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Columnas

El miedo en el lenguaje

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

"Nos enseñaron a honrar las formas. Lo que está bien y está mal. Nos enseñaron a ocultar el deseo, pasar por alto nuestra efervescencia física. Nos enseñaron a conservar distancia, no mostrar, mientras nuestro cuerpo se transforma, desarrolla y muere. ¿Queremos que nuestros jóvenes perpetúen esa conversación?". La columna de mayo, por Sara Bertrand. [Ilustración: Marcelo Parra]

“Una conversación es un viaje/ y es el miedo lo que le entrega valor./ Llegas a entender el viaje/ porque has tenido conversaciones, no al revés./¿Cuál es el miedo dentro del lenguaje?”. ¿Cuál es el miedo dentro del lenguaje? Esta pregunta de Anne Carson me persigue como una bocina. Bolaño decía que era el horror, que la literatura daba cuenta de esa conversación. Pero, ¿dónde está la fricción? ¿Dónde arde?

El cuerpo literario.
El cuerpo social.
El cuerpo físico.

Cada una de las etapas en la vida de cualquier ser humano está determinada por el cuerpo. Esa es la materia literaria. La vida, la muerte y sus matices reúne gran parte de la conversación que ha sostenido la humanidad desde que habita esta tierra. No es fácil crecer, volverse otro, algo incierto. Hablamos de materia, porque los cambios se sienten en el cuerpo y nuestra forma se repliega, se expande, es la carne, nuestros huesos, la que está presente a la hora de determinar: crezco, muero. Y lo resentimos. ¿Por qué?, debiéramos preguntarnos por qué si las plantas, animales, incluso algo tan rotundo como la cordillera de los Andes, crece, envejece y muere, nos cuesta tanto aceptar esa nueva cara, porque si para el adulto es difícil envejecer, para el adolescente crecer es una tarea aterradora.

Ambos desconocen con quién se encontrarán al otro lado. Ahí hay miedo, algo de pudor también. El vértigo de no saber quién soy, qué quiero. Las preguntas que habitan a un adolescente acompañarán el camino que emprenda, descubrirse. Y la marea los obliga a mantener los pies en la tierra mientras sus cuerpos se expanden, sus pechos crecen, arriba y abajo, los ánimos, gustos, formas de hacer y pensar. Exniños convertidos en manifiestos. Son. Están.

Curiosamente a la hora de pensar en libros para jóvenes, solemos olvidar al cuerpo como si fuese posible separarlo de la experiencia de crecer. Como si la literatura fuese una conversación apartada de la forma física y su inteligencia, y le damos a la mente, a las transiciones del pensamiento, como si ahí y solo ahí sucediera el desarrollo, en la cabeza. Después nos extrañamos del aumento de la depresión como enfermedad social, jóvenes y adultos enfermos de tanta cabeza. Tanta chicharra, tanto juez dictaminando adentro.

Somos animales corporales, nuestra experiencia vital está mediada por la piel, manos, nuestro sexo. El niño abandona la infancia cuando su cuerpo físico se transforma. Un proceso irreversible. El miedo en el lenguaje, entonces, para un adolescente sería el miedo a ese otro, ese alguien que desconoce, pero que marcha afuera y adentro suyo sin posibilidad de detenerlo. El sexo determina. El despertar sexual los sorprende como un chicotazo. Un día cualquiera, en la calle o en su casa, de pronto, una erección, un humedal entre las piernas. Los adolescentes, mujeres y varones, sienten el deseo con la fuerza de un secreto que los separa de sus padres. Nada volverá a ser lo mismo para ellos y salen de casa. Una pulsión que los vuelve sociales. El hogar no es suficiente. No lo será más. Si no fuera por el deseo, ¿abandonarían alguna vez el hogar?

El miedo en el lenguaje, entonces, también es el miedo al sexo. Porque el adolescente despierta a una narrativa que desconoce, a un cuerpo lleno de erotismo y deseo.

Pero no decimos nada.
El cuerpo literario.
El canon.

Los dadaístas rusos alegaron en plena Primera Guerra Mundial que era un error irse contra el cuerpo, que era necesario atacar la forma de la vieja cultura. Atacar la forma. Liberar al cuerpo.

Cuestiona tu canon fue el lema con el que marchamos las escritoras durante la marcha del 8 de marzo. Porque ¡hasta cuándo! Las mujeres hemos escrito desde siempre. No nos hemos callado. Fueron muchas las que se apartaron para decir, muchas para quienes la escritura supuso abandonarlo todo. Pero no se callaron. Un coro de voces fue abultando una conversación que data desde que la humanidad escribe y, sin embargo, fueron los hombres los que conformaron el canon. Los hombres los que se inscribieron e inmortalizaron en la fila de los clásicos. Eso, claro está, no fue falta de rigor ni de talento escritural. Eso es la forma de la antigua cultura. Una forma que ahora mismo huele a podrido.

En su ensayo Razones de orgullo de Natalia Ginzburg decía “no creo que los seres humanos tengan, en cuanto seres humanos, ningún motivo fundado de orgullo. No creo que sea un motivo fundado de orgullo ser mujer, hombre u homosexual. No creo que sea motivo de orgullo ser madre, padre o no serlo. Y menos creo que una de estas condiciones humanas sea motivo de humillación (…) Una de las cosas que hoy más envenenan el mundo es la retórica construida sobre simples condiciones humanas”.

Cuestionar el canon es cuestionar el corpus literario, el cuerpo social y físico. Descubrir que nuestra sexualidad no solo es una condición como cualquier otra condición humana, sino que es necesaria para asumir una voz. ¿Cuál es el miedo dentro del lenguaje? Lo que no decimos, lo que gritamos; lo que preferimos ocultar, lo que mostramos; lo que nos sorprende en medio de una noche en una tierra extraña y comprendemos que, aunque estemos acompañados, aunque estemos a kilómetros de casa, nuestra herida permanece con nosotros. Qué hacer con el horror, qué hacer con el cuerpo, qué hacer con ese otro que se avecina sin permiso. ¿Es ese es el miedo que recorre el lenguaje, expresar con toda su belleza, los cambios más insoportables y de una escritura a otra comunicar una conquista espiritual, un acto de apropiación, la lengua?

Nos enseñaron a honrar las formas. Lo que está bien y está mal. Nos enseñaron a ocultar el deseo, pasar por alto nuestra efervescencia física. Nos enseñaron a conservar distancia, no mostrar, mientras nuestro cuerpo se transforma, desarrolla y muere. ¿Queremos que nuestros jóvenes perpetúen esa conversación?

Me parece que ya es hora de cuestionar el canon y liberar al cuerpo. Permitir que circulen voces, todas las voces y esperar, quizás, por ahí finalmente se materialice un cambio.

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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