El viernes 18 de octubre, aprovechando que había entregado antes un trabajo, me metí al cine. Era la hora del almuerzo y la película que quería ver, muy larga. Me senté al final de la sala, en una butaca que me recibió como un capullo y apagué el celular. Así pasé tres horas. Salir fue como aterrizar de golpe en otro país.
Caía la tarde en Providencia cuando pisé otra vez la calle. Había algo en el aire, una electricidad, una fuerza invisible. Mucha gente en la vereda, tanta que algunos habían empezado a caminar por el borde de la calzada. Los locales de comida al paso, todos con cola. Eso me extrañó. Varias personas al teléfono, preocupadas. No sé cómo voy a llegar, decían las voces. En los paraderos, filas interminables de rostros angustiados, frustrados o rabiosos. El tráfico no se movía. Al llegar a la estación del Metro Los Leones, escuché por primera vez los gritos y vi las manos agarrando los barrotes.
Si me hubieran dicho en ese momento lo que se vendría después, ¿lo hubiese creído?
A medida que recorría las diez cuadras que separan al cine de mi casa, una más en ese cardumen de gente que avanzaba hacia el centro, fui testigo de cómo el ánimo se iba espesando. Subía el tono de las conversaciones, los reproches, los gritos y las bocinas. Podías oler la tensión que emanaba de los cuerpos: una fuerza a punto de estallar.
Frente a uno de los accesos de la estación Pedro de Valdivia se había congregado un grupo de personas que exigía desesperados la apertura del Metro. Todos a cara descubierta. Oficinistas, estudiantes, vecinos. Sacudían la reja. Una ola metálica que iba y venía juntando fuerza para llevarnos después. En la esquina, una chica vestida con un corpóreo de tiranosaurio grababa la escena con su celular.
Diez de la noche: las estaciones del metro se queman por cadena nacional y el presidente nos anuncia estado de emergencia y luego toque de queda. ¿Cómo pasamos de un grupo de chicos saltando torniquetes a esto?
Mi único recuerdo de la dictadura es el pulgar ennegrecido de mi papá diciendo que votó por el “No”. “No”, una palabra que simbolizaba la promesa inherente de que nunca más en Chile pasarían ciertas cosas. Cosas que, además, era preciso olvidar, porque pertenecían al pasado y resultaban poco convenientes para el futuro. O eso nos quisieron hacer creer nuestros gobernantes. Que estábamos a salvo. Que habíamos tenido justicia en la medida de lo posible y que ahora no había de qué preocuparnos: éramos un jaguar, los ingleses de Latinoamérica. Y durante mucho tiempo lo creímos y agachamos la cabeza. Tratamos de mirar solo hacia adelante, como ellos nos decían, hacia ese supuesto desarrollo donde íbamos a llegar todos, pero algunos antes que los demás. Hasta que se hizo evidente la mentira. El “chorreo” no era sino otro embuste para que unos pocos privilegiados se llevaran todo. Aparecieron las grietas, cada vez más grandes: las pensiones miserables para quienes trabajaron toda una vida, los endeudados ilustrados del CAE incapaces de conseguir pega, las eternas listas de espera en salud y la falta de insumos en hospitales, el negociado de las Isapres, las redes de pitutos y contactos, las sociedades para evadir impuestos, la especulación inmobiliaria y la precariedad laboral de quienes trabajan a honorarios, por solo nombrar las que primero vienen a mi cabeza.
Veíamos el éxito de unos pocos elegidos y como estábamos tan desesperados, empezamos a rendirles culto.
Nuestro país de Nunca Jamás está gobernado por niños de bien que la pasan bien, y que no tienen ninguna responsabilidad. O eso pretenden.
En la televisión y en las revistas veíamos el éxito de unos pocos elegidos. Y como estábamos tan desesperados, empezamos a rendirles culto también. A esos pocos que “la hicieron”, sin importar cómo ni a qué costo, a la plata y las cosas materiales. Solo así puedo explicarme un país en donde importa más el saqueo de un supermercado que las detenciones arbitrarias, torturas, muertes y desnudamientos. Un país en donde al presidente se le aprieta la voz al anunciar que no va la APEC, pero no tiene una palabra para el estudiante universitario que fue violado por carabineros.
Al momento de escribir esta columna, en el país de Nunca Jamás, hay 1.305 heridos en hospitales, 120 querellas por torturas y 18 por violencia sexual. Balines en los ojos, perdigones en niños, balas en cuerpos quemados. En el país de Nunca Jamás hay casi una docena de jóvenes que nunca volvieron a sus casas y que nadie sabe dónde están. Hay muertos que todavía no tienen nombres ni caras.
Tal vez se nos hubiera ocurrido antes que teníamos derecho a cuestionar el estado de las cosas. Tal vez. Pero para eso quizás era necesario educación pública y el pensamiento crítico. Tal vez habría sido muy distinto, si la generación de nuestros padres hubiese podido sanarse de la herida supurante de la dictadura (mi madre ahora me llama con miedo todas las noches, para saber si llegué a mi casa). Tal vez, si no nos hubiésemos tragado esa mentira de que nos las tenemos que rascar solos todo el tiempo. Si no viviésemos en un estado permanente de “sálvese quien pueda”. Si los políticos salieran a la calle no solo durante las campañas y se ocuparan de una vez por todas los servicios públicos que diseñan. Si la urbanización de nuestras ciudades nos permitiera compartir más en vez de alejarnos. Y ahora, que súbitamente nos despertamos, todos juntos al mismo tiempo, tal vez es tiempo de que construir juntos un país nuevo y dejar para siempre el país de Nunca Jamás. Créditos: Migrar Photo.