Existe cierto pudor al admitir que apenas sabes leer, que te cuesta escribir. Que, a veces, te dicen algo y entiendes otra cosa, que son demasiadas palabras, que no pasa nada. No tienes mal carácter, pero no entiendes y te frustras y quieres golpear algo o a alguien porque, de alguna forma, quisieras expresarte, comprender, pero una nebulosa pesada, a ratos infranqueable, se apodera de tu mente y esas palabras saltan una detrás de otra, como olas, piensas, como el mar o el universo. En cualquier caso, un misterio enorme y te repliegas, porque temes confesar y decir: “no entiendo”.
Y la vergüenza se transforma en prejuicio y el prejuicio en resentimiento, como cuando vendes golosinas en la calle y miras hacia ese carro en donde va ese chico con una chica y te convences de que ellos lo tienen todo, incluyendo la felicidad que ha sido tan esquiva contigo, y no puedes apartar la mirada, como hipnotizado. Alguien te sorprende: “métete en tus asuntos”, te grita y volteas la cara, lleno de rabia, podrías matarlo, sabes que sí, pero en cambio, te vas contra ti mismo, imaginando que la vida detrás de ese auto es sencilla, que las penas se distribuyen malamente y que a ti te toca la peor parte. Sospechoso, amenazante, actúas como sí, y de pronto ya no quieres vender nada, no quieres llevar dinero a casa, quieres fumar o borrarte, desaparecer, porque nada te sacará del abismo. La fea baila contigo y esa chica del carro, esa calma imaginada detrás del sueño, no te corresponde, para ti son golpes, bocinazos y palos.
No leer, no escuchar, resentir, delinquir. Y corres en una rueda diminuta, más y más fuerte, áspera la garganta, vista hacia delante, ¿hacia dónde? ¡Qué importa! Un día igual al otro y al otro, la calle, el dinero que reúnes y que nunca es suficiente. Los fantasmas te persiguen y arrancas, quitas, rompes, estás seguro de que nada de ello te afecta ni cambiará tus circunstancias, que no existe nada que te saque de ese hoyo, porque vives preso de tu condición. Negro. Pobre. Te ves con esos ojos, los de otros, afuera, siempre afuera, desde esa etiqueta que estás seguro llevas colgada al cuello. La felicidad está en otra esquina, crees, en una ventana opuesta a la tuya.
Y entonces, un día cualquiera, escuchas un rumor que te desvela y te hace soñar: la comunidad que se ha formado alrededor de la biblioteca en el cementerio, se hace fuerte. Hago un paréntesis, querido lector, porque la primera vez que escuché hablar de Parelheiros me sorprendió esa dicotomía: biblioteca y cementerio. Libros y muertos. Palabras dichas, palabras olvidadas. Busqué en el mapa: ubicado en la zona sur de la capital, Parelheiros era una reserva natural poco poblada y en sí misma contenía casi toda el agua que necesita São Paulo y más. Sus predios producían buena parte de los alimentos que consume la gran capital y, sin embargo, el municipio reservaba para sus niñas, niños y jóvenes la casa del sepulturero. ¿No existía un espacio más apropiado? De oídas, supe que sí hubo, pero fue sustituido por una consulta médica, un dentista ocupó el lugar de los libros y, a falta de otro, trasladaron las estanterías al cementerio.
La historia alucinaba, sobre todo, porque eran jóvenes del barrio quienes se encargaban de administrarla. Jóvenes que entendieron la enorme brecha que genera la indigencia cultural. Jóvenes cuyos padres (muchos) lamentaron su llegada al mundo, “otra boca que alimentar”, “otro negro más para perpetuar la pobreza”. No es fácil romper ese círculo, menos si eres pequeño y nadie espera que hagas ninguna diferencia, pero los chicos y chicas de la comunidad que formó Caminos de lectura, la biblioteca en el cementerio, hoy no solo cuidan de sus hermanos y de los niños y niñas que la visitan, sino que hablan en grandes escenarios, los entrevistan en diarios y televisión para dar testimonio de aquello que vale la pena. Porque a veces, como dice Henri Bergson, el hombre es capaz de hacer algo tan bello como pueda hacerlo la naturaleza.
Y nuestro muchacho, que escuchó hablar de la biblioteca, pensó: ¿qué daño pueden hacerme los libros?, ¿qué pierdo si hay café, panes y fruta gratis? Muchas veces los cambios comienzan por una causalidad. Una cosa lleva a la otra y nuestro joven cruzó ese umbral, franqueó una puerta real y otra invisible, porque no se dio cuenta cuándo todos comenzaron a llamarlo por su nombre y se sentó en medio del círculo y escuchó declamar o cantar a algunos, oyó quejarse a otros, mientras algunas chicas se hacían trenzas diminutas a su lado y comprendió el significado de la palabra “abundante”, “comunidad” y entendió que las palabras también son esa convivencia de gestos, cantos y abrazos, y, por primera vez, sintió, como si viviera dentro suyo, la palabra “pertenecer”. Sensación hermosa, adictiva también. Y nuestro joven comenzó a visitar la pequeña casa del sepulturero todos los días, esa construcción separada en dos piezas repletas de estanterías, revisteros, libros, fotografías de escritores y escritoras, citas colgando de las murallas que recuerdan el poder aglutinador de la palabra, su capacidad transformadora, la lucha que otros dieron en la proximidad de la lengua. Y entendió algo o lo entendió todo.
