Un octubre histórico en Chile nos condujo al ritmo vertiginoso del estallido social, tomándose las calles, monopolizando los debates públicos y privados, inundando las redes sociales y medios de comunicación y, sobretodo, anclando dudas, demandas y consignas en nuestros pensamientos. De la alegría, al miedo, a la tristeza, al cansancio, a la rabia, a la esperanza, un torbellino emocional en el que brilla una consigna indiscutible: Chile despertó y es responsabilidad de cada uno seguir con los ojos bien abiertos.
En medio de esta renovada lucidez ha sido reiterado el término desobediencia civil, una consigna que clama rebeldía, pero que más allá de lo evidente nos habla de principios, autonomía y valentía. En 1849 el escritor y filósofo estadounidense Henry D. Thoreau publicaba la conferencia que acuñaba esta frase y sería inspiración para las recordadas luchas pacifistas de Mahatma Gandhi y Martin Luther King. Afirmando que “lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia”, incitaba a poner en práctica un principio que pone nuestra conciencia y nuestro lugar como seres humanos por sobre el rol de ciudadano que responde a un Estado determinado.
Creo importante tomar nota de los textos de Thoreau no porque Desobediencia civil parezca un concepto adecuado para describir estos tiempos de demandas colectivas que han movilizado a millones de personas en el país, sino por al contrario, porque el autor habla desde lo individual: “hay muy poca virtud en la acción de las masas”, afirma. Acogiendo esta cita, no busco desacreditar lo bello y poderoso del trabajo en conjunto, sino recordar que ese conjunto es el resultado de la acción en la que contribuye cada individuo: “Una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad con conciencia”.
La proclama que nos dejó el autor de Walden (1854) nos insta a no dejar al azar o al poder de la mayoría lo que nos parece justo, no ser indiferentes, ni esperar que una situación que nos contraria moral o ideológicamente se resuelva cuando “todos” estén de acuerdo en resolverla. Una revolución puede partir de un solo hombre o mujer, en la medida que avance desde la intención a la acción, sin olvidar nunca que en esta misión no se hará el daño que uno mismo condena. “Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo todo no es necesario que haga algo mal”, asegura en su discurso. ¿Cuánto cambiaría la sociedad si desde todas las esferas de poder la gente se arriesgara a actuar acorde a lo que realmente es correcto en un sentido moral y no en base a lo que la ley ordena o perpetúa?
La desobediencia civil no es sencillamente desacatar las leyes estipuladas por un gobierno como forma de protesta popular –ese es el resultado visible, no el objetivo–. La desobediencia civil es la acción consciente de poner tus propios principios por sobre lo que dictamina la autoridad de turno, por ende, es también un ejercicio de autonomía, es el resultado de una libertad de pensamiento que no se verá coaccionada ante una ley injusta.
Parafraseo a Henry Thoreau, aunque en esta ocasión me valgo de Una vida sin principios, otro discurso del cual también me parece oportuno tomar apunte y hacer eco de sus preguntas: ¿Qué sentido tiene nacer libres y no vivir libres? ¿Cuál es el valor de una libertad política sino el de hacer posible la libertad moral? Así mismo parecen cuestionarlo todos aquellos que hoy cantan, gritan, discuten o argumentan por demandas sociales en cada escenario desde el cual puedan posicionarse: en las calles, en los cabildos, en las instituciones. Rebelarse ante un orden injusto es también reconquistar la propia libertad, aquella que va más allá de los límites físicos, la libertad de pensar y soñar: es desde aquella en la que un ser humano puede construirse a sí mismo, y de la cual puede nacer una sociedad más sana y menos desigual; para Thoreau un hombre libre jamás creerá que es aquello que no es.
Aunque sus ensayos nos pueden servir de punto de partida para repensar distintas situaciones –desde una búsqueda introspectiva en contacto con la naturaleza, hasta una lucha social en tensión con el Estado– creo que en esta oportunidad es particularmente útil una pausa lectora en las páginas de Desobediencia civil para recordar la génesis moral de cada acto de rebeldía contra el orden establecido, una que debe tener una responsabilidad individual de la cual ser consientes, ya que sólo desde ese fuero personal es que podemos reconocer el valor de un acto justo en su raíz más humana, y hacer patente la injusticia que también entraña la indiferencia. En palabras de Thoreau: “La acción que surge de los principios, de la percepción y la realización de lo justo, cambia las cosas y las relaciones, es esencialmente revolucionaria”. Y es desde el rostro más humano de la justicia social donde las ideas de Henry Thoreau nos invitan a contribuir a la construcción de un Estado que respete al individuo, que cuide su libertad y reconozca que es desde él del cual deriva su propia autoridad, no a la inversa.