Me contó que el muerto llegó nadando en medio de la oscuridad de una noche sin luna; obedeciendo al mar, palmo a palmo, se acercó a la orilla. Estábamos en su terraza, nuevamente era noche sin luna y el agua de la bahía parecía una boca oscura de la tierra.
Dijo que tardaron en arrimarlo a suelo firme, que los perros por más que los llamaron permanecieron velando desde el cerro, que no se animaron a bajar, dijo; que llegó la guardia costera con horas de retraso, cuando ya era de día y el muerto se encontraba boca abajo en la arena. Lo alcanzaron con una cuerda que ajustaron a su cintura, que no se atrevieron a tensarla porque el muerto era como gelatina y tuvieron miedo de atravesarle la piel y arrancarle los tejidos. Que su color era inquietante, la muestra misma del horror, una mezcla pálida, inerte y violácea. Que hasta que llegó la guardia costera no hubo olor en la playa, salvo el mismo que arroja el mar. El mismo que queda impregnado en la ropa como recuerdo húmedo e intenso, pero el muerto no olía especialmente, nada a carne podrida ni rostizada.
¡Vaya muerto que no huele!, dijo alguien al lado suyo y no supo qué pensar, dijo, porque de él solo veía el lomo de su espalda y una piernas como trapo. Que en algún minuto comenzaron a arrojar piedras al mar como protesta u homenaje –no lo recuerda, tampoco importa, dijo– por ese hombre sin nombre. Que alguno lloró, no recuerda quién, quizás fuiste tú, pregunté, pero la noche era tan callada que me arrepentí de inmediato. No, dijo él. No fui yo. Que sí, en cambio, sintió que la vida se le iba a los pies cuando tuvieron que darlo vueltas: que sus ojos eran dos cuencas vacías, que la oscuridad más feroz estaba entre sus brazos, como si una ballena le hubiese pellizcado las axilas. Que los hombres lo subieron a la camilla, que los perros parecieron despertar de una pesadilla, que corrieron hasta la playa para ladrar con el hocico justo sobre la arena. Que la camilla la subieron a la lancha y que encendieron los motores y se largaron a tal velocidad como si el diablo los persiguiera, que pronto la barcaza fue una estela solitaria rumbo a la nada. Que para él, todo cambió desde entonces, que el muerto no se fue como él suponía, que no fue cosa de un tiempo para olvidarlo. Que se quedó adherido a su epidermis como la lepra. Que no bastó con abandonar la reserva. Que no fue suficiente conocer el amor y el encanto. Que la muerte había hecho entrada y lo sorprendía detrás de la puerta. En otras palabras, que tenía miedo. Miedo de verdad.
Quedamos en silencio mucho rato, como digo, nos envolvía una noche sin luna. Una noche de fantasmas escondidos detrás de matorrales, una noche muda de mar silencioso. Mucho después volví a encontrármelo y me contó que preparaba sus cosas para regresar a la reserva. ¿Cómo es posible?, ¿volverás a las entrañas del horror?, le pregunté. La selva lo llamaba, eso dijo. Un canto permanente, una necesidad imperiosa: no soy de ciudad, no sé vivir entre edificios y tanta gente, dijo.
Y entonces, pensé en el gato de Lihn, que no era de Lihn sino del poeta Rigas Kappatos avecindado en Nueva York, y a quien Enrique Lihn le dedicó un hermoso poema después de permanecer un tiempo allá, con el poeta y el gato. Athinulis, que así se llamaba el gato, no conocía de la Gran Manzana más que el espacioso departamento de Kappatos: sus chalecos, sofás, libros, que insistentemente raspaba con las pocas uñas que le quedaban, y el espejo en donde cada mañana encontraba el reflejo de sí mismo, como una copia inerte de su animalidad. Según Lihn, era un gato educado en el extraordinario arte del silencio, además de perfeccionar la costumbre de humanizarse de tal manera que gato y amo se parecían muchísimo. El problema de Athinulis, su desanimalización, por decirlo de alguna manera, era la incapacidad de saltar de la lucha al coito, del vagabundeo a la caza, en otras palabras, de ser un gato, como reflexiona Lihn. Los animales necesitamos de nuestros pares para completarnos, la muerte y la vida no tendrían la misma luz si no la compartiéramos, no nos acompañáramos, es decir, si no nos iluminara la experiencia de otros.
El rincón que ofrece la literatura, finalmente, tiene ese sentido. Un autor diciéndote al oído, como un buen amigo: dale, vamos hacia delante. Me hubiese gustado decírselo a mi amigo que ahora andará perdido en Chile insular. Decirle que, como escribiera el cuentista Julio Ramón Ribeyro: la única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando la flecha hacia el futuro.