El día que se desató el incendio en la Amazonia, una nube negra se apoderó del atardecer en São Paulo. Más tarde, llovió oscuro, agua color sangre, color herida profunda, aunque no todos estaban despiertos a esa hora ni sabían las razones de ese extraño cielo recortado por edificios y carbón. Al día siguiente, sí, la noticia ardía en las redes sociales causando indignación y un estado de shock difícil describir. Miles de kilómetros de tierra quemándose impunemente: maltratado y maltratador en la intemperie. Se incendiaba parte del patrimonio natural de la humanidad y no había cordones humanos apostados en la línea del fuego ni quien aplacara el llanto desconsolado de las tribus que habitan esa reserva de biodiversidad. Nada. La respuesta en los medios, en cambio, era mezquina y mentirosa, ofensiva incluso, porque el presidente Jair Bolsonaro desmentía lo que ocurría, acusaba a movimientos verdes y veganos de falsear noticias, inculpando a organismos internacionales de prestar voz y voto a causas innecesarias.
La mentira, a veces, es tan feroz como el silencio.
Siento que me va a venir algo.
La que habla es una activista de la causa indígena, que trabaja desde hace más de veinticinco años por los derechos de los pueblos que habitan en la Amazonia.
Estoy cayendo en una depresión de la que no sé si podré salir.
Y me pregunto, realmente, ¿de qué sirvieron todos estos años?
El mensaje no llegó, se perdió en alguna parte.
Habla de la defensa de las tierras indígenas, esa selva a la que tienen derecho patrimonial, pero que pocos gobiernos han reconocido y por la que han tenido que luchar, muchas veces, apostando sus propias vidas. Mientras escucho su reclamo, su desconsuelo, vuelve el recuerdo del trabajo que hizo la fotógrafa Claudia Andujar, para quien ella colaboró, y que resultó primordial en la creación de la comisión del Parque Yanomami en 1978. Reserva de uno de los pueblos indígenas más numerosos de América del Sur, este parque ha sido amenazado por quemas indiscriminadas, buscadores de oro y empresas mineras que, durante décadas y sin importar los derechos ganados, han extraído ilegalmente las riquezas que guardan estas tierras. Las imágenes del holocausto Yanomami, muertos por intoxicación con mercurio, enfermedades venéreas o ya derechamente asesinados, son difíciles de olvidar. No obstante, ahora, reaparecen como fantasmas de una época oscura pero no tan lejana, pues el congreso brasileño está debatiendo una ley que, de aprobarse, permitiría la minería a gran escala en territorios indígenas. Así las cosas, es imposible pensar que los incendios son casuales, que no existen intereses asociados por despejar grandes hectáreas de esa flora y fauna tupida y exuberante.
Muchos activistas, como la que conversa conmigo, han recibido amenazas de esa forma cobarde que tiene una llamada en la mitad de la noche o una persona que se acerca en el supermercado o en medio de la calle para transmitir un recado: “no te metas, deja que las cosas sigan su curso”. En este caso particular, que el fuego devore lo que tenga que devorar. Entonces la frase de Alberto Manguel –“no hay nada más funcional que el capitalismo, excepto, las células cancerígenas”–, resulta un triste oráculo de nuestro siglo. Porque el cáncer, en este caso, es nuestra especie, que llegó tarde a la repartición de las tierras porque no estuvo cuando nuestro planeta estaba en formación y todo era caos de piedras, gases y lava. Cuando las capas tectónicas se acomodaron, las aguas se separaron de la tierra y en una cosmogonía absurdamente frágil, se originó la vida, el oxígeno. Miles de millones de años después –y hablamos de un montón de tiempo en que la Tierra trabajó mancomunadamente para ser ese paraíso terrenal del que nos jactamos–, apareció nuestra especie. Una de las tantas, habría que subrayar, pero dada la manera en que trabajaba su cerebro y la necesidad de relatar sus días y resguardar la memoria, se posicionó como animal dominante.
Con el tiempo, la posibilidad de narrarnos dio paso a una conversación más sofisticada, pero cierta: el misterio de la vida y el milagro de casualidades que le dio origen. Las explicaciones de estos eventos azarosos se contaron en torno al fuego, podemos imaginar: ancianos, hombres, mujeres y niños reunidos para escuchar sobre fenómenos naturales, puestas de sol, cambios de estaciones y un sinfín de historias que forman parte de nuestras primeras manifestaciones literarias. Siempre en un tono reverencial, con ese respeto que merecen las cosas que están más allá de nuestro entendimiento. Y entonces, paralelo a la narración de los días, surge el relato místico, religioso, que intentó explicar lo sagrado, ese origen, el caos.
