Columnas

La supremacía de lo igual

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

Fui una niña de barrio. La calle era el territorio donde íbamos a parar después de tomar la leche y hacer las tareas. Una promesa, nuestra iniciación. Ahí corríamos y andábamos en bicicleta, jugábamos al rin raja, al paco ladrón. También debíamos enfrentar a la vecina que nos amenazaba con llamar a la sociedad protectora...

Fui una niña de barrio. La calle era el territorio donde íbamos a parar después de tomar la leche y hacer las tareas. Una promesa, nuestra iniciación. Ahí corríamos y andábamos en bicicleta, jugábamos al rin raja, al paco ladrón. También debíamos enfrentar a la vecina que nos amenazaba con llamar a la sociedad protectora de animales cuando le gritábamos a Matías, nuestro perro, que se fuera para la casa –el muy vivo, se escapaba por un hueco de la reja para salir a vagabundear con nosotros–. La calle, ciertamente, era mejor que la casa. Eso lo sabía cualquiera.

Levantarse cada mañana, ir al colegio y volver en la micro formaba parte del mismo y único ritual: esperar la hora para salir a la calle y encontrarse de cara con el otro. Corríamos peligros, claro, por eso muchas mamás restringían las salidas y preferían que sus niños estuvieran en casa, con sus amigos. Como el chico de la esquina que nos invitaba a jugar a su casa porque no lo dejaban salir. Cierto que tenía una pieza llena de juguetes, cierto que los tés eran los mejores tés del barrio –pan con palta o jamón todos los días–, y sobre todo, una mamá que estaba presente como Gran Hermano: alerta, siempre vigilando.

Pero los chicos del barrio teníamos trece o catorce años y ya no queríamos que las mamás estuvieran señalándonos el espacio de juego. Queríamos apropiarnos de esa senda por nuestros propios medios. La calle no era para los miedosos, era para los iniciados. Porque a veces, cuando jugábamos al espionaje o tocábamos timbres y salíamos arrancando, los vecinos se sulfuraban y nos correteaban bajo amenaza de llamar a los adultos. O el quiosquero que nos vendía cigarros de a uno y después echaba talla a nuestros padres cuando los acompañábamos a comprar el diario. Para qué decir del miedo que nos daba la loca que pasaba pidiendo ropa y que nos advertía del fin del mundo. Su cuerpo era una enorme esfera de vestidos y chalecos, uno arriba del otro, desguañangados, hechos jirones.

El vértigo de la calle era descubrir ese tremendo caos en el orden de las cosas, que una mañana cualquiera, un chico de la cuadra del lado podía pegarse un tiro en la cabeza o ser atropellado por una micro. Pasaban cosas. Y, sin embargo, estábamos ahí, todas las tardes dispuestos a que la calle hiciera entrada en nuestras vidas.

Traigo estas imágenes, porque en los tiempos en que vivimos, pareciera ser que lo distinto se remite única y exclusivamente a Daniela Vega. Pesada carga se lleva la actriz, bastante injusta también, pues ella representa a tantas y tantos que forman parte de nuestra realidad desde hace siglos, pero recién ahora, en esta era, nos hemos decidido a abordar. Y de pronto, nuestra sociedad parece despertar. Comenzamos a enfilar hacia una comunidad más tolerante, más humana, hasta que saltan algunas voces, como las de un diputado de nuestra República escandalizado porque se legislará al respecto. Que Daniela es Daniel, que será hombre porque nació hombre, que ningún hombre puede pretender ser mujer, alega. ¿Qué cosas dice, señor Romero? ¿Quiénes son sus amigos del barrio?

No quiero ahondar en disquisiciones sobre qué es ser mujer u hombre y cómo se expresan sus identidades de género, porque esa conversación se está dando a gran escala. Lo que quiero es fijar el lente en la ilusión que genera una sociedad híperconectada como la nuestra y que lleva a este señor a sentirse ofendido por la complacencia social con que se acepta lo distinto.

