He visto hombres aplastar a codazos a niños y señoras de edad por sacarse una selfie; he visto hordas de chinos bajarse de un bus y correr a todo lo que den sus piernas para comprar pastéis de Belem; he visto a la misma horda, pasteles en mano, salir a puntapiés y manotazos para conseguir la entrada a un museo. He sentido peos y flatos lanzados al vacío mientras paseaba por el espacio reducido de una sala de museo. He visto hombres y mujeres hacer filas inverosímiles para sacar una foto, sin detenerse a mirar el cuadro que retratan, sin acusar recibo de las preguntas que valdrían la pena hacerse ante obras hechas con un fervor religioso que hoy muere de inanición. Los he visto colarse en cafeterías, baños, donde sea que existan filas; comer nachos con queso cheddar mientras observan una donna. Hacer excursiones de compras por el Passeig de Gràcia o la Gran vía, todos con sus audífonos bien ajustados, asintiendo cada vez que el guía les señala dónde deberán empeñar sus euros.
He visto salir marañas de pelos -como la de los corderos en época de esquila- de los traseros de hombres agachados para lograr un retrato de gárgolas y cielos rococós. He visto cientos de ancianos dispuestos a pasar al más allá en una caminata que conduce únicamente a la escultura de una sirenita; enormes grupos de gringos posando con boinas cosacas. He pasado frente a cafeterías y restaurantes famosos acechados por hombres y mujeres en formación tortuga –push, push, push– como si fueran a conquistar Alaska. He visto filas inhumanas para pagar una entrada a la librería que apareció en Harry Potter, aun cuando vende especialmente souvenires y baratijas. He visto salir centenares de hombres y mujeres de barcos como edificios para subirse a buses como barcos que los llevarán en el mismo ambiente higienizado, a quién sabe dónde.
Los he visto emborracharse, reír a gritos y escupir al suelo. Los he visto desenvolverse en ambientes aclimatados, iguales que los de sus barcos, centros comerciales o casinos, espacios con olor a desodorante ambiental, que no tienen nada que ver con la experiencia de extrañamiento. Los he visto registrar cada pequeño movimiento con sus cámaras, como si anteponer una pantalla fuese sinónimo de aprehender, en el sentido puro de esta palabra. Miles de flashes disparados sobre obras que no tienen relación con sus vidas, menos con ese afán. Hombres y mujeres que no pierden el tiempo, sobre todo eso, remiten sus aventuras a un desfile de pinturas, esculturas, monumentos, edificios, sin olores ni constipación, sin desagrados ni deseos de volar en pedazos, sin entender ni jota, como si el esfuerzo fuese tan complejo como aprender el cirilo.
La pregunta acerca de por qué viajamos es tan vieja como los viajantes, pero, lo cierto es que, cada tanto, me embarco. Muchos de los mejores viajes de mi vida, los que vuelven, han sido esos en que todo sale mal, o ya, menos dramática, en los que el itinerario se arruina en algún punto. Viajes que me han llevado directo a mis terrores o que me recuerdanque no se puede imponer a otros los descubrimientos que adquirimos con dolor. Viajes en los que me embarqué con la ilusión de encontrar algo que nunca estuvo a mi alcance y tuve que dar botes, recalculando como un GPS, para darles sentido. Viajes que me han acercado al misterio de las relaciones humanas con todos sus matices, como cuando recibí una invitación, años atrás, para hacer un trabajo que nunca se concretó.
Iba a Buenos Aires, me alojaría en la casa de una conocida que, mientras yo cruzaba la cordillera, se arrepintió de recibirme; entonces, aterricé sin casa ni comida y cuatro días por delante con doscientos dólares en el bolsillo. Sobreviví a punta de cafés y mediaslunas. Cada mañana me sentaba en el mismo café, pedía lo que sería mi desayuno/almuerzo y me sentaba a escribir, luego a leer, luego a escribir y a leer, así hasta que se temperaba algo la capital federal y salía a caminar. A perder el tiempo. Recorrer calles, barrios, sentándome en donde no me echaran a patadas por pedir únicamente agua del grifo. Recuerdo haber pasado frente a un restaurante costoso y mirar a sus comensales tan ajenos al hambre que sentía y descubrir con qué facilidad se levantan pensamientos ligeros, estragos que el hambre produce en la mente.
