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Columnas

Contra la verdad

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

Una nueva columna de Sara Bertrand presenta un escenario desolador: mientras los países de Europa han cerrado poco a poco sus fronteras, apostando miles de efectivos militares que impiden el paso, en Chile las fotografías de nuestros migrantes son la de hijos separados de sus padres, niños viviendo en chancheras a la espera de algo mejor. [Ilustración: Marcelo Parra]

El último curso que ofreció Michael Foucault en el Collège de France lo dedicó a hablar de parrhesía, que, traducido literal significa “decir todo” y, en palabras de Foucault, el coraje de la verdad. El hombre está enfermo, realmente enfermo y se ha visto obligado a suspender el curso un par de veces. Pero, además, habla en un salón con capacidad para trescientas personas, al que llegan cada miércoles cerca de quinientas. La situación lo complica y pide un cambio de horario, pasa de las siete de la tarde a las nueve de la mañana, quizás, me imagino que piensa, de esa forma podrá hablar con propiedad (aunque siempre hable con ese aplomo) y hacer el tipo de clase que le gusta: una conversación e intercambio de preguntas y respuestas con su público auditor. Es inútil, el cambio de horario no desmotiva a la caravana de personas que se dirige al salón semanalmente y se aprietan unos con otros, sentados en las escaleras o colgados de las barandas con tal de escucharlo. Por eso se queja: “Advierto que el cambio no resolvió el problema de la cantidad de asientos. ¿La otra sala no está abierta? ¿Han preguntado? ¿Les han dado una respuesta categórica?”. A los presentes, claro está, les importa poco esas “condicionales materiales desastrosas”, como él llama a ese escenario y se apuran en entrar, apretujando para poner sus grabadoras sobre la mesa, registrar cada uno de sus movimientos, sus palabras.

Foucault habla acerca de la verdad. La anécdota, que podría quedar ahí, un profesor moribundo que dedica sus últimos días para referirse al coraje de la verdad, adquiere dimensión de oráculo a la luz del escenario mundial. ¿Quién podría imaginar que el siglo XX –ese siglo asesino y aterrador, que generó dos guerras mundiales, dos intentos de aniquilación de un pueblo a otro pueblo (turcos a los armenios y alemanes a los judíos); además de un sinfín de otras guerras, guerrillas y revoluciones, dando origen a una literatura testimonial y de exilio capaz de electrificar cada uno de los pelos de la piel (pienso, por ejemplo, en Anna Ajmátova)–, daría paso a uno hipócrita y tramposo? O un poco más atrás, ¿quién podría aventurar que los principios de la libertad, igualdad y fraternidad que se alzaron en el siglo anterior, en esa revolución de las revoluciones que guillotinó al rey, terminarían sonando huecos, carentes de sentido, exentos de verdad? ¿Guillotinaron al rey en vano? El mapa mundial supone que sí.

El escenario es desolador: los países de Europa han cerrado poco a poco sus fronteras, apostando miles de efectivos militares que impidan el paso. Es fuerte ver tanques y hombrecitos armados hasta los dientes para detener a una madre o a sus hijos. Es fuerte verlos recorriendo el corredor entre fronteras como si la amenaza fuera la de una plaga mortífera que asesinará a una población completa en segundos. En “América”, como le gusta al imperio hablar sobre sí mismo (aunque ocupen solo el norte), este continente desigual, el panorama no es mejor. A los refugiados los llamamos “migrantes”. Sin más. Y los migrantes tienen derechos. Pero con esa denominación que no tiene nada de parrhesía, sino de eufemismo mala leche, queremos dejar claro que aquel que migra no tiene los mismos derechos que el que busca refugio. Que cualquiera puede migrar, pero el país donde llega se reserva el derecho a expulsarlos indiscriminadamente.

En Chile las excusas han sido tristes, precisamente, por su falta de verdad. Así, amparados en la letra chica, las fotografías de nuestros migrantes son la de hijos separados de sus padres, niños viviendo en chancheras, cubículos similares a los zoológicos pero repletos de niños llorosos que claman a gritos por su mamá o papá. O ya, apiñados en cuartos diminutos a la espera de algo mejor, de esas promesas que nunca se cumplieron, de que esa señorita que responde con la misma sonrisa siempre, alguna vez, les diga la verdad (sin culpar a la señorita, por favor, que ella está ahí de mensajera). “Me dijeron que en América creían en la libertad”, dijo uno por televisión.

Parrhesía. Decirlo todo, coraje para la verdad. Los latinos hemos demostrado que nuestro clasismo y falta de empatía es de la misma especie de esos que comandan las expediciones en el mar Mediterráneo. Porque claro, cualquiera puede manejar una balsa y con un flotador llegar al otro extremo, por eso se organizan escuadrones para recibirlos con una bofetada: los registran, vacunan, les ofrecen un plato de comida y un tazón de leche y de vuelta para la casa, por el mismo camino que vinieron. A veces, la caravana camina por un desierto, una frontera que tiene reja de alambre, no parece tan difícil cruzar y hacen prisión, cuerpo contra cuerpo, gritos, caos, son varios miles de caminantes que empujan, saltan, cruzan.

“Lo veremos precisamente en Sócrates, ha recibido la función de interpelar a los hombres, tomarlos por el brazo, hacerles preguntas”, dice Foucault en ese último curso que dictará hasta su muerte, ocurrida pocos meses después, en junio de 1984. Sócrates, el paladín de la verdad, cuyo principio “conócete a ti mismo” valía decir reconoce tus límites, dibuja tus contornos, identifica tu herencia, no proclames ni pretendas sino actúa verazmente, terminó sus días bebiendo cicuta. En otras palabras, su lealtad con la verdad fue hasta la muerte.

Y aquí estamos nosotros, voceros de una forma de libertad y progreso que no tiene nada de parrhesía. La hemos olvidado. No sabemos para qué sirve, nadie tiene el coraje de decir la verdad y cerramos las fronteras con una sonrisa en la cara. Lejos de ahí (quién sabe dónde) alguien decidió que no, pero no lo dice. Claro, sería una falta contra el sistema, contra ese amor desmesurado por una libertad que no nos interesa. Hacemos como si, claro. Y mentimos. Es tan popular la mentira que hemos acuñado el término “posverdad” y no nos atrevemos a confirmar lo que no está comprobado. Miente Karadima, miente Errázuriz, miente Trump, miente Europa y sus fronteras, miente Bolsonaro, miente Maduro. La lista es larga, ¿sigo?

Nada parece verdad, pero aquí, ahora, en la frontera o en la soledad de una casa, lejos o cerca, hablamos acerca de personas. Hablamos acerca de esos seres humanos que tiempo atrás tenían el coraje de decir la verdad. Eso no debiéramos olvidarlo. Parrhesía.

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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