Desde hace semanas, la consigna en las calles es “Chile despertó”, la cantan la multitud de ciudadanos movilizados a lo largo de todo el país. Exigen cambios estructurales en nuestra política: no más abusos, no más privilegios, una vida digna. Transitan entre la rabia y la esperanza, entre la angustia y la violencia. Las canciones han acompañado, las manifestaciones gráficas proliferaron de forma instantánea: la ciudad se ha llenado de textos e imágenes, se hacen cargo del momento. El arte de la urgencia, llamémosle. Tal como estas artes, la literatura aporta con los ecos de la memoria. Las revueltas, revoluciones, motines o asonadas populares están presentes a lo largo de nuestras letras y su tradición, en obras emblemáticas y otras que llaman a la relectura inminente. A continuación, te mencionamos algunos ejemplos que nos hacen cierto sentido.
Hijo de ladrón (1951)
“Hay pocas obras que combinen con tanta destreza los artificios vanguardistas con una empatía genuina hacia el género humano”, dice el escritor Álvaro Bisama sobre la obra cumbre de Manuel Rojas. Es que Hijo de ladrón no solo es de nuestros pilares narrativos por su riqueza técnica sino por la aguda mirada con que Rojas narra al sujeto popular y sus contextos. En la novela, primera de una tetralogía, nos adentramos en la infancia y juventud de Aniceto Hevia, literalmente un hijo de ladrón, en su tránsito entre Buenos Aires y Valparaíso. Es precisamente en el puerto en donde “sin que nadie supiera en qué callejuela del puerto, en qué avenida de la ciudad o en qué callejón de cerro ardió la chispa que llegó a convertirse en agitada llama”. Aniceto, de paso por el puerto, con miras a emigrar a nuevas latitudes, se ve en medio de una protesta eufórica y de combustión instantánea de la que pronto se hace parte, sin saber muy bien por qué. “¡Quieren subirlos a 20! ¡Mueran!”, gritan los manifestantes y se alzan contra lo que consideran injusto. Destruyen el asfalto, se enfrentan a piedrazos a la policía, huyen, destruyen faroles y vitrinas, saquean almacenes, los comerciantes les disparan, hiriendo a inocentes curiosos, la turba se decide a dar vuelta un par de tranvías: “No tenían nada que ver, es cierto, con el alza de las tarifas de tranvías, pero muchos hombres aprovecharon la oportunidad para demostrar su antipatía hacia los que durante meses y años explotan su pobreza y viven de ella”, reflexiona Aniceto. En pocos minutos pasan de ser una veintena a un centenar de manifestantes, por todo el centro de Valparaíso. Cae la noche. Los boticarios mantienen sus negocios abiertos esperando obtener una ventaja económica de la revuelta, los delincuentes se aprovechan del fervor, pero los mismos manifestantes los enfrentan: “somos trabajadores y no rateros, ¿entiendes?”. Tras la protesta, asisten masivamente a las cantinas, se emborrachan pero la Policía no se ha quedado tranquila y los sorprenden. Apalean a algunos borrachos. Los detienen. Aniceto Hevia, mientras escapa de los oficiales, recoge una piedra y la lanza, dándole justo a un policía que se tambalea y deja escapar a su detenido. Entonces, Aniceto, con la guardia en baja, es capturado por otro oficial. El episodio que escribe Manuel Rojas, pareciera estar inspirado directamente en la revolución de la chaucha de 1949.
Ranquil, novela de la tierra (1966)
Oriundo de la ciudad de Coronel, el escritor y periodista Reinaldo Lomboy escribió tres novelas y dos libros de cuentos. Ranquil, novela de la tierra fue su segunda publicación y la que le dio mayor visibilidad. En ella, Lomboy nos recrea una tragedia histórica: la acontecida a los campesinos del sector de Lonquimay, en Ranquil (actual región del Ñuble), que tras ser estafados por la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, que les quitó sus tierras para otorgárselas a colonos extranjeros y los resituó en residencias modestas de tierras pedregosas cuyos títulos de propiedad nunca tramitó. Fue años después, durante el gobierno de Alessandri Palma y, cuando los campesinos lograron mejorar la fertilidad del terreno, que este fue reclamado para sí por la Sociedad Puelma Tupper, logrando rápidamente su desalojo. Desterrados a la zona cordillerana, en donde poco a poco iban muriendo ellos y sus hijos, y completamente abandonados por el Estado, los campesinos organizaron su rabia y decidieron destruir las pulperías y tomarse los fundos de los terratenientes, es decir los terrenos que el Estado les había otorgado y desconocidoposteriormente. Es en este punto que se inserta la novela de Lomboy, y lo hace desde el punto de vista de los amotinados, hecho que la insertó en la naciente literatura social chilena. Presenciaremos así las últimas horas de esta resistencia que desembocará en una lamentable y sangrienta matanza efectuada por la Policía. “¡Vayan aprontándose para mandarse cambiar!… ¡Si no!…” les ordena desde el primer momento la cuestionada autoridad. “¡Si no!… ¿qué? ¿Acaso irían a echarlos a latigazos como a bestias? ¿A balas, como a criminales?” responden los campesinos. “Si todos juntos nos ponimos en que ‘no’, no van a poder echarnos. ¡Ni en carne nos sacan de aquí, compañeros!” concluye uno de ellos. Narrada con prolijidad y dureza, la novela asume compromisos y miradas políticas, para sentenciar hacia su final con frases del estilo “los campesinos han sabido morir para señalar el camino por donde va el hombre al encuentro de su dignidad”.
