Una escritora lanza su último libro a tablero vuelto, literalmente, en la sala no cabe ni un alfiler. Méritos no le faltan: se ha ganado recientemente un importante premio, ha sido reconocida por su talento y búsquedas, también ha sido alabada por su trabajo como docente. Así es que la gente se apura en aplaudir, se apura en hacer fila para que firme su ejemplar, pero, sobre todo, para preguntar; porque hoy, lo más importante no es la escritura, sino saber cómo es posible que siga viva con todo lo que ha vivido.
Otras personas, más atrevidas, quieren saber cómo lo hace. «¿Cómo lo hago para qué?». La pregunta de la escritora es pertinente, por supuesto, pues se escribe, se sabe, como buenamente se puede, con altos y bajos, idas y vueltas, y siempre, siempre, con algo de temor por aquello que puja por salir y no se sabe si logrará llegar a puerto. Pero no, la persona no quiere saber cómo es que la escritora maneja el lenguaje ni tensiona las palabras, cómo, en definitiva, vuelve el arte de contar en una pieza narrativa; la duda es más bien concreta, saber cómo cresta lo hizo para sobrevivir con todo aquello que, a vista del libro en cuestión, le ha tocado vivir.
La anécdota es real y la escritora en cuestión, Lina Meruane, reflexionó sobre el asunto en un post que subió a Instagram, porque de un tiempo a esta parte, a los ojos de los lectores, escribir es hablar de uno mismo. Entonces, la persona del escritor se vuelve indispensable, su experiencia marital, si es que la tuvo; materna, si es que fue madre; guerrillera, si es activista política. También cosas banales, como si le gusta andar en bicicleta o prefiere el yoga; si come carne o es vegetariana; también qué opina sobre el cambio climático, los hoyos negros o el sistema solar, ¿qué tiene que decir sobre lo que ocurre en Tombuctú o a la vuelta de la esquina? Se busca saberlo todo, hasta el mínimo detalle, porque para muchas lectoras y lectores, ser escritora o escritor hoy día es militar, alzar banderas, movilizar grupos en pos de alguna causa en cuestión.
No se trata de arte ni literatura. No, no. Se trata de llevar la militancia al extremo de transgredir lo que realmente se piensa o siente en pos de esas masas ansiosas por identificar a qué grupo pertenece esa escritura. Entonces, la escritora o escritor de este tiempo, ese profesional dispuesto a darlo todo por su público, se convierte en una especie de catalizador de furias y pancartas que pueblan calles o redes sociales y se obliga a tener una posición remarcada, perfectamente identificable, porque eso es más gravitante que cualquier cosa que escriba.
Cualquier duda que lo asalte mientras lucha contra la lengua es una menudencia. Ni qué decir sobre las complejidades que afronta aquel ser humano cuando escribe desde ese lugar oscuro y sin nombrar, entregado a la página en blanco como único refugio. Nada importa menos que su relación con el arte. Porque, ¿qué es arte en esta era? Algo suntuario y sin sentido, una especie de capricho del que se puede salir arrancando cuando se dé la gana. Nadie toma en cuenta el hecho de que, pudiendo escoger, ninguna persona optaría por dedicar horas de encierro y soledad a una pieza incierta. ¿Por qué arriesgar parte de la vida en intentar traducir, digerir o sublimar experiencias, ideas o emociones? En nuestra era de selfies, es más importante mostrar de uno mismo que la materia de nuestras obras.
En su libro de ensayos Cuestiones candentes, Margaret Atwood, reflexiona sobre el asunto: «Empezando por el planeta. ¿Es verdad que el mundo está ardiendo? ¿Somos nosotros quienes lo hemos incendiado? ¿Podemos apagar el fuego? (…) Luego está la democracia. ¿Corre peligro? (…) Quienes hablan de “quemarlo todo” –un eslogan muy habitual en estos tiempos– ¿quieren decir de veras todo? Por ejemplo, ¿“todo” incluye también las palabras? ¿Deben ser, debemos ser, meros portavoces que van desgranando tópicos u obviedades para el supuesto beneficio de la sociedad o tenemos algún otro papel? Y si otros desaprueban nuestra función, ¿convendría quemar nuestros libros? ¿Por qué no? No sería la primera vez».
En ese contexto, claro, es justo preguntarse por qué escriben quienes escriben y, sobre todo, para qué. Qué utilidad tiene la literatura cuando es reducida a ser portavoz del malestar o derechamente de ciertos grupos reunidos por una causa o identidad. De hecho, cada día es más frecuente ser una escritora con apellido a secas: feminista, ecologista, vegana, indigenista, terraplanista o vaya una a saber qué más. Las presentaciones se vuelven una serie de dudosas credenciales morales o ideológicas que poco o nada tienen que ver con la obra, la materia escrita. Escribir en la era de la identidad es hacerlo como artista de rock, folk o country, ese punketa disruptivo, rapero indignado o flaite reggaetonero: debes ubicar tu parcela y dirigirte a tus fans, todo lo demás, sobra.
La obra no se mide por méritos propios. La obra no existe. Podemos matar al arte y no pasará nada, porque, de hecho, dejó de existir en nuestras cabezas, dejó de tener sentido y la sociedad civil sigue pidiendo la cabeza de este u otro escritor porque ofendió a tal o cual causa. Que no le den el premio, que lo retiren de la lista, que lo cancelen, que lo corrijan, que tachen esos párrafos, esas palabras innombrables, porque ¿qué se cree el infeliz? Entonces, valdría preguntarse (con urgencia, incluso), ¿qué es la literatura para nosotros habitantes del siglo XXI? ¿Por qué nos esmeramos en recomendar a nuestra muchachada que lea?