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Cómo usar un libro para conquistar: claves para impresionar con estilo

Soledad Rodillo Por Soledad Rodillo

Aromos, almendros y magnolios florecen en la ciudad y se siente de a poco –como un rumor- la llegada de la primavera. Tardes de sol tibio, de paseos por los parques, de dedicatorias y de impresionar a otros con libros, autores o temas. Soledad Rodillo se confiesa ante nosotros e invita a sus amigos a...

Aromos, almendros y magnolios florecen en la ciudad y se siente de a poco –como un rumor- la llegada de la primavera. Tardes de sol tibio, de paseos por los parques, de dedicatorias y de impresionar a otros con libros, autores o temas. Soledad Rodillo se confiesa ante nosotros e invita a sus amigos a contar qué autores usan ellos para engrupir.

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La actriz Miriam Hopkins, en el rol de Becky Sharp (1935). Créditos: Movie Classics

¿Quién no ha usado un libro para conquistar? ¿O para conocer a alguien, para impresionar, para engrupir? Lo confieso: yo lo hice. Y ahora, de madurita, no me avergüenzo de reconocerlo. Yo mandé cartas, poemas, citas de escritores intercaladas con frases mías (eso fue bien, bien joven), pedí libros y presté libros (algunos incluso los entregué perfumados), leí lo que mis enamorados leían y, claro, también recomendé novelas pensando que el otro iba a hacer una especial conexión conmigo cuando acabara su lectura. Los resultados a veces fueron buenos, otras veces, desastrosos. Pero siempre me entretuve, y sobre todo leí un montón.

Me acuerdo que hace años alguien que me gustaba me dijo que yo le recordaba a Becky Sharp, la descarada protagonista de La feria de las vanidades (Rialp, 2001). Y yo, que no había leído la novela de Thackeray, pero sí me acordaba de esa estupenda frase que aparece en La señora Craddock, de Somerset Maugham (“Prefiero ser Becky Sharp y un monstruo de la perversidad que ser Amelia y un monstruo de la estupidez”), me puse a leer el libro de inmediato para descubrir indignada, una vez terminadas las 992 páginas del libro, que no tenía nada de Becky y sí mucho de Amelia Sedley, y que el que me había recomendado la novela no me conocía en lo absoluto.

Les pregunto a mis amigos, vía whatsapp, si han recurrido a la literatura para flirtear, y solo los valientes me contestan. Las respuestas son bien disímiles: una me dice que su hermano siempre usaba el bestseller de Ken Follet para sus conquistas, “y eso que ni siquiera se había terminado Los pilares de la Tierra”; otro me cuenta que aunque él no es “muy de Anagrama”, igual se ha echado al cuerpo varios McEwan y Auster para compartir con su pareja; otro amigo, gay y ondero, me confiesa que siempre recurre a Joan Didion y a Alan Hollinghurst a la hora de conquistar; una compañera del magíster recuerda que su marido español le hablaba de obras de teatro como Don Mendo y La Malquerida en sus primeras citas, y mi amiga Marcela Fuentealba, editora de Saposcat, me reconoce que sí recurre a la literatura para engrupir: “Siempre Beckett”.

Los diarios de Emilio RenziUna amiga coquetona me cuenta que hace unas semanas un conocido le mandó el poema Las manos negativas, de Marguerite Duras, y quedó “feliz como perro en camioneta como quince días”. No sé en qué terminará su flirteo pero me doy cuenta que está gozando y leyendo más que nunca. Y me acuerdo de ese pasaje de El diario de Emilio Renzi cuando Piglia recuerda como el amor lo llevó a la lectura. Es una anécdota larga, pero vale la pena leerla porque es muy buena. “Un tiempo después de aquel viaje al sur, a los dieciséis años, yo cortejaba, digamos así, dijo, a Elena, una bella muchacha, muchísimo más culta que yo, con la que cursaba el tercer año del Colegio Nacional de Adrogué. Una tarde veníamos por una calle arbolada junto a un muro pintado de celeste, que todavía veo con nitidez, y ella me preguntó qué estaba leyendo. Yo, que no había leído nada significativo desde la época del libro al revés, me acordé que había visto, en la vidriera de una librería, La Peste de Camus, otro libro de tapas azules, que acababa de aparecer. La Peste de Camus, le dije. ¿Me lo podés prestar?, dijo ella. Me acuerdo que compré el libro, lo arrugué un poco, lo leí en una noche y al día siguiente se lo llevé al colegio… Había descubierto la literatura no por el libro sino por esa forma afiebrada de leerlo ávidamente con la intención de decir algo a alguien sobre lo que había leído: pero ¿qué?… Eterna cuestión”.

CicatrizLeer para “decir algo a alguien sobre lo que he leído”. ¿Quién no lo ha hecho? El problema puede surgir cuando uno va más allá. En el verano leí una novela de la española Sara Mesa que ahora se me viene a la memoria: Cicatriz (Anagrama, 2015), sobre una joven –Sonia- que conoce a un chat literario a un tipo –Knut- que la empieza a cortejar con libros robados. En un principio, ella le pide un libro de Onetti, uno de Clarice Lispector y uno sobre interpretación de los sueños, pero él le manda 12 (algunos de El Corte Inglés, otros de Casa del Libro). Y empieza a mandarle más cada semana a medida que sabe más de ella: “Eres la única persona que conozco a la que considero mi igual en el terreno del intelecto, le dice. La única con la que me apetece compartir mis lecturas. Él asume el papel de guía literario y ella se deja conducir con complacencia”. Cuando los libros se empiezan a acumular en su casa, cientos de libros que no ha tenido tiempo de leer, Sonia se pregunta si es codicia “lo que está enganchándola” o quizás otro tipo de pulsión: “Hay algo de seductor en esa conquista paulatina –que gana cada vez más y más terreno- a través del regalo. Pero está confusa. En realidad no tiene especial interés por esos libros: tampoco siente una verdadera curiosidad por Knut. Lo que la atrae es sentirse destinataria de su atención”.

Porque claro, hay tanto de vanidad en juego en este tema. Y la literatura, como otras artes, también se usa para llamar la atención. ¿O soy la única que prestó libros con la esperanza de iniciar algo más? ¿O que leyó con voracidad el libro que ese alguien especial te había recomendado? Y vuelvo a pensar en el diario de Piglia y su acercamiento a la literatura: “Me lo podés prestar, me dijo Elena. No sé qué fue de ella después, pero si no me hubieran hecho esa pregunta, quién sabe qué habría sido de mí… Ya no hay destino, no hay oráculos, no es cierto que todo esté escrito en la vida pero, pienso a veces, si no hubiera leído ese libro, o mejor, si no lo hubiera visto en la vidriera, quizás no estaría aquí”.

 

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Soledad Rodillo

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Lectora empedernida, dedica su tiempo a escribir artículos culturales para diarios y revistas especializadas. Es colaboradora estable de nuestro blog.

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