Al sur de la Alameda: diario de una toma (2014)
La novela gráfica de la escritora Lola Larra y el ilustrador Vicente Reinamontes está inspirada en la revolución pingüina del año 2006. Aquel movimiento estudiantil secundario que realizó una serie de tomas de liceos y colegios a lo largo de todo el país y cuya más notoria consecuencia fue la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de la Enseñanza (LOCE), que entró en vigencia el último día de la dictadura de Pinochet. En el relato de Larra y Reinamontes nos remontamos a la época a través de dos narradores: el primero es Nicolás, un estudiante que anota en su diario su rutina, sus reflexiones, y temores durante siete días de la toma de su colegio particular ubicado al sur de la Alameda. Por otro lado, esta mirada es complementada por un observador externo que, a través de sus binoculares y desde un departamento es testigo de las distintas instancias de la toma, las cuales nos narra a través del dibujo. El relato nos muestra una forma particular de protesta: la ocupación, esa zona temporalmente autónoma que enloquecería a Hakim Bey. Espacio prestado en que sus participantes, en este caso niños, se reúnen, se organizan y buscan diálogo con las autoridades para conseguir una reforma educacional, centrada en la equidad y la justicia. Nicolás juega de arquero y quizá esa esa soledad la que lo aleja de la colectividad de la política: “nos pasamos el día en reuniones; es una especie de enfermedad que no sé si podré soportar”, sentenciará y confirmará después: “las asambleas me siguen aburriendo muchísimo”. Sin embargo, la experiencia le hará concluir: “siete días pueden cambiarte”.
La sangre y la esperanza (1943)
“¡Viva la Federación Obrera de Chile! ¡Viva! ¡Vivan los tranviarios federados! ¡Vivan!” son los vítores que escucha Enrique Quilodrán, el niño narrador de esta célebre novela de Nicomedes Guzmán, desde el segundo piso de su casa que mira a la calle Mapocho. La curiosidad lo lleva a asomarse y observar el espectáculo de la protesta, que lamentablemente tendrá un final trágico pero significativo para el futuro del personaje. Los trabajadores del transporte transviario marchan por la calle, enfundados en su uniforme gris. Su madre y su hermana se le acercan temblorosas de miedo “¡hay que encontrar a mi papá!”, dice y sentencia: “¡tenemos que encontrarlo, es tan «metido» en estas cosas, quizá qué le pueda pasar!…”. La madre contesta: “¡sí, hay que ubicarlo!”. Es entonces que Enrique da con su padre en medio de la manifestación. Lo llama, asomando la cabeza por un vidrio roto, pero este lo ignora. Observa nuevamente la muchedumbre, sus aplausos y gritos hasta que el silencio anticipa la llegada de la policía. “Por Mapocho avanzaba, al rápido galope de las cabalgaduras, uno o quizás dos piquetes de lanceros”. El padre de Enrique alcanza a gritar alguna consigna más y todos proceden a correr por las distintas calles del Barrio Yungay para refugiarse de la represión. “Muchos se defendían. Se oían disparos. Resbalaban piafando los caballos en las piedras mojadas por la llovizna. Había gritos. Insultos. Maldiciones”, observará el menor. Comienza, entonces el enfrentamiento. Y posteriormente el asesinato del padre de su amigo Zoroabel a manos de la autoridad. “la lanza lo ultimó al primer puntazo. Y allí quedó su cuerpo, sangrante, palpitante aún, junto al del soldado caído, aplastado por las patas de las bestias acezantes”. Le impresiona ver horas después a su amigo, llorando el cadáver de su padre. Al llegar, el carro de la morgue hace retiro de “los cinco o seis caídos”, los carabineros se duplican para mantener el orden en las calles, los tranvías funcionan con los trabajadores rompehuelgas y custodiados por los soldados. “Parecía que todo aquello era la celebración del dieciocho de septiembre, por la profusión de banderas que se veía en las lanzas”, observa el niño. Será la primera de muchas reflexiones que tendrá sobre la autoridad y su presencia en el barrio, en una novela sobre el sujeto proletario, obsesionada con cada ladrillo del Santiago popular, para cuya construcción Guzmán no dudó en utilizar su propia biografía. Zoroabel, su amigo, tendrá más adelante su venganza.