“Nuestro sentido de un universo con sentido procede también de la belleza”, dice François Cheng en este cuasitrabalenguas que es esa frase y cuánta verdad; últimamente las noticias dan para pensar mucho sobre lo bello y lo feo. De muestra, tenemos a esos padres que dieron positivo en España y que debieron ceder a sus hijos de tres y cinco años a los servicios sociales del Estado porque nadie, ningún familiar, quiso recibirlos en sus casas. Una herida que, imagino, será difícil de cicatrizar. ¿Cómo explicarles a esos hijos el trauma? ¿Cómo decirles que su parentela decidió que eran el enemigo? ¿Qué tipo de enemigo es un niño o niña asintomático? ¿Qué tipo de tíos son esos que prefieren la invisibilidad de un virus a la contención de sus pequeños? O, ya, en un nivel menos dramático y más prosaico: ¿cómo explicarles a niños y jóvenes el afán de sus padres por acaparar, cuando arrasaban supermercados y farmacias sin importarles que el de al lado, se quede sin mascarilla, guantes o comida?
“Toda belleza está precisamente ligada a la unicidad del instante. Una verdadera belleza nunca sería un estado perpetuamente anclado a su fijeza. Su advenir, su aparecer ahí, constituye siempre un instante único; es su modo de ser.” La naturaleza, nos explica Cheng, es bella sin proponérselo, el monte Fuji o el Lu –o más cerca, nuestra Cordillera de los Andes–, en otoño o primavera ofrecen estampas literalmente sagradas, así se sienten, porque elevan el alma. Pero son cordillera o monte, nubes o niebla, colores al amanecer o atardecer, esa extraña reunión de materias, nada programado, un instante frágil y fugaz, pura y verdaderamente bello. En cambio, con el ser humano el asunto es más complejo, somos animales complejos, llenos de recovecos, y, muchas veces, la belleza en nosotros es resultado de un impulso, una voluntad de ser, en otras palabras, cierta porfía. “¿Hay algún gesto de bondad que no sea bello?”, se pregunta Cheng.
En estas horas, cuando la humanidad se debate contra un virus, cuando está claro que no es una pandemia peor que otras, sino más bien un problema de salud pública, es el momento de preguntar qué tipo de sociedad hemos sido, por qué nuestros hospitales públicos no estaban preparados para acoger debidamente a sus habitantes. Si este nuevo virus, altamente contagioso, es verdad, resulta mortal para pacientes de riesgo, pero absolutamente controlable con medios disponibles para la mayoría de la población –hablamos de camas, insumos, equipos médicos, en fin, de “cosas”–, por qué en esta era, a estas horas, lamentamos el estado de nuestra infraestructura básica y llamamos a la población a “quedarse en casa” para aplacar la curva. Medida de contención, lo entiendo y no me malinterpreten, fui de las primeras en asumir cuarentena voluntaria –en parte porque la lectura y escritura suponen cierto distanciamiento social al que estoy acostumbrada–, pero obligar a poblaciones enteras a restarse de hacer su vida, estar con familiares, amigos, cercanos o qué se yo, porque los Estados, todos sin excepción, no tienen a disposición lo necesario para curar a sus compatriotas, me parece que demuestra una voluntad de ser que dista mucho de ser bella. ¿Qué tipo de adultitos somos? Me perdonarán el diminutivo, pero nos lo merecemos.
Quizás estas reflexiones sean inútiles, porque ante la pregunta cómo solucionarías la ecuación, a saber, número de camas versus pacientes, no tengo una respuesta práctica, sino este devenir. Pensar en nuestros niños, cientos de miles que a estas horas están literalmente mirándole el rostro de la Gorgona en España o Italia. Pensar en nuestros jóvenes, a quienes les corresponde tocarse, subvertirse, interrumpirse, encontrarse, Eros y demás, hoy obligados a relacionarse y recibir clases por Internet; obligados a un “distanciamiento social” que deberán aprender como aprenden los orientales al otro lado del mundo; esa distancia antiséptica, sin toqueteos ni seducciones, más bien, fronteras, militares y estados de excepción.
El otro en entredicho.
“¿Y qué es una sociedad que no tiene más valor que la supervivencia?”
Giorgio Agamben
Imaginarán el tono de las sobremesas últimamente. Conviviendo con muchachos y muchachas veinticuatro siete, intento descubrir qué sociedad imaginan. Porque ellos nos están mirando, los adolescentes y jóvenes de hoy, a diferencia de muchos de sus padres, nacieron plenos de derechos y los hacen valer. Fueron los primeros en salir a manifestarse después del 18 de octubre y se movilizan a favor de las mujeres, porque quieren deconstruir la heteronorma y su lenguaje se volvió inclusivo hace rato –todo es un poco francés en le case, le familie, les amigues– y están seguros de que los vegetales van a reemplazar la carne, “la pregunta no es cómo, sino cuándo”, dejan claro.
Todo bien con esta generación movilizada, excepto por la belleza, por los espacios de libertad que no pelearon, pero recibieron como herencia. Porque la generación de estos muchachos no tiene problemas con el Big Data, reconozco que prefiero que me entierren agujas en los ojos antes de donar mi libertad a un Gran Hermano, pero ellos, no. Para ellos todo es una pregunta, una posibilidad de ser, “y si…”: ¿y si esa forma es efectivamente un remedio? ¿Y si, al igual que Corea o Japón, intensificamos la recolección de datos? El Estado sabrá dónde, cuándo y con quién estuviste, el Estado sabrá si vas a enfermar, te sacará de circulación si es que eres un peligro para la sociedad. Y viviremos siempre al límite de una guerra civil –no declarada por supuesto, porque el Estado y sus metralletas estarán ahí para evitarla–, y toda cercanía estará sujeta a ese tipo de control, severo, pulcro. Nada de relacionarse casualmente, no. Si planeas intimar el Estado sabrá decirte si ese es amigo o enemigo. Pienso con qué rapidez la lógica del emoticón, dedo arriba, dedo abajo, se integró en sus juicios. Entonces, la pregunta de Agamben tiene tanto sentido.
Por eso respondo apelando a la belleza, aunque suene cursi, porque la belleza existe, porque en cada uno de nosotros hay voluntad de ser y podemos imaginar otra manera que no sea la coercitiva. Podemos imaginar libertades, niños, niñas, adolescentes y jóvenes que quieran convertirse en adultos reales, esos que asumen responsabilidades y que saben, porque lo imaginaron, que las sociedades puedes ser espacios vinculares, de apoyos mutuos, de relaciones estrechas. Como dice Cheng, “la verdadera belleza es la que sigue el sentido de la Vía, entendiéndose que la Vía no es sino la marcha irresistible hacia la vida abierta, un principio de vida que mantiene abiertas todas sus promesas”.