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«La librería ambulante», de Christopher Morley: Los cien años de una librería muy particular

Soledad Rodillo Por Soledad Rodillo

Nos declaramos amantes de las librerías, de esos espacios surtidos, bien distribuidos, con vendedores amables y conocedores de su colección; de esos lugares en donde te puedes sentar un buen rato a revisar, hojear o mirar sin problemas, ni música estridente. En medio de un lugar como este —en Tipos Infames, en Madrid—, nuestra colaboradora...

Nos declaramos amantes de las librerías, de esos espacios surtidos, bien distribuidos, con vendedores amables y conocedores de su colección; de esos lugares en donde te puedes sentar un buen rato a revisar, hojear o mirar sin problemas, ni música estridente. En medio de un lugar como este —en Tipos Infames, en Madrid—, nuestra colaboradora Soledad Rodillo encontró una novela sobre una librería muy especial, un carromato que vende libros en los EEUU, de principios del siglo XX.

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Tengo una fijación con las librerías. Me gustan, no hay nada que hacerle. Ver como tienen los libros —ver por ejemplo a quién tienen en el mesón principal, ¿a los superventas o a los elegidos según el gusto del librero?—, ver si tienen editoriales chicas, revisar si llegaron las novedades del extranjero (si estoy en Chile), y buscar libros de chilenos si estoy en el exterior (y ahí sí qué gozo cuando me encuentro a mis autores preferidos, o me enojo si no hay ningún ninguno o ninguno de los que me gustan).

No tengo preferencias en librerías, aunque me gustan más las que tienen sillas donde sentarse y puedo quedarme un rato hojeando libros antes de decidirme a comprar. También me gustan las que tienen libreros o vendedores que conocen lo que tienen, y saben buscar lecturas “amigas” si no está lo que uno quiere. Esos libreros que tienen la ocurrencia genial de recomendarte a Shirley Jackson después de que mencionaste que te gustaba Mariana Enríquez y no caen en absurdos como recomendarte Los pilares de la tierra si ven que en tu mano sostienes un libro de Simone de Beauvoir. En una de esas librerías perfectas, en las que uno quisiera pasar la tarde entera, –como en Tipos infames, en Madrid–, encontré en unos de sus mesones destacados La librería ambulante, de Christopher Morley, y como también me gustan las novelas sobre librerías –y esta cumple 100 años desde su publicación– decidí llevarla y leerla.

z-PortadaY fue una buena elección: La librería ambulante (Periférica, 2016), la primera novela que escribió el norteamericano Christopher Morley, reconocido periodista de la primera mitad del siglo XX, es simplemente genial. Con un estilo que nos recuerda a Mark Twain, la novela narra con ironía y gracia el giro que sufrió la señorita Helen McGill cuando a sus 39 años deja la granja donde vivía con su hermano Andrew para embarcarse en un carromato lleno de libros.

Los hermanos McGill eran granjeros felices, según narra Helen en la novela, hasta que un montón de libros heredados entraron al hogar: “Ése fue el comienzo del fin. Si lo hubiera sabido…”. Porque con la llegada de los libros su adorado hermano comenzó a leer a toda hora y luego a escribir mientras ella seguía afanada manteniendo la granja y preparando pan, huevos y conservas para el desayuno; “sopa y carne, vegetales, dumplings, ternera en salsa, pan integral, pan blanco, pudín de arándanos, pastel de chocolate y suero para la comida. Magdalenas, té, salchichas, moras, nata y donuts para la cena”. Hasta ahí, Helen no se había preocupado del tema, pero cuando le publican el manuscrito a su hermano –Paraíso Recobrado–, y este empieza a tener éxito, alejándolo de sus obligaciones en la granja y llevándolo a ausentarse por meses de la casa, la hermana no aguanta más.

Es ahí donde irrumpen de nuevo los libros en la vida de Helen McGill. Esta vez con la llegada de un tal señor Mifflin y su librería ambulante (Parnasssus on wheels es su título en inglés) a la venta: un carromato muy bonito tirado por un caballo, con estanterías llenas de libros, y que adentro tenía un perro, estufa, platos y hasta refrigerador para hacer más cómodo el viaje al vendedor ambulante. Y Helen, a los 39 años (una edad avanzada, según los personajes del libro) decide comprar el parnaso, no sabe si por la belleza de “aquel absurdo carruaje” o por la locura de la proposición o “quizás simplemente por el deseo de tener mis propias aventuras” y, aprovechando que su hermano no está en la casa, parte con el señor Mifflin camino a Nueva York.

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Y es en este viaje entre el pueblo de Redfield y la gran ciudad –que el autor narra con genialidad e ironía– donde uno se encuentra con ese Estados Unidos de hace 100 años, donde aún conviven caballos y autos en los caminos, y con dos personajes entrañables: por un lado esta mujer solitaria que alguna vez fue una institutriz, pero que lleva años recluida a las labores domésticas, y por el otro lado, un vendedor solitario, experto en el arte del comercio y la palabrería, pero sobre todo, un gran amante de los libros.

En cada granja y pueblo que pasan, Helen se maravilla de la manera como Mifflin vende los libros: “Habló con las abuelas sobre la confección de colchas de patchwork, se ofreció a regalarle un retazo de su corbata y le contó absolutamente todo acerca de los libros ilustrados sobre colchas que tenía en su caravana”; a otros los convenció de comprar libros de ingeniería, de cocina y religión, y a todos los llenó de frases sobre la importancia de la lectura: “Deles a estos dos chicos mejor unos cuantos buenos libros y los pondrá en lo ancho y casi siempre bloqueado camino hacia la felicidad”, “Ahí tiene Mujercitas donde su chica podrá aprender mucho más sobre la auténtica juventud de las señoritas y la adecuada feminidad de las mujeres que todo un año de juegos con muñecas en el desván”, son algunos de los consejos que les dio.

Arriba del carromato, Helen volvió a encontrarse con los libros y con la vida misma: el paisaje rural, los sentimientos, la gente. “No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan  me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo  y el viento en los árboles”, dice Helen en una parte del viaje. Y aunque no contaré el final, debo decir que el libro es encantador y que nos lleva a un tiempo sin tiempo, donde el libro aparece como una preciosa metáfora de la libertad y la independencia, y un impulso para recorrer nuevos horizontes, sean estos reales o imaginarios.

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Soledad Rodillo

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Lectora empedernida, dedica su tiempo a escribir artículos culturales para diarios y revistas especializadas. Es colaboradora estable de nuestro blog.

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