Milena Vodanovic es una convencida de que todo se puede aprender, incluso la escritura. Solo se necesita un poco de motivación, práctica y, ojalá, un buen maestro. Además existen publicaciones destinadas a mejorar este oficio. Es el caso de La cocina de la escritura, de Daniel Cassany.
Muchas más personas que las que sería deseable esperar, se admiran con una cierta envidia cuando alguien es capaz de escribir bien. Lo consideran un don. Algo con lo que se nace o no se nace, un talento, una capacidad del todo ajena sus posibilidades.
Esta es una mirada que me causa muchísima tristeza, no solo por la declaración de incapacidad que ella encierra (una declaración de incapacidad, sabemos, es el primer barrote de las jaulas de inmovilidad) sino también porque denota cuan poco expuestos hemos estado y estamos los chilenos a la experiencia de aprender a escribir.
Soy una convencida de que todo se puede aprender. Todo. Algunos principiantes serán más dotados que otros, avanzarán más rápido y conseguirán logros antes. Los habrá realmente excelentes –esas personas que nos sorprenden por su originalidad y maestría–, pero descontado aquello, son muy pocos los seres humanos incapaces de aprender un oficio. Solo se necesita motivación, práctica y ojalá un buen maestro que guíe el proceso, con un método al que agarrarse cuando todo parece caótico e inabordable, especialmente al comienzo. Luego, si el asunto de verdad nos gusta, volaremos a nuestro aire con gusto y libertad.
No dudamos de nuestra capacidad para aprender a cocinar, desarmar un motor, tejer a crochet. ¿Por qué pensamos que escribir escapa a este listado?
Me atrevo a formular una hipótesis: no tenemos ya en los colegios, ni en las universidades, ni en los institutos de formación superior, profesores que sean verdaderos mentores de la escritura.
Soy periodista, he ejercido por décadas como editora y enseño en dos universidades. En una de ellas, la UDP, llevo 12 años a cargo de la cátedra Edición Periodística, en el Magíster de Edición. Esta responsabilidad me ha obligado, como a toda persona que quiera enseñar algo, a comprender cómo funciona el oficio, cómo fragmentar el proceso para comunicarlo, qué herramientas sirven o cuáles no sirven como ejercicio útil o cómo analizar un texto para que al devolverle mi opinión a los alumnos el comentario no sea un inútil y críptico “está malo”, sino una suma de observaciones que logren determinar exactamente dónde y en qué falla, abriendo así la posibilidad de corregir y perfeccionar.
Lo que más me ha sorprendido en todos estos años es lo poco expuestos que han estado mis alumnos a ejercicios y procesos para mejorar su capacidad de expresar ideas por escrito, pese a que todos son profesionales y muchos se titularon de carreras humanistas, donde la escritura debiese ser una herramienta tan fundamental como el cálculo a las ingenierías.
Cuando ingresé a la escuela de Periodismo de la Universidad Católica, en 1980, venía convencida de que escribía fantástico. Estaba entre quienes mejor lo hacían en mi curso de cuarto medio y todos mis profesores consideraban que era una de mis fortalezas. Me creía la muerte. Pero nadie había señalado mis debilidades. Un año en clases de redacción con una profesora cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, bastaron para bajarme el moño. Tenía muletillas espantosas, qué sabía yo de ritmo, solía enchufar demasiados guiones entre medio de las frases, había faltas de ortografía internalizadas como un parásito. Hacíamos ejercicios simples, pero efectivos y con propósito, y al cabo de un rato la precisión quirúrgica de ese trabajo de ensayo error consiguió que mis textos fuesen inconmensurablemente más legibles y elevarlos con un poder comunicativo superior.
No me resulta extraño, sin embargo, que esta práctica se haya perdido. En esta sociedad del apuro y la masa, los profesores escolares de Lenguaje dedican pocas horas a corregir con minucia un texto y luego sentarse con el alumno para que comprenda dónde están los errores y pueda enmendar. Es difícil en una clase de 40 o 50. En el colegio se lee poco y se escribe menos; los niños y jóvenes apenas redactan.
