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Columnas

El silencio de las bibliotecas

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

Las bibliotecas están ahí como una bofetada en la cara en medio de un silencio aparente, como un murmullo de voces que se levanta para recordarte que los susurros existen. Los libros pesan y juntan ácaros, sin embargo, cuando el doctor me recomendó alejarme de ellos para combatir mi asma crónico, hice lo mismo que don Otto:...

Las bibliotecas están ahí como una bofetada en la cara en medio de un silencio aparente, como un murmullo de voces que se levanta para recordarte que los susurros existen. Los libros pesan y juntan ácaros, sin embargo, cuando el doctor me recomendó alejarme de ellos para combatir mi asma crónico, hice lo mismo que don Otto: cambié de médico.

Aunque es un hecho que pesan, se vuelven nido de polvo y cada vez que te mudas, tienes un problema, es una especie de pesadilla de eterno retorno la nueva biblioteca que sueñas, esa que tendrás que armar en otro rincón, te hace sudar. Cómo vas a ordenar los libros, ¿por autores, países, regiones, géneros? ¿Cuáles conservarás o dejarás atrás como parte de otro tiempo? Porque debes liquidar, lo sabes y te perturba. No puedes conservarlos todos, como decía Schopenhauer: no se puede exigir que se acuerde uno de todo lo que ha leído, porque sería como llevar encima todo lo que se ha comido. 

Uno guarda lo que le significa, lo que le interesa. Además, claro, no hay espacio. Qué harás, por ejemplo, con esos que te regalaron cuando viajaste a la última feria del libro e hiciste buenas-migas con un escritor que no te interesa tanto, en otras palabras, ¿a dónde irán a parar los intrusos? También, importantísimo, cuáles preferidos dejarás cerca y cuáles permitirás que otros hurgueteen en tu ausencia. Porque hay ejemplares que uno no le presta ni a sus hijos, como si guardaran un secreto o fueran capaz de develar nuestro misterio. Entonces, tomas conciencia de lo personal que es tu biblioteca. Lo propia que se ha vuelto con los años.

Confesar nuestras lecturas es exponernos, es decir lo que nos gusta e intentamos ocultar.

Confesar nuestras lecturas es exponernos, es decir lo que nos gusta e intentamos ocultar. Es descubrir que tienes una estantería y algo más dedicada a las guerras del siglo XX, porque todavía te sorprende lo perseverante que ha sido el hombre en su lucha contra el mismo. Es detenerte a hojear Si esto es un hombre de Primo Levi y volver a las preguntas que te han acompañado tanto tiempo. Porque los libros interpelan. Las bibliotecas están ahí como una bofetada en la cara, en medio de ese silencio aparente, un murmullo de voces se levanta para recordarte que los susurros existen, los susurros existen como dice Inger Christensen, que la humanidad sigue conversando, que la voz del hombre no calla, que toda sociedad lleva oculto un grito. Las bibliotecas permiten escuchar esa humanidad de voces, hacer lecturas entre líneas, adelante y atrás, no importa cuán lejos nos encontremos de ese momento en que un libro nos sacudió, siempre que lo tengamos en la mano, podremos sentir esa pulsión, esa corriente.

Una biblioteca se construye a partir de búsquedas y nostalgias. Al ordenar con esmero cada repisa, sabes que hubo un antes, cuando creíste que todo era posible, que la vida y la muerte eran materias de escritura, de canto, no del tuyo, sino de otros, pero luego te sucede la muerte –de tu padre, de tu hermano, de tu abuelo–, te sucede el desamor, la derrota, el fracaso y entiendes el dolor que leíste en Tela de sevoya, de Miriam Moscona; en Correr el tupido velo, de Pilar Donoso o en Indigno de ser humano, de Ozamu Dazai. Así es que ordenas con cariño, con cierta reverencia. En cada repisa descubres una posibilidad. Una conversación. Adelante y atrás.

Imagen columnaComo parte de tu propia historia, en tu biblioteca guardas tesoros, en mi caso, los libros que recibí de mi abuelo, la primera biblioteca que quise, la primera que hurgueteé como si fuera mía. Lo recuerdo así: con una pierna sobre la otra, sentado en un sillón cerca de la ventana, apretando el tabaco en su pipa. La biblioteca ocupaba la muralla del fondo, la cama incrustada en una esquina. Una cama funcional. Como si dormir no fuese lo sustancial, como si la belleza –toda ella– estuviese destinada a los libros. Imagino que hubo un tiempo en que mi abuelo recorrió Europa con una maleta cargada de ellos, porque conservaban los sellos de las librerías de Madrid, de Barcelona, la mayoría de París. Dicen que era un hombre alegre, el alma de la fiesta, que tocaba el acordeón, que cantaba incluso, que cuando las cosas se salían de libreto, disparaba tiros al aire. Pero para cuando lo recuerdo, mi abuelo no salía de su pieza, había decidido darle la espalda al mundo.

A mí me tocó compartir con él la soledad de su cuarto, el secreto de sus libros. Entrar en ese espacio atemporal, disfrazarse, impostar la voz para leer. Entonces, la pieza se volvía enorme y corría una carretera de personajes: hombres lobos; sabios de anteojos con montura; guerreros; Federico, como había decidido arrimar a García Lorca, citándolo como si se tratara de un pariente lejano y, por supuesto, Dostoyesvski. Me regaló Los hermanos Karamazov, su novela preferida, cuando yo tenía diez años, una edición de bolsillo, panzona y pequeña que guardé junto a Historias de Wagner y La Eneida, ambas en tapa dura e ilustradas con un timbre de la librería Pontificia Fenollera, de Valencia, y que comienza con un Queridos niños como advertencia, porque lo que se nos iba a narrar –lo sabía yo– no eran historias infantiles, sino esos relatos que debemos conocer para saber cómo es que hemos llegado a donde estamos. También, Pobres Gentes, Noches blancas y la Alquería de Stepanchikovo del mismo Dostoyesvski; Rimas y leyendas, de Bécquer; The Bayeux Tapestry, un ejemplar de bolsillo e ilustrado del tapiz de Bayeux; y un poemario ilustrado de nuestro Federico, La bibliothèque idéale Lorca, que me producía curiosidad mirar por esas caras medias aflautadas con las que el poeta español ilustró sus poemarios. Libros que recibí cada vez que salía del colegio, cruzaba la calle y corría hasta su casa para entrar como un vendaval en su pieza.

Entonces leer era entrar en mundos que se quedaban conmigo largas temporadas, dejarme acompañar por sus personajes, vivir sabiendo que la vida también podía ser contada y que un buen día, reuniría un grupo de voces que golpearían el aire y llenarían de ruidos mi casa.

 

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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