Como todos los hijos de personajes históricos cruciales, la vida de Svetlana Allilúieva, hija del dictador soviético Joseph Stalin, se convirtió en un periplo por huir de la sombra de su padre. A partir de la lectura del aclamado libro de la autora canadiense Rosemary Sullivan; La Hija de Stalin, editado en español por Debate, seguimos los pasos de su fascinante vida.
Cuesta entender cómo no se ha hecho una película -una cinta inolvidable, La película, con mayúsculas- sobre la vida de Svetlana Allilúieva, la hija de Stalin.
De haberse rodado, la cinta comenzaría con la imagen de una mujer de unos 40 años que sube con pies temblorosos las escalinatas embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi. Es el anochecer de un día de 1966, en plena guerra fría. La mujer lleva una maleta pequeña. Un guardia le abre la puerta. Le pregunta quién es y qué quiere, y ella extiende su pasaporte soviético. En él se leerá que ella es Svetlana Allilúieva, la hija de Joseph Stalin, el temido, el dictador, el jerarca de la nación archienemiga con la que Estados Unidos vive en permanente tensión, siempre ponderando que un paso en falso pueda hacer estallar el botón nuclear. La harán pasar a una sala pequeña, y la mujer explicará entonces que está desertando y ha venido a pedir asilo político
Como si fuera tan simple.
La cámara se movería entonces hacia los funcionarios diplomáticos correteando sin conducta por los pasillos de la embajada, cuchicheando entre sí, fumando como locos, llamando por teléfono y enviando télex urgentes al departamento de Estado; desconcertados, tomados de improviso, devanándose los sesos para tomar la decisión correcta. ¿Es realmente esa mujer que espera en la puerta la hija del jerarca soviético Joseph Stalin? ¿O será una espía? ¿Qué trampa es esta? ¿Y si es una impostora? ¿O simplemente una loca?
El siguiente plano mostraría a Svetlana huyendo hacia el aeropuerto junto al oficial de la CIA Robert Rayle, comprando un pasaje para Italia, esperando el vuelo retrasado en tenso silencio con el alma en vilo y abordando el avión justo minutos antes de que–solventadas las 10 horas de diferencia horaria entre Delhi y Washington- llegase el télex de la Casa Blanca con la orden de “no asilar”. Demasiado tarde. Svetlana, acompañada Rayle, ya iría volando rumbo a occidente, a conseguir la vida que sueña, sin que nadie en ese avión sospeche de la bomba política, del detonante de guerra que va sentado junto a ellos en la cabina.
Entonces el director podría decidir que es momento de un flashback, y veríamos a la pequeña Svetlana correteando por el Palacio Poteshny, sentada en las rodillas de su padre o quedándose dormida entre las sillas en medio de un largo festín regado con caviar y vodka junto a los miembros del politburó.
Y veríamos cómo ese cuento de hadas de la princesita soviética comienza a trizarse el día en que su madre, Nadia, se dispara un balazo directo al corazón. Para seguir quebrándose irremediablemente luego de que sus amados tíos y tías maternos sean enviados por el padre a Siberia o a la muerte, acusados de traición, con tantos otros en sus días.
Svetlana crecerá en medio de un mar de dudas. Pese a todo, cumplirá. Se incorporará a los jóvenes pioneros, será una alumna brillante y seguirá buscando la aprobación de su padre. Pero la película iría revelando cómo esta chica inteligente, erudita y despierta comienza a asomarse amargamente a la verdad de las conspiraciones, las mentiras, la muerte y el dolor. Y cómo luchará incansablemente por ser ella misma, por sentir por sí misma, por pensar por sí misma, intentando desesperadamente ignorar la jaula de oro en que su condición de alteza del soviet la ha puesto para siempre.
Como si fuera posible.
Esta es la película que se sigue al leer la notable biografía La hija de Stalin, la extraordinaria y tumultuosa vida de Svetlana Allilúieva, de la canadiense Rosemary Sullivan, editada recientemente en español por Debate, tres años después de su publicación en inglés.