“No me siento víctima de mi propia historia, más bien, espectador de una narrativa que construyeron para mí y mis semejantes, una narrativa sin intervenciones, cuestionamientos u otros rumbos posibles. Un relato armado en el subconsciente de una sociedad, preescrito para personas negras. Romper esa barrera es difícil”, dice Bruninho Souza, uno de los jóvenes que trabaja como mediador en Caminos de lectura, “la literatura me permitió ser la primera persona del singular, convertirme en protagonista de mi narrativa”. Al igual que el joven de nuestro relato, Bruninho muchas veces sintió rabia, “aún no me he ‘librado’ del resentimiento o la rabia, más bien, creo que la literatura me ayudó a enfocarla, transformarla en una ‘rabia comprometida’. Muchas de las grandes transformaciones en la historia de la humanidad sucedieron gracias a personas que sintieron algo que las incomodaba y comprometieron ese sentimiento hacia el cambio que querían realizar”.
Y en eso están, hace ya once años. Bel Santos (Beu, para todos los que llegan a Parelheiros), educadora, investigadora y una de las más activas coordinadoras de la biblioteca, quien ha ayudado a los jóvenes a gestionar apoyos y sociedades que les permita mantener y hacer crecer la comunidad, se emociona cada vez que escucha sus testimonios: “Aunque no conozcan los nombres de los personajes de esta saga, el mayor orgullo, once años después, es verlos hacer elecciones de vida, sin esperar que la vida les suceda. Escucharlos me conmueve”. Tanto, que no es extraño verla llorar sentada en medio de la audiencia cada vez que ellos se presentan públicamente. “En Parelheiros se ha reunido un grupo de jóvenes de altísima calidad humana, empeñados en ofrecer lo mejor para sus comunidades”. Son muchos los que llegan hasta la biblioteca del cementerio golpeados, furiosos, cuenta, “siempre que puedo acojo ese dolor y sus quejas, principalmente, cuando son individuales y no tienen nombre o dirección. Las personas que nutren rencor, rabia, a veces, ni siquiera saben su origen. No hay un foco, y atacan a cualquier persona, con o sin motivo. Entonces, si puedo, en el sentido de conseguir, ayudo a percibir que está atacando al enemigo equivocado”. Su mayor frustración, dice, es no haber conseguido atraer a la comunidad a algunos y algunas adolescentes vulnerables, nombres que recuerda con otro tipo de emoción: “Comparto mi derrota con el lector de este artículo, cada vez que perdemos niños y niñas por el camino, nuestra sociedad pierde. Pierde un Bruninho o una Kel.”
Kel es Ketlin Santos, también mediadora en Caminos de lectura, una joven convencida de que para conquistar la libertad, cada ser humano necesita reescribirse a su manera. Comprender, por ejemplo, que las palabras “negra”, “mujer”, “pobre” no son sinónimos de delincuencia o abuso. “Cuando leí a Ángela Davis entendí que mi color de piel era un problema para la sociedad; luego leí a Ana María Machado y supe que esa historia era antigua, que el cuerpo desde el que hablo es mío, pero otras lo tuvieron antes que mí. Comprendí lo que era racismo, machismo, homofobia, gordofobia y tantas fobias que hacen de este mundo un lugar violento, prejuicioso, racista”. Dice que su cuerpo no ha dejado de ser víctima, que sabe que para muchos sigue siendo simplemente una “chica negra” y que cada mujer negra nace con dos blancos, “uno que cree que mi cuerpo es un objeto manipulable y no merece respeto; y otro, que mi cuerpo es mi melanina, los racistas piensan que no tenemos derecho a la vida”. Por eso lee. Por eso hoy es capaz de entender el enorme salto que ha dado al asumir que tiene el derecho a escoger qué hacer con su vida, su cuerpo, su historia y ayudar a otras mujeres a decidir por sus cuerpos, sus vidas, sus historias.
El lugar desde donde se habla, en este pequeño y hermoso rincón de planeta, marca la pauta en las conversaciones, porque se habla o se calla, poderosas herramientas decir o callar y estos jóvenes apelan a ellas para afirmar su lucha, pero no están solos, hablan o callan en nombre de su comunidad. Una que los trasciende y les da sentido. “Cada vez que necesito ayuda, la pido, pues no se camina ni se vence solo”, dice Kel.
Hay frases que se repiten en Parelheiros, “cada uno de nosotros es en el mundo con los demás”, “vamos juntos”, “nadie queda atrás”. La comunidad del cementerio es esa que supo resignificar la palabra “muerte” y entender que para renacer es necesario morir a ciertas cosas. Y el cementerio, entonces, ya no fue un lugar de olvido, sino ese lugar en el que cada uno de ellos transita de una muerte simbólica a otra vida junto a los libros, a los testimonios de mujeres y hombres que escribieron apegados a sus ideas y emociones más profundas. De eso se trata la literatura, ¿no? Bel contesta: “cuando me reúno con las historias que escogí para leer, me siento ‘la diosa del tiempo y dos espacios’: soy yo quien decido si voy al pasado, avanzo al futuro o me quedo en el presente. Me siento ‘diosa de mi historia’ en el encuentro con otras historias parecidas a la mía o, por contradicción, por la diferencia. ¿Existe algo más humanizador que sentirse capar de ser y hacer lo que se desea?”.