesivos.
No digo que ese tipo de novelas carezcan de poder. La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, El hombre que hablaba con los perros, de Padura, son atómicas. O Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, que frustra un poco al lector si llega a descubrir que una de las escenas más sorprendentes (esa en que una niña juega con el cadáver embalsamado de Evita, al que asume como muñeca y llama “la Poupée”) es fruto de la inventiva del escritor, cuando habría sido tanto más notable que se tratase de una perla perfecta en esa cadena de delirantes hechos reales que vivió el cuerpo de la jefa espiritual de la nación argentina tras su melodramática muerte y enrevesada sepultura.
La autora aporta una narración expedita anclada en una investigación rigurosa y un punto de vista contundente: Alexander von Humboldt ha sido un precursor escondido.
Por el contrario, lo que ocurre con La invención de la naturaleza, es el deleite de leer una biografía propiamente dicha. No se siente el ripio de mediaciones espurias entre la lectura y la alucinante vida del científico enciclopedista del siglo XVIII. En vez de eso, la autora aporta una narración expedita anclada en una investigación rigurosa y un punto de vista contundente: Alexander von Humboldt ha sido un precursor escondido.
Ilustración: Mr. Sardinas
Página a página, sin recurrir a ningún artilugio más que la hilación minuciosa y hábil de información contenida en cartas, libros, textos de contexto, relatos de otros autores, diarios, prensa y un sinfín de fuentes documentales (no en vano el libro acaba con 200 páginas de notas), uno va siguiendo a este multifacético, libertario y obsesivo explorador en sus escaladas pioneras por cumbres andinas, sus peripecias por el Amazonas, sus amanecidas conversando con Goethe, su tedio al verse obligado —por plata— a convertirse en cortesano de Federico Guillermo IV de Prusia, sus noches de escritura y vivisecciones en un cuartito de París o su decepción al constatar que Thomas Jefferson, a quien viaja a visitar entusiasmado por la promesa de igualdad entre los hombres con que ha nacido Estados Unidos, es un esclavista.
Humboldt fue el primero en comprender a la naturaleza como un organismo vivo y en proponer la relación entre naturaleza y hombre como un todo. Cuando nadie había establecido relación alguna, observó que la tala indiscriminada de madera —acicateada por el auge de la revolución industrial— drenaba cuencas de lagos debilitando la producción de los pequeños agricultores.
Planteó que podían establecerse zonas climáticas correspondientes en todos los continentes, en las que se daba vegetación semejante, creando las isotermas. Y estudiando la similitud entre plantas costeras, afirmó que existía una conexión “antigua” entre África y Sudamérica. Todo ello, más de un siglo antes de que la ciencia empezara a discutir los movimientos continentales y la teoría de placas tectónicas.
Viajero incansable, recolectó y disecó animales, prensó plantas, midió el agua, el color del cielo y los volcanes, ordenó y escribió pero, sobre todo, relacionó. Podría decirse que fue el primer ecólogo. En tiempos en que todos clasificaban con el mayor detalle posible y surgían las bases de la extrema especialización que hoy conocemos, Humboldt conectaba: La altura con el clima; el clima con los astros; los astros con las mareas, las mareas con los peces, los peces con las plantas, las plantas con los hombres, los hombres con el poder, el poder con la ignorancia, la ignorancia con la destrucción.
Testigo del péndulo histórico de su tiempo, vibró con la Revolución Francesa, se asqueó con Napoleón, aplaudió la independencia de las naciones americanas; creyó que Bolívar —a quien conoció— era un cantamañanas, para luego admirarlo y finalmente asumir con amargura que se había convertido “en un dictador”.
Fue su texto Personal Narrative, el relato de su viaje por América, el que inspiró a un Darwin aún dudoso de seguir su impulso naturalista, a embarcarse en el Beagle, el viaje que implicaría un antes y un después en la comprensión de qué son los seres vivos y de dónde viene el hombre. Fue también el instigador de Henry David Thoreau para construirse la cabaña en el bosque, retirarse a la vida natural y escribir Walden. Y también quien iluminó el camino al zoólogo alemán Ernst Haeckel y el de quien ha sido catalogado como el primer conservacionista, John Muir. El mérito de Andrea Wulf es convencernos de todo esto, sin lugar a dudas. Es ella quien traza las conexiones. Es ella quien, humboldtianamente, construye una biografía más sintética que analítica y lo hace, como habría hecho el naturalista, a partir de la recolección consciente y dedicada, en este caso de hechos, relacionados con perspicacia holística. Aquí no hay vacíos ficcionados ni diálogos imaginados, ni un autor-personaje desarrollando su asunto. Con sencilla maestría, Wulf consigue una biografía espléndida al servicio de un personaje magnífico, el hombre —como se dijo en su época— más grande desde el diluvio.