A unas cuadras de mi casa hay una peluquería de esas que se instalan en casas estilo francés y que atienden a ventanas cerradas. Afuera, una línea continua de autos grises metálicos con esas jetas respingadas y señoriales, esperan por sus dueñas; más de una vez, he visto salir por las puertas de esa mazmorra a un par de damas con sus cabellos vueltos copetes enlacados. Mujeres que podrían estar en un cuadro de Toulouse-Lautrec o en una película de Almodóvar, y que fuman unos cigarros largos, pienso en esos petardos fuertes, como Gauloise o algo por el estilo, tan atractivas en su estridencia que me las quedo mirando como si fueran ovnis.
El loco del barrio tiene la manía de dormir la siesta arriba de alguno de esos capós, incluso, una vez, lo pillé leyendo un libro. No sé qué me impresionó más, si el hecho de que el loco leyera un libro –como lo hacía, de hecho– o imaginar lo que iba a decir la dama en cuestión cuando viera su capó abollado por el peso su cuerpazo. No me quedé para ver, pues cada vez que me lo topo, intento pasar desapercibida. Yo sé que él no recuerda cuando tocó el timbre de mi casa para pedirme plata y me gritó enfurecido una sarta de garabatos de alto calibre cuando en cambio le ofrecí manzanas.
El otro día, nada más, iba camino a la farmacia cuando me lo encontré en su rincón secreto, porque tiene un buzón que le sirve de armario; rauda, agaché la cabeza y continúe disimulando la curiosidad que me provoca sus cachureos: peineta, sachets de azúcar y jabones, libros, entre otras curiosidades. Se cuenta por acá que una vez al mes, religiosamente, su padre pasa por los negocios y paga la cuenta, porque él entra a un café y pide que le den, ¿qué café quieres?, le preguntó el otro día una chica nueva del café de la esquina. El loco se quedó helado, intranquilo, como si fuera incapaz de procesar la respuesta. Eso no es bueno, porque desata su furia a gritos. El encargado salió al paso y le dio un café cualquiera, quizás, el que había pedido yo o el de la señora que iba detrás de mí en la fila. No importa, lo primero es no alterar ese tiempo continuo en el que vive, en donde el barrio, todo entero, es su propia casa; los negocios, su despensa y las calles, los pasillos por donde transita de una pieza a otra.Incluso, lo he visto hacer fogatas en el borde del río, nadie se detiene a decirle que está prohibido porque sabemos cómo le alteran las intersecciones. Tiempo continuo.
Un mundo en donde todo ocurre de manera diferente a como lo hemos ido construyendo los cuerdos, un espacio en donde la ciudad es más o menos amable, en donde la lluvia estropea lo poco que tiene y el sol es un grato lamparón que ofrece horas de sueño. Para el loco, todo lo que nos perturba no tiene ningún sentido, como si conociera de sobra la improbabilidad de la vida, esa gracia que se originó cuando ocurrió el caos sideral llamado Big Bang y el universo estalló en miles de partículas que demoraron un tiempo en dar paso a la materia. De esa inverosimilitud hablamos cuando hablamos de su mundo. Donde lo improbable es siempre lo probable.
Muchas veces me pregunto por qué le temo, qué me hace huir sigilosamente de él. Supongo que es esa rabia, esa versión irreconciliable entre un mundo y otro. O quizás, tenga que ver con mi historia, con la prima de una prima mía que jugaba con nosotros en la playa cuando éramos chicas. Mientras armábamos castillos, ella agarraba la torre de un manotazo y se la metía a la boca. Mascaba la arena. La primera vez que lo hizo, la acusé a mi mamá. Habíamos cargado baldes de aquí para allá, palmoteado la arena para darle forma y ella más rápida que un zorzal, fue y se la comió. Luego, cuando el calor solo daba para la siesta, se asomaba a la ventana y comenzaba a gritar como si la estuvieron azotando en el suelo o como si nos quisiera alertar de que algo estaba ocurriendo, el problema era descubrir qué, ¿qué la hacía gritar de esa manera? Cuánta distancia entre su versión y la nuestra.
En ese choque de miradas, todo se vuelve tan relativo como lo que sabemos acerca del espacio. Y perdónenme que compare al universo con la demencia, pero ¿no les vuelve loco pensar en esa inmensidad que nos rodea? En la probabilidad cierta –existe esa fecha– que tenemos como especie de ser aniquilados por un cataclismo inmenso que no tiene nada que ver con lo que hemos venido conversando durante siglos nosotros los cuerdos. Según los avances de la ciencia, podemos decir que tenemos los días contados y no es un eufemismo: la fecha existe y ocurrirá en tantos millones de años. Díganme entonces si no es para ponerse a gritar como la prima de mi prima. ¿Y qué hacemos, en cambio? Discutimos pelotudeces, matamos de hambre o desesperanza a nuestros niños, violamos descaradamente a nuestras mujeres, ¿díganme si no es para gritar?
Hace poco no más, un trío de hombres, ¿merecen llamarse así?, violaron y golpearon a una niña en Argentina hasta matarla de dolor y otro padrastro hizo lo propio con una niñita acá en Chile para terminar enterrándola entre la leña. Todo esto mientras se conocía el número de niños y niñas muertos en hogares del Sename, servicio encargado de procurarles una mejor vida.
No quiero sonar pesimista, de hecho no tengo ninguna intención, solo quisiera acercar esa otra mirada cuando conscientes de la improbabilidad de la vida en este enorme universo que nos aniquilará de todas maneras, escogemos qué hacer. Cuando en un movimiento serio buscamos dignificar la vida y decir: Nunca más o Ni una menos. Decir: defiendo la vida de las niñas, de los niños, de los ancianos. Defiendo a los locos aunque duerman encima de los capós de los autos y de tanto en tanto, nos grite garabatos. Entonces, disfrutar de la atmósfera y sus cambios temporales, de ese zorzal que vive en mi jardín y cada vez que me escucha, ladea la cabeza como si yo fuera una lombriz.