En esta ocasión, nuestra colaboradora, la premiada escritora Sara Bertrand en vez de su habitual columna, decidió invitarnos a leer un cuento, celebrando el espíritu algo perdido de estas fiestas de compartir en familia y junto a nuestros seres queridos. Un relato que invita a detenernos y a disfrutar. Ideal para descargar y leer con otros, ojalá en un patio o una plaza cercana, siempre bajo el ancho cielo.
–Se ha perdido la expectación –dijo el chico en medio de la plaza y la gente que andaba por ahí, se detuvo pronunciando “oh”.
Hubo cierto pánico, digo cierto porque fue moderado, las madres taparon los oídos a sus hijos para que no tuvieran que escuchar esa desgracia; los ancianos dejaron caer sus bastones, acaso decididos a rendirse y la señora Moni, todos conocían el humor de la señora Moni, por eso no les extrañó que bajara de un solo movimiento la persiana de la verdulería.
–No abriré hasta que vuelva –gritó y las mujeres quedaron con sus carros de verduras en medio de la calle mirando hacia la nada.
A veces, todo se confunde.
El alcalde, a quien la noticia lo pilló en el barbero, se limpió la crema de afeitar para salir corriendo hacia la plaza, no quería perder la oportunidad de hablar, ofrecer su discurso. Desde pequeño le gustaba subirse al cajón de tomates, afinar su voz y lanzar palabras y ruidos. Lo vieron aparecer con ese afán y una toalla húmeda bailándole en el cuello.
–Ejem, querido pueblo, tengo que contarles algo: hoy se ha perdido la expectación.
La noticia en voz del alcalde –hay que decirlo– era aterradora. Hubo gritos, mujeres desmayadas en medio de la multitud, hombres tomándose la cabeza a dos manos, niños perdidos, porque para cuando el alcalde subió al podio, se había reunido un gran lote en la plaza.
–Como ustedes comprenderán –continuó el edil– no podremos avanzar sin ella, hago un llamado enérgico, a todos quienes quieran sumarse a la búsqueda.
Los hombres lanzaron un grito de guerra, quizás, por esa costumbre atávica de defender lo que tengan que defender sin detenerse a pensar. Hicieron sonar zapatos, palas y dientes. El alcalde podía contar con ellos. Las mujeres se reunieron en grupos, necesitaban la expectación a diario, pero, pensaron en los niños, la merienda, ollas al fuego y otros quehaceres que daban vida al pueblo. Se organizaron. Unas, quedaron a cargo de las tareas y otras, se pusieron en marcha. Los niños que no estaban perdidos, tumbados en el pavimento, habían comenzado un juego que amenazaba continuar todo el día, solo dos levantaron sus manos.
El alcalde habló:
–Gracias, compatriotas, no esperaba nada menos de ustedes –y dicho esto, gritó: – ¡a la expectación!
Como si se hubiese puesto de acuerdo, el sol salió corriendo hacia lo alto.
Los niños recibieron una manzana y una botella de agua. Debían revisar el llano, pero como el sol había salido, les pareció que morirían de calor antes de encontrar nada, así es que se dirigieron al cerro. Iban conversando, como conversan los niños, cuestiones de suma urgencia:
–Yo me imagino que existen fantasmas, ¿crees en los fantasmas?
– Yo me imagino que tengo alas y salgo volando.
– Los humanos no vuelan.
– Con alas a propulsión a chorro, sí.
– Nadie tiene alas de propulsión a chorro, excepto Batman.
– Cualquiera podría hacerse las alas de Batman.
– No, no cualquiera, tendrías que hackear su computadora.
La expectación, que los oía a lo lejos, sentía curiosidad, en todos sus años de vida, nunca había pensado acerca de alas y fantasmas.
– Los fantasmas no necesitan alas de propulsión a chorro. Aparecen y desaparecen.
– Pero solo pueden aparecer en la oscuridad, no tienen poderes para el día.
– Eso no es verdad, pueden aparecer y desaparecer en el día también.
– ¿Lo has visto?
Pensó que, si se disfrazaba, quizás, pasaría inadvertida.
Buscó nombres que nadie recordara. Una fotografía archivada en repisas subterráneas y puso el corazón vuelto a la luz del día.
– En casa de mi abuela, se mueve la silla del corredor todas las tardes.
– Bah, eso es a causa del viento.
– Mi abuela dice que es el abuelo. Siempre se mecía a la misma hora de la tarde.
Los niños se detuvieron. Delante de ellos, estaba disfrazada la expectación. Por eso, pensaron que era una niña cualquiera.