Luego, en la educación superior, se da por descontado que desarrollar una idea por escrito es parte de nuestra educación básica y media. Si hay problemas ello no se nivela (como sí se hace en Matemáticas, por ejemplo) y seguimos por la vida cojeando respecto de un asunto que es del todo fundamental para comunicarnos e incluso para divulgar lo que hayamos descubierto en otras áreas del saber, como las ciencias sociales y exactas, la filosofía o la arquitectura.
El filólogo Daniel Cassany. Créditos: Elcomercio.pe
Si no podemos expresar una idea con claridad es casi como si no la tuviésemos. Me atrevo a aventurar que hay genios encapsulados en este país no por falta de excelencia en sus terrenos de especialidad, sino por su incapacidad de expresar lo que saben con precisión y coherencia.
También me llama la atención la escasez de libros, manuales y sitios web en castellano destinados a mejorar este oficio. En lengua inglesa son innumerables los profesores que se han dedicado a sistematizar ejercicios y fórmulas para que los legos puedan ingresar a este tupido bosque de la escritura, que tanto atemoriza, con un alentador mapa de ruta. El sitio web del Poynter Institute está lleno de tips y tutoriales, y una rápida búsqueda en Amazon arroja decenas de títulos de larga data, que han formado a generaciones, como el indispensable Writing for Story, de Jon Franklin, que explica con peras y manzanas cómo utilizar la técnica dramática en la narración de historias de no ficción.
Si no podemos expresar una idea con claridad es casi como si no la tuviésemos.
La ausencia de buenos manuales en habla hispana es, probablemente, una de las razones por las que La cocina de la escritura, del catalán Daniel Cassany (Anagrama) vaya en la vigésima cuarta edición. Lanzado en 1995, se ha ido enriqueciendo con los nuevos debates del lenguaje, y a su notable paso a paso sobre cómo escribir, suma ahora, por ejemplo, explicaciones acerca de cómo redactar una misma idea de un modo sexista o no sexista, demostrando, de paso, que giros como “todes” o “amigues” son absolutamente innecesarios.
Cassany usa la metáfora de la cocina para introducir al aprendiz en los ingredientes de la escritura. Hay que conocer ciertas reglas, dice, tal como un chef debe saber la técnica de cortar en juliana, qué es cocer a baño maría o cuál es la diferencia entre hacer una carne asada o a la cacerola, pero finalmente cada uno encontrará su paleta de sabores y su particular manera de mezclar.
Conocer las fórmulas y saber aplicarlas, por tanto, no debe ser asumido como un camino que reste creatividad, sino como un maletín de técnicas que cada uno aplicará según se estilo o necesidad.
Su manual parte con las definiciones imprescindibles previas a llenar la página en blanco (¿para quién escribo?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿qué espero provocar en ese lector?), para luego adentrarse en el proceso: el esquema conceptual, los párrafos, la arquitectura de las frases, los modos de limpiar la prosa de palabras innecesarias y consejos para escoger palabras. Culmina con una muy clara “guía de preguntas para revisar” y entrega un decálogo que profesores de español, aspirantes a escritores, periodistas y cualquier persona que desee escribir debiese colgar sobre su mesa de trabajo: No tengas prisa; utiliza el papel como soporte; emborrona; piensa en tu audiencia; deja la gramática para el final; dirige tu trabajo; fíjate en los párrafos; repasa la prosa frase por frase; ayuda al lector a leer; deja reposar tu escrito.
Pese a su carácter de manual, es también un libro entretenido de leer. Los ejemplos son precisos y hacen enorme sentido, iluminando con muchísima claridad los conceptos que el autor busca trasmitir. Útil, inteligente y claro, se trata de un texto que sin duda puede ayudar a muchas personas interesadas en mejorar su redacción y, me atrevería a decir, un indispensable en la biblioteca de quienes aspiran a enseñar el camino.