La leí en 2015, en su idioma original, y no he dejado de recomendarla desde entonces. Es uno de esos libros que tienen la facultad de enganchar y sorprender incesantemente mientras se avanza en la lectura, debido en buena parte a la rocambolesca sucesión de insólitos acontecimientos vitales que atraviesa –o más bien gatilla – la protagonista, pero también a causa de admirable capacidad de la autora para trenzar el rigor investigativo y la soltura narrativa con un esfuerzo sincero y cariñoso por comprender las enormes contradicciones de su personaje. Todo queda a la vista. La impulsividad casi infantil de Svetlana, su inevitable sentido de la escena y la política, su serena actitud frente a la adversidad y, sobre todo, la conmovedora ingenuidad con la que va intentando, desesperadamente, construir una identidad propia lejos de la sombra de su padre.
Como si fuese tan fácil.
La pasión que la mueve –reflejada en sus enamoramientos intempestivos y sucesivos, sus cartas encendidas, su anhelo de convertirse en una escritora famosa, su amor pese todo por su patria, su gente y su paisaje- la convierten una heroína rusa, lo que se llama rusa, totalmente rusa. Una Anna Karenina en medio de espías y agentes encubiertos, intentando que le crean lo que en ese contexto resulta absolutamente improbable: que no la mueven ni el cálculo ni la manipulación, que no es parte de un engranaje conspirativo mayor, que no obedece a ningún otro mandato que no sea su inmenso, total y absoluto anhelo de libertad.
Cuando Svetlana llega a las puertas de la embajada de EE.UU en la India está herida. Está herida y está harta. Harta de que no le permitan amar a quien le plazca, harta de no poder vivir su vida. Cuando a los 16 años se enamora del guionista de cine judío Alekséi Kápler, de 40, su padre corta por lo sano exiliando al pretendiente a la zona polar. Luego se casa, tiene dos hijos, se separa. Cuando llega a las puertas de la embajada de Estados Unidos en la India, viene cargada de un nuevo duelo amoroso. En Moscú se ha emparejado con Brajesh Singh, un comunista hijo de un rajá Indio. Son felices por un rato, pero el Partido les niega permiso para casarse. Él está gravemente enfermo. Él muere. Ella pide que le permitan llevar sus cenizas al Ganges. El aparato soviético se opone. Ella insiste. Lo consigue. Viaja escoltada por funcionarios vigilantes y controladores. No lo soporta. Se percata que la embajada de Estados Unidos está muy cerca de donde aloja. Se le ocurre una idea. Y la ejecuta. No viene planificando la huida desde Moscú, asegurará una y otra vez. Deserta por un impulso. Es un gesto nacido de la rabia y el hastío.
Llega a un EE.UU en que no sabe cómo moverse. No conoce el dinero. No entiende cómo administrarlo, como ahorrarlo, cómo usarlo. Cree que el manuscrito de sus memorias le dará la seguridad económica que le permita una vida cómoda. Hace una mala negociación. Pierde la plata. Se rodea de amigos que la apoyan, pero se les cuelga como un perrito faldero Es incapaz de entender los límites de la hospitalidad. Viaja a Arizona a conocer Taliesin, la sociedad arquitectónica experimental de vivienda comunitaria creada Francis Lloyd Wright, solo para caer en las redes de Olga, la viuda montenegrina del arquitecto, tosca seguidora de Gurdieff que ha convertido la comuna en una secta de dudoso vuelo intelectual y abundante charlatanería espiritual. Olga urde un plan para casarla con el arquitecto en jefe y así apoderarse del dinero que, piensa, tiene la rusa. Svetlana, enamorada del amor, cae redonda. Cree que ha encontrado al hombre de su vida. Tiene una hija. Se separa otra vez Emigra a Inglaterra. Pasan los años. Viene la Perestroika. Vuelve a Moscú… Su periplo insatisfecho en busca de un lugar en el mundo es de nunca acabar.
La hija de Stalin murió en 2011, a los 85 años, como ciudadana norteamericana en un asilo de ancianos en Wisconsin. Poco antes contestó así a un periodista que registró su última entrevista: “¿Que si he perdonado a mi padre? nunca voy a perdonarlo. ¡Nunca!… Destruyó mi vida. ¡Quiero explicárselo a usted: destruyó mi vida!”.
Como si pudiese haber sido de otro modo.