– ¿Quién eres? –preguntó el que creía en fantasmas.
El otro lo reprendió:
– La has asustado, debe andar perdida –y dirigiéndose a la expectación: – ¿estás perdida?
La expectación se quedó pensando, quería ser muy cuidadosa, sobre todo, no levantar sospechas.
Dijo:
– No, estoy dando un paseo.
– ¿Tan lejos? Te podrías perder.
– Ustedes no se han perdido.
Los chicos se miraron. La niña tenía razón.
– Andamos buscando a la expectación, ¿quieres venir con nosotros?
Una piedra se echó a rodar cerro abajo con su camino de polvo y paja.
– ¿Cómo es la expectación? –preguntó la expectación.
– Ah, eso depende de cada quien –dijo el chico que creía en fantasmas.
– ¿Cómo así?
– Claro –dijo el de las alas de Batman– uno puede tener una expectación pequeña y otros, una muy muy grande.
La expectación estaba confundida, siempre había pensado que ella era una sola.
– Entonces, ¿cómo piensan encontrarla? No parece sencillo.
– No y sí –dijo el de los fantasmas.
– Por ejemplo –dijo el otro– te pones a buscar tu juguete preferido y por muy perdido que esté, si está en tu casa, lo vas a encontrar. Eso lo sabes.
La expectación pareció conforme.
La piedra seguía cerro abajo cuando la expectación preguntó:
– ¿Por qué se perdió?
Los niños se encogieron de hombros. No lo sabían.
El de las alas de Batman ensayó una explicación:
– A veces, piensas que nunca va a llegar tu cumpleaños y llega. Siempre llega –dijo.
– ¿Lo esperas? –quiso saber la expectación.
– Demasiado, además, por mucho que pidas, nunca sabes qué te va a llegar.
– Sí, el año pasado, me regalaron unos calcetines –dijo el de los fantasmas y dio una patada en el suelo.
Fueron a sentarse bajo un árbol. Los niños compartieron con la expectación el agua y las manzanas. Comieron. Salir de cuando en cuando, parecía buenísima idea, pensó la expectación.
– ¿Pueden vivir sin ella? –preguntó la expectación disfrazada de niña.
Los niños se miraron.
– No lo creo –dijo el de los fantasmas, después de todo, él esperaba encontrarse con alguno alguna vez.
– No, no se puede. Imposible –dijo el de las alas de Batman y pensó en la playa, la nieve, la Cordillera de los Andes.
El árbol se hizo más grande y frondoso. Los niños permanecieron de espaldas mirando el cielo.
La piedra había llegado al suelo con minúsculo movimiento.
La ciudad se hizo pedregosa, se abrieron miles de caminos.
El de los fantasmas, comenzó a dibujar animales en el aire: perro, zorro, gallo.
– Cuando grande voy a ser veterinario –dijo.
– Y yo, dueño de un restaurante.
La expectación, que miraba correr a los animales en el descampado, esperando turno para ser atendidos, dijo:
– Cuando sea grande voy a ver bien las cosas –y se echó a reír.
Durmieron siesta bajo el árbol.
Cuando la piedra comenzó a subir el cerro, retoman el camino.
– No andará lejos la expectación –dice el de los fantasmas, preocupado porque siente un cansancio brutal.
La niña, en cambio, salta alrededor de ellos, tralalí, lalalá.
– No, ¿ves esa huella que lleva a la cima? Cuando lleguemos ahí, veremos todo el valle y la encontraremos en un dos por tres.
Tralalí, lalalá.
Pero la cima no es una cima, hay otra más arriba y más allá y otra más, otra más.
Tralalí, lalalá.
Comen lo que encuentran. A veces, bailan bajo la luna.
Y siguen.
Cuando vuelven, la ciudad es tan grande que no reconocen ni la plaza. Hay un cine donde antes era la mitad de nada. Un enjambre de cañerías corre por todas partes. Una calle cualquiera lleva a otras plazas, muchas casas y otros parques. Y las calles se cruzan y dividen, se bifurcan y compactan. En la verdulería de la señora Moni hay un supermercado que vende frutas, pan y bicicletas. Nadie se detiene, las puertas y ventanas no se abren para cualquiera.
No saben a quién preguntar por la expectación, tampoco recuerdan dónde la perdieron. El alcalde rara vez aparece por la calle.
Se sientan en un banco cualquiera. Uno de ellos, no se sabe si el de los fantasmas o Batman, porque han cambiado mucho, dice:
– Hoy se perdió la expectación.
Y ríen, por la vida que llevaron, por sus recuerdos. Sobre todo, eso: la lluvia de matices que cae sobre ellos.