Lo confieso: soy devota las peladas de cable
Me gusta pensar que viajar tiene que ver con exponerse, salir de nuestra zona de confort para explorar nuestra humanidad en otro sitio, otra lengua, olores, música, narrativa sobretodo. Ese clima ajeno o, de frentón, adverso. Tener que pensar con 45 grados a la sombra no es fácil, la tentación de perderse en una jarra de cerveza a la piedra es tan grande y, pese a todo, sentarse a escribir o entrevistar a un anciano cerca del Guatapurí. A mayor caos externo, mejor entendimiento interno pareciera ser la consigna. Cada vez que algo se arruina, surgen motores de emergencia, fortalezas que desconocemos. O, todo lo contrario, una fragilidad absurda, camino sin tiempo donde ayer es hoy y el mareo, la frustración y rabia. Pero, atrás el impacto, algo se acomoda, siempre se acomoda.
Los mejores viajes han tenido que ver con eso y con algo que llamo “tiempo de exposición”. Ese momento en que me convierto en viajera y pienso y tomo decisiones como tal. Las ciudades dejan de parecerme extrañas, porque yo misma me desconozco y, entonces, todo, hasta el más mínimo detalle, forma parte del viaje; entiendo que no voy a ningún lado, que todo se resume a mis búsquedas, que son más o menos las mismas de siempre y, en cambio, estoy viviendo, aquí y ahora. Como una especie de estado zen, mi mente deja de torturarme con pensamientos recurrentes y se vuelve plástica, adaptativa. Los libros me proponen otras conversaciones, lo mismo que el cine, teatro o arte contemporáneo, lo confieso: soy devota las peladas de cable. Tengo dinero, no me sobra, pero cierto día decido darme un gusto en el mercado de San Antón, porque corre una brisa fresca, porque la caminata estuvo llena de sorpresas, porque la ciudad me mostró su mejor cara. No siempre ocurre, hay veces que las ciudades muestran lo peor de ellas mismas y me hacen bolsa en dos minutos.
Entonces, la pregunta por qué viajo cobra sentido. Alcanzar ese momento de flotación, una versión personal del nirvana, se ha vuelto adictivo. Nada me preocupa demasiado (excepto quizás el dinero, que debe durar lo que dure el viaje), las decisiones las tomo como si escuchara lo mejor de Leonard Cohen o un especial de Van Morrison. Me dejo llevar por el ritmo, cada ciudad tiene su cadencia, la narrativa de sus lugareños, esa forma de mirar que subvierte mis prejuicios. No me doy cuenta cuándo estoy pensando como ellos, imaginado su historia, cotejándola con la mía. Es cuando comienzo a temer por el fin del viaje. Cuando vuelva a la rutina, a la comodidad de mi escritorio y toda su estructura de contención. A ese temor, últimamente, he ido sumando otro: el turista.
Siempre me ha dado curiosidad saber qué harán con la cantidad de fotos a obeliscos, sagradas familias y vírgenes que sacan las personas que andan en grupo, ¿irán a álbumes, las dejan eternamente en la cámara, volverán a verlas alguna vez? Porque los tipos se toman en serio eso de sacarle fotos a la Mona Lisa y parecen enjambres protegiendo a la reina madre, mientras claro, igual que en un partido de fútbol, las zancadillas, golpes y pisotones corren por abajo. Los profesionales del acoso, sin lugar a dudas, son chinos. Imagino que han sido entrenados por sus veinte metros cuadrados, sus miles de millones, su machismo tatuado con sangre de dragón. Y no quiero que me malinterpreten, sé perfectamente que nosotros estábamos haciendo fogatas mientras ellos se aplicaban con alfabetos y sistemas matemáticos, amén de su misticismo y arte que admiro y respeto; no hablo de eso, sino de lo otro, los otros, mejor dicho. Porque como toda raza, el turista es gregario. Viaja en grupo, se mueve en grupo, se emborracha en grupo, es grosero, patético y odiable en grupo. Seres que un buen día, se acostumbran a arrojar un gas en un ascensor repleto. ¿En qué momento de nuestra evolución eso se volvió aceptable?
Temo por los lugares que no visitaré. Esos que me perdí, porque ya no podré recorrerlos haciéndome la distraída, tendré que buscar rutas alternativas, mirar el mundo desde la ventana opuesta. Quizás mis nietos conocerán la Alhambra o el Hermitage por los milagros de google o harán flaneur gracias a su aplicación de mapas y ninguno de ellos pensará en las grandes capitales como espacios para visitar; quizás para ellos, efectivamente, todo se resuma a una pantalla.
Somos muchos. Esos cientos que hemos provocado el calentamiento global, contaminado ríos, mares y tierras. Esos demasiados que no tienen conciencia de que el número es un problema, el problema, de que cuando el mundo era joven todavía se podía pensar en dejar huellas por todas partes, pero ya no más. Todo requiere un sketchual. Un día y hora que se programa con meses de anticipación, una lista que debe cumplirse al reloj, porque si llegas tarde, te quedas fuera. Así, ¿quién querrá viajar?