Confesa de su amor por los animales, la periodista Milena Vodanovic fue a la librería en busca del último trabajo del investigador Carl Safina. Doctor en Filosofía con especialidad en Ecología, Safina ha dedicado su vida a demostrar que la naturaleza y la dignidad humana se requieren mutuamente. Sus investigaciones y trabajos lo han llevado a recibir las más diversas distinciones y títulos honoríficos, entre ellos, los Doctor Honoris Causa de tres universidades nortamericanas. En este artículo, Milena aborda las 400 páginas de «Mentes maravillosas», editado en español por Galaxia Gutemberg.
Soy animalera. Siempre he tenido perros –ahora una gata–y entre las mascotas de mi infancia hubo conejos, pollos, patos y hasta una araña pollito en la misma época en que me obsesioné con leer sobre los peces eléctricos de los abismos marinos, las ciudades escondidas de las hormigas y la metamorfosis de las mariposas. He viajado a África para mirar la fauna de las estepas; a las Galápagos para conocer las enormes tortugas y maravillarme con aves que no conocen el temor al hombre, y a la Isla Carlos III, en el Estrecho de Magallanes, donde observé de cerca, junto a los biólogos que las estudian, a las ballenas jorobadas, la experiencia más alucinante y conmovedora de todas. En mi biblioteca están los libros de Cynthia Moss y Joyce Poole, emblemáticas estudiosas del elefante africano –mi animal favorito for ever–; varios textos que tratan de canes (mi tercer animal favorito), incluyendo el clásico Cuando el perro encontró al hombre (Tusquets, 1999) de Konrad Lorenz, y algunos sobre liebres y conejos (mi segundo animal favorito, aunque todos creen que es el primero). Todo esto explica por qué corrí a la librería cuando supe que estaba disponible el último libro de Carl Safina, traducido como Mentes Maravillosas (Galaxia Gutemberg, 2017) y de cuyo contenido da mejor cuenta el título original en inglés: Beyond words, what animals think and feel.
Existe un documental de TV –Salvando el océano con Carl Safina– que es tal vez la pista más mediática por la cual alguien puede identificar al autor. Pero lo cierto es que Safina, doctorado en ecología por la Universidad de Rutgers, es un conservacionista y divulgador científico incansable que escribe regularmente en el New York Times, el National Geographic y el Huffington Post y que ha publicado siete libros, todos destinados a que comprendamos la complejidad del mundo animal, la delicada trama de las relaciones intra y entre especies y el nefasto papel depredador que ha jugado el ser humano en el debilitamiento de este tejido fundamental.
En Mentes maravillosas, Safina se adentra en el comportamiento social y emocional de tres especies –los elefantes, los lobos y las orcas- para instalar su tesis: que durante siglos la ciencia les ha negado injustamente a los animales su capacidad de sentir y expresarse, partiendo del supuesto que esas son atribuciones exclusivamente humanas. Quizás, aventura, lo hicimos al comienzo para dominarlos sin remordimientos –es más fácil, como también ocurrió con los negros y los indios- afirmar que los animales no tienen sentimientos si los voy a hacer sufrir (cazándolos, comiéndolos, separándolos de sus crías y manadas, arrancándoles su piel y sus colmillos, criándolos para matarlos, y un largo etcétera).
Safina adjudica la instauración de esta falacia docta a Descartes, quien afirmó: “la razón que explica que los animales no hablen no es que carezcan de órganos, sino que carecen de pensamientos”. Añadiendo: “si pensaran, como nosotros, tendrían un alma inmortal como la nuestra”. Descartes fue rebatido en el punto por Voltaire, quien discutiendo la materia se revela como el más apasionado animalista contemporáneo y, posteriormente, por Darwin quien, informa Safina, anotó entre sus escritos “A los animales, a los que hemos hecho nuestros esclavos, no nos gusta considerarlos nuestros iguales”.
Pero pese a las voces discordantes, primó en la columna vertebral del pensamiento “científico” lo que hoy aparece nítidamente como un prejuicio cartesiano. Porque, una de las cosas de las que uno se entera leyendo este libro, es que los animales hablan. No como nosotros, claro. Pero de que hablan, hablan.
El canto del elefante, por ejemplo, abarca 10 octavas. Puede ir desde los murmullos subsónicos hasta los barritos, desde los ocho hercios hasta los diez mil. Muy a menudo, aunque el volumen sea elevado, la frecuencia es demasiado baja para que los humanos la captemos. La mayoría de lo que dicen es inaudible para nosotros. Recientes estudios, demuestran que incluso serían capaces de una sintaxis básica. Y todo esto sin mencionar los corpúsculos de Pacini, unos receptores que los paquidermos tienen en los pies a través de los cuales captan murmullos de otros elefantes que se trasladan por tierra a kilómetros de distancia.