Pero, en una línea que resulta imposible detallar aquí por razones de espacio, la humanidad sofisticó su narrativa, se olvidó del fuego y del misterio, como advierte el filósofo Giorgio Agamben; mató la idea de Dios y en un pimpampum se sintió amo y señor de todo lo conocido. Perdonen varones que lo ponga en masculino, pero la responsabilidad de esta barbarie les corresponde en un alto porcentaje a ustedes, machos alfa. Por supuesto que el movimiento de la lengua no estuvo libre del cuerpo, espada, sables, manotazos y puntapiés que se dieron unos contra otros, todos contra todos. Era necesario demarcar territorios, resguardar fronteras y señalar: mío. Ahora, sentirse dueño de una porción del planeta (o de su conjunto) es de una soberbia infinita, si lo vemos con la perspectiva que nos da la ciencia hoy.
Sin embargo, en los albores de nuestra especie, se inscribió esa necesidad de apropiación y quedó en nuestro imaginario como un eco, pues seguimos peleando territorios, aun cuando la tecnología satelital que nos permitió imaginar y proyectar, nos demostró que la Tierra desconoce fronteras; que los vientos del desierto de Sahara fertilizan la selva amazónica y que ese mar que cada país se apura en denominar “territorial”, no solo es el escenario de una vida que desconocemos mayoritariamente, sino que buena parte de su fauna –ballenas, delfines, cormoranes, por nombrar algunos–, va de un lado a otro y que mientras crían en aguas tibias, pasan el resto del año en aguas heladas. La cordura y sensatez que demuestran en sus relaciones interespecies, aunque nos resulten incomprensibles, son de un nivel de civilización envidiable.
Y aquí estamos nosotros, incendiando la Amazonia, quemando África en miles de focos, recalentando el planeta por todos lados. Se suponía que éramos la especie inteligente, la que cultivó la tierra, domesticó animales, inventó la rueda y se abrió paso en medio de esa naturaleza indómita. Es fácil imaginar nuestra fiebre, la soberbia. Lo incomprensible es atentar contra nuestra casa. Pensemos un segundo, ¿quién le prendería fuego a la suya?, porque eso es lo que estamos haciendo con la misma tecnología que nos permitió llegar al espacio y llevó a Bowie a cantar Planet Earth is blue and there’s nothing I can do; la misma que nos ayudó a descubrir cadenas de ADN; combatir enfermedades; entender algo del cuerpo humano; ideó el sonar fish finder que permite la pesca masiva (indiscriminada, casi siempre); las sondas para explotar yacimientos mineros, secando ríos y matando valles, como ocurrió en Copiapó –de ese vergel en medio del desierto hoy no queda más que polvo y un montón de suburbios que se construyeron en el lecho del antiguo río–. Y así vamos aniquilando paisajes sin preguntarnos si quiera por el significado que tiene para cada uno de nosotros la palabra aniquilación, porque somos adictos a ella.
Hace un par de años José Mujica, expresidente de Uruguay, se preguntó “¿progreso, para qué?”. Me parece que esa es una cuestión urgente. Porque en todo este recorrido, la humanidad no se ha detenido seriamente a pensar como especie qué tipo de seres humanos queremos ser ni cuál debiera ser nuestra relación con el planeta. Entonces, ¿cuál es la inteligencia de la que hacemos alarde? Si seguimos perpetuando el ritual de la tribu, repeliendo al otro, al diferente, a ese que llega de otras tierras, maquinando estrategias para nuevas conquistas, ¿de qué sirvió alcanzar esa aldea global que imaginó McLuhan en 1968?
Me acuerdo que tenía diez años cuando supe que los budistas amaban a los seres vivos, incluyendo, por supuesto, a las hormigas (con las que he tenido mis propias batallas de exterminio) y me reí mucho, me pareció divertido que cualquier chanchito de tierra pudiera ser mi tataratatarabuelo. Hoy, creo que es una forma razonable de relacionarse, al menos, un buen punto de partida, sentir que ese otro, el distinto, animal o persona, ser vivo finalmente, merece el respeto de un familiar, un antepasado. Porque hay belleza en cada raza, cada especie y se trata de mirar cómo lo hacen los peces o las hojas o los pájaros, ponerse en los ojos de otro, entender la vida desde ahí. Pensar en la palabra gratuidad, pertenencia y apropiación considerando que nuestro planeta realmente no nos necesita, que cualquier día choca contra nosotros un meteorito y sanseacabó, extinguidos como dinosaurios. Entonces, les pregunto, ¿cómo les gustaría ser recordados?