Las redes sociales no son la calle, aunque hagan como si lo fueran. Esos miles de amigos que tenemos, no son el otro, aunque se presten para la farsa. Porque esos amigos están mediados por nuestro dedo acusador que podrá bloquearlos, funarlos o hacerlos caer si es que nos interpelan o incomodan. En cambio, daremos likes y caritas felices a quienes opinan como nosotros y no nos ofenden ni nos hacen dudar. La ilusión en la que cae el señor Romero es creer que solo los iguales nos otorgan la posibilidad de descubrir nuestra identidad.

Y no es así. Las redes sociales parecieran destinadas a convertirnos en dóciles rebaños, sujetos viejos, cansados de emociones fuertes, porque si todo está tan bien entre mis pares, ¿para qué acercarnos a lo distinto? Y así vamos formando esa red en donde “la negatividad del otro deja paso a la positividad de lo igual”, como dice Byung-Chul Han en ese exquisito ensayo La expulsión de lo distinto: “La red se transforma en una caja de resonancia especial, en una cámara de eco de la que se ha eliminado toda alteridad, todo lo extraño.” En otras palabras, nos escuchamos de diferentes maneras y tonos, una y cien veces, como si estuviéramos encerrados en una pieza de espejos, como si efectivamente fuéramos únicos en el mundo. Uno mismo replicado por un millón de amigos. Entonces, la pregunta de Byung-Chul Han cobra una relevancia feroz, porque si no tenemos opuestos, ¿cómo nos construimos?, ¿cómo sabemos qué queremos? El papel del otro es, precisamente, acercarnos a esas preguntas esenciales.

La ilusión en la que cae el señor Romero es creer que solo los iguales nos otorgan la posibilidad de descubrir nuestra identidad.

El problema de la resonancia que plantea Han conlleva otra amenaza más silenciosa, pero tan contundente como un ladrillo de concreto: el impacto con que recibimos el rechazo. La funa de nuestros iguales. En la red aprendemos rápidamente: mis amigos son también mis enemigos. Lo supo duramente la niña del colegio Nido de Águilas que se quitó la vida. Y como ella, lo saben tantos jóvenes que han sufrido bullying y cacerías on line. Si ese otro que es mi igual no da la cara, ¿cómo me defiendo?

En la calle teníamos la ventaja de mirarnos a los ojos, había que ser valientes para desafiar a los de la otra cuadra, esos que andaban en unas bicicross muchísimo más rápidas que las nuestras y amenazaban con apropiarse de nuestros espacios de juego. A veces, llegábamos a las manos, porque las disputas se zanjaban ahí, no mañana, no mediante este o aquel, sino que en la calle, ahora. Pero en la red, ¿a quién le ofrezco ala? Si ese otro que es mi igual me ofende y rechaza, ¿contra quién peleo? La respuesta que sugiere Han es bastante enferma: contra nosotros mismos. Si mi posteo no recibe likes, no sirvo, no soy buena. Si la foto en que me expongo es denostada, tengo un problema. No son esos iguales los que me dañan, yo estoy mal.

En la era de la conexión, los números son todo. La amistad es amistad siempre y cuando pueda traducirse en cifras. Y la ansiedad, el desconsuelo, la rabia. Vamos sumando desconocidos, sumando aprietos, sumando ganas por ser descubierto en esa marea de emoticones. Y temo, sufro, cualquier día me vuelvo transparente. Cualquier día no me gusto más y desaparezco.

Y recuerdo a George Steiner, que en su libro Lenguaje y silencio escribió que nuestra era abandonaba la primacía de la palabra “de lo que puede decirse y comunicarse en el discurso” para volverse hacia la tecnología, las matemáticas. La calle necesita relatarse, cada tarde era una experiencia para narrar. Las redes se traducen en cifras, porcentajes y, entre medio, nosotros, nuestros niños, nuestros jóvenes. ¿Cómo resolveremos este acertijo?

 

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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