Y aquí radica, según Safina, el segundo error humano al dictaminar que las otras especies carecen de lenguaje, sentimiento o pensamiento: medirlas con nuestra propia vara. El ser humano, teoriza el autor, aplicó su propia escala sensorial (con preeminencia visual) a especies que perciben prioritariamente con sentidos que en el hombre están sub desarrollados o de los que carece en absoluto. Es decir, más que estudiarlos en cuanto a sí mismos, lo hemos hecho comparándolos con nosotros, a través de un “lente” cuyas limitaciones minimizamos.
Y por último, plantea, está el mayor sesgo de todos. El mandato que rigió por décadas a los estudiosos de estas materias: “No les atribuyas conductas o sentimientos humanos a los animales”. Un etólogo podía describir “El gato merodea alrededor del plato vacío de comida, va donde su amo, se friega en sus piernas, vuelve al plato vacío, maúlla, vuelve donde su amo”. Pero era pecado mortal inferir que esto quería decir “el gato tiene hambre” y, peor aún “el gato tiene una estrategia –un lenguaje- para conseguir que su humano significativo le dé de comer.
Por hacer algo parecido, a Jane Godall, la reconocida primatóloga, le rechazaron los primeros papers en Cambridge. “Lo había hecho todo mal”, recuerda ella. “Todo. No debería haberles puesto nombres. No podía hablar de sus personalidades, de sus mentes, de sus sentimientos. Eso era exclusivamente nuestro”.
Esta trampa, plantea el autor, impidió por décadas la investigación seria sobre las emociones animales. Como se suponía que carecían de tal cosa, ¿cómo se iba a estudiar? Plantear que un animal tenía un sentimiento era considerado sesgo antropocéntrico. “Pero, ¿qué es una emoción humana?”, se pregunta Safina. “Cuando alguien dice que no se deben atribuir sensaciones humanas a los animales, olvidan que las sensaciones humanas son, en esencia, sensaciones animales. Sensaciones heredadas que experimentamos gracias a sistemas nerviosos heredados”. Y remata: “Los cuidados paternos, la satisfacción, la amistad, la compasión y el dolor no surgieron de forma espontánea con el nacimiento de los humanos modernos. Su desarrollo comenzó en seres pre humanos. En el largo túnel de la vida, el origen de nuestro cerebro es inseparable de las otras especies. Y por lo tanto, lo mismo sucede con nuestra mente”.
El autor tiene muchos ejemplos para enumerar: las ratas pueden desarrollar una adicción a las mismas drogas euforizantes a las que se enganchan los humanos; cuando se les somete a estrés, la sangre de los animales transporta las mismas hormonas que la de un gerente de Wall Street agobiado por la caída de la bolsa. Los cangrejos paralizados por el miedo después de haber recibido sucesivas descargas eléctricas, retoman su vida normal tras una dosis de clordiazepóxido, el mismo medicamento que se usa para tratar a humanos con crisis de ansiedad.
“Lo que quiero decir es lo siguiente”, resume Safina. “El principal fallo que hemos cometido, más que atribuir por error a otros animales emociones que no experimentan, es negarles sentimientos que sí tienen”.
Más de 400 páginas están dedicadas a demostrarlo. Y para alguien que le interese el mundo animal, el viaje vale la pena. Sabremos de manadas de elefantes destrozadas por algo parecido al duelo tras la muerte de la matriarca; de relaciones de amistad paquidérmica que duran una vida; del sentido profundo de la jerarquía en las cooperativas manadas de lobos y las luchas y traiciones shakesperianas en que se enredan cuando por la razón que sea – a veces un balazo de cazador- se ven privadas de un liderazgo firme. Sus historias, en el Parque Yellowstone, narradas con detalle y suspenso, en nada envidiarían algunos capítulos de la muy humana Game of Thrones. Y ese cerebro, todavía enigmático para nosotros, de orcas y delfines, unos seres que recuerdan y reconocen los silbidos identitarios de los demás durante toda su vida y que son capaces de entender que el dibujo de una pelota, también significa “pelota”.
Al cerrar el libro a la periodista que vive en mí le da vueltas una idea en la cabeza: que el texto pudo ser más corto, más directo y más preciso para conseguir su punto. Pero más importante es lo que se queda pensando mi yo animalero: cuánto más sabrán todos estos seres insondables con que compartimos el planeta y a los que hemos tomado por estúpidos. Quizás un día nos sorprendan en serio y tengamos que pedirles perdón.