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La literatura no me falla

Soledad Rodillo Por Soledad Rodillo

Los libros me han permitido seguir adelante, son mi apoyo, son mis ojos, son mi luz. Con ellos puedo ver todo lo que quiero,  incluso lo que no quiero: lo bello y lo amargo, lo real y lo ficticio, mi vida y la de los demás. [Fotos: Soledad Rodillo]

No es exagerado que diga que la literatura me ha acompañado en los momentos más felices y en los más difíciles de mi vida, en mis momentos más tristes y solitarios; en mis días de relajo, en las vacaciones –bajo el sol de la playa o las tardes de descanso arrumbada en un sillón–; en los rutinarios días de encierro de esta maldita pandemia, cuando he estado sana y también cuando he estado enferma.

No es algo reciente. Los libros han estado en mi vida desde la niñez. No tengo recuerdos si es que alguna vez me leyeron antes de dormir pero sí me acuerdo de todas las veces que mi mamá me llevó a la librería, después de alguna visita al doctor, y me hizo escoger el libro que yo que quisiera, sin importarle de qué se tratara ni cuánto costaba. Así hizo que las visitas a los doctores fueran menos aburridas, y de paso, me hizo formar mi propia biblioteca, distinta a la de mi casa, en un pequeño armario frente a mi cama. Ahí guardaba mis libros de Enid Blyton, mis libros de aventuras –Tom Sawyer y Moby Dick–, mis libros ilustrados de Oscar Wilde y Pearl S. Buck, y mi maravilloso libro de cuentos rusos que me hacía soñar con esos nombres tan complicados.

La juventud la viví intensamente acompañada de Djuna Barnes y los diarios y novelas de Anaïs Nin. Me enamoré de Henry Miller y sufrí en la vida real de forma tan intensa que solo los poemas de Paul Éluard y de Baudelaire entendían mis penas de amor. Crecí y me formé apoyada en libros, no sé si eso fue bueno, pero eso fue. No hay como un buen libro para entender el amor y la amistad, aunque sea una ficción.

Por los libros he conocido a mucha gente, me he hecho amistades profundas solo por compartir el placer de la lectura. He conocido libreros maravillosos, amigas y amigos que comparten este mismo vicio, que nos hermanan –aunque no siempre coincidamos en los mismos autores– en el placer de entrar en una historia y no querer salir nunca más.

La literatura no solo es mi gran pasión, también es mi trabajo y mi educación. Cada escritor que leo me lleva a otro y a otro, y aunque alguna vez pensé que llegaría a leerlos a todos –de hecho tengo un cuaderno con una lista eterna de escritoras y escritores por leer– ahora sé  que nunca alcanzaré a hacerlo, que es una meta imposible e innecesaria porque cada libro es un viaje, y no es importante a cuántos lugares llego, sino en cuántos viajes me he sentido viva.

En ciertos momentos he leído clásicos, en otros, solo novedades; ahora por casualidad he leído tres libros seguidos que tratan sobre orfanatos: Solenoide de Mircea Cartarescu, El jardín de vidrio de Tatiana Tibuleac y Memorias por correspondencia de Emma Reyes, los tres muy distintos entre sí pero que me han abierto a la dolorosa infancia de los niños no deseados, que pasan hambre y frío en lugares inhóspitos, que hacen sus necesidades en bacinicas compartidas y que crecen sin ningún afecto a su alrededor.

La literatura, como siempre, me ha mostrado lo más lindo del mundo y también lo más triste. A su lado me he sentido acompañada: he gozado con la felicidad de tantos personajes ficticios como si fueran mis mejores amigos y he sufrido también con la muerte, la pobreza y el dolor ajenos. Mi propio dolor muchas veces ha sido ensombrecido, otras veces compartido. 

Hace unos meses, después de tener COVID y pasar varios días en la clínica, no pude volver a leer. Mi vista no enfoca las letras y no sé si algún día lo hará. Así y todo, en  estos meses he podido leer más que nunca. Me he reconciliado con los audiolibros –a lo que antes miraba en menos– y he pasado todos estos meses sin vista leyendo como posesa, haciendo mis clubes de lectura, preparando cada clase con podcast, audios y conferencias en YouTube, y debo reconocer que he aprendido mucho, que los ojos no me han impedido leer y que la literatura nuevamente ha sido el pilar que me ha mantenido en pie.  

Las fotos se ven borrosas, las películas son difíciles de seguir pero la literatura se ha mantenido firme a mi lado, a través de personas queridas que me han leído, a través de los cada vez más numerosos libros en audio, por medio de los cientos de programas literarios que encuentro en Spotify. 

Durante estos meses he debido fortalecerme para volver a caminar, he debido ejercitarme para poder sostener un tazón y lavarme el pelo. Mi gran soporte han sido mi familia y mis amigos, y mi gran pilar, los libros. En ellos me he apoyado como en dos grandes muletas que me han mantenido en pie: los libros en papel, que cada mes debo leer para continuar con mi club de lectura y mis reseñas, han sido un motor fundamental, y los audiolibros, tantos que he escuchado en este tiempo, de novelas latinoamericanas de autoras como Fernanda Melchor, Alejandra Costamagna, Samantha Schweblin y Sara Gallardo;  la última de Sally Rooney , todas las de Elena Ferrante, y Sangre en el ojo de Lina Meruane que habla de un episodio de su vida cuando quedó ciega por más de un mes y que ahora me atreví a leer cuando una situación similar nos hermanaba. Los libros me han permitido seguir adelante, son mi apoyo, son mis ojos, son mi luz. Con ellos puedo ver todo lo que quiero,  incluso lo que no quiero: lo bello y lo amargo, lo real y lo ficticio, mi vida y la de los demás.

Como siempre, desde que era chica, la lectura está conmigo. Puede caerse el mundo pero la literatura no me ha fallado.

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Soledad Rodillo

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Lectora empedernida, dedica su tiempo a escribir artículos culturales para diarios y revistas especializadas. Es colaboradora estable de nuestro blog.

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