Columnas

Lecturas de largo aliento

Daniel Hidalgo Por Daniel Hidalgo

Ejercicios de lenguaje, cruce de géneros. ¿Qué gatilla la necesidad de una escritura y lectura de largo aliento? Enfrentado a la más reciente novela de la argentina Mariana Enríquez, «Nuestra parte de noche», Daniel Hidalgo reflexiona sobre estos verdaderos desafíos lectores.

Este texto debí haberlo terminado hace tres semanas. No es esta una confesión gratuita, ni tampoco una que me enorgullezca mucho. Lo cierto es que la lectura de Nuestra parte de noche (2019), la muy en boga nueva novela de la escritora argentina Mariana Enríquez [en la foto principal, créditos: Culto LT], publicada por Anagrama y ganadora del último Premio Herralde de Novela, me ha hecho reflexionar sobre las lecturas de largo aliento y la temporada estival.

Aclaremos un par de cosas: la novela de Enríquez, a quien conocía por sus excelentes cuentos, por poco no alcanza las 700 páginas. La leí durante mis vacaciones, las que terminan hoy. Entre medio me cambié de casa, tuve que desarmar y ordenar mi biblioteca, revisar un manuscrito por enésima vez y ponerme al día con todas las películas y series del año que tenía pendientes. Más allá de que disfruté mucho de la lectura de la novela, una repasada por parte importante de la tradición del terror universal y local ­–desde Stephen King hasta Borges o Laiseca–, me hizo reestructurar mis tiempos, una y otra vez, semana tras semana, con la intención de terminarla antes de lo que efectivamente lo hice.

Nada nuevo. Recuerdo algunas veces, con anterioridad, cuando a sabiendas de venirse un verano encima, y evitando los viajes, los cerros, la arena, los mares y las piscinas lo más posible, armaba todo un catálogo de lecturas, con la fantasía de leerme un libro distinto cada dos o tres días, encerrado en una pieza. De adentrarme en muchas historias distintas, de conocer muchos personajes y abandonarlos para conocer a otros, entregado a la promiscuidad lectora. No siempre lo logré. Sobre todo cuando aparecía un libro más grueso que la media y ahí me estancaba, quedando el resto a la cola, arruinando mi cronograma. Poco a poco me fui dando cuenta de que era necesario, para el éxito de este fin, que el corpus de lecturas fueran formatos cortos: novelas breves, volúmenes de cuentos, poemarios. Algo así como lecturas para el verano. O lecturas de vacaciones.

Los tiempos de lecturas siempre son subjetivos, y no solo para los lectores, sino que cada libro tiene el propio en relación a ese lector. Existen los libros largos que se leen rápido y los libros cortos que uno no quiere que se acaben. Sin embargo, siempre me consideré más lento que mis pares en ese avanzar de páginas. Recuerdo con particular envidia esa vez que, tras mucho buscar, de librería en librería, di con Mantra, de Rodrigo Fresán. Hasta conseguí que me hicieran un buen descuento porque el único ejemplar que tenía la librería venía con una hoja dañada. Estuve prácticamente tres semanas leyendo esa particular novela mutante y fragmentaria de casi 550 páginas, en la que el autor argentino reconstruye Ciudad de México a partir de sus mitos pop. Luchadores mexicanos, dioses aztecas y Televisa incluidos. Cuando comenté lo mucho que me había gustado a un amigo dibujante, este me la pidió prestada. Con ciertas amenazas de por medio, se la entregué, solo para sorprenderme al día siguiente con que ya la había terminado y se disponía a devolvérmela. Me escandalizaba que una lectura que me había apasionado me hubiera tomado tanto tiempo comparado a alguien que la leyó de forma tan rápida. “Es que me la leí de corrido, sin parar”, me respondió cuando lo increpé.

También fue durante un verano que, tras tres intentos fallidos, logré terminar 2666 (Anagrama, 2004) de Roberto Bolaño. Sus más de 1100 páginas me fascinaron pero me tomó un esfuerzo titánico concretarlas, luchando contra esa fuerza maligna y perezosa que me suplicaba por abandonarla. Imaginé, tal como se lo propuso originalmente su autor, que se trataba de cinco novelas distintas y fue ese el único salvavidas que tuve para no terminar asfixiándome en ella. No tuve ganas de volver a leer libros largos por mucho tiempo. A la espera quedaron el Ulises de James Joyce, Los miserables de Victor Hugo e It de Stephen King, por un buen tiempo, todos libros con más de 1000 páginas.

Con rabia también me enteré, posteriormente, de alguien que leyó 2666 en apenas cinco días.

El escritor Roberto Bolaño. Créditos: yaconic.com

Habrán adivinado que tampoco soy un gran lector de sagas, por estas mismas cuestiones. Me resulta agotador el tan solo pensar en adentrarme en una lectura de algo como Marienbad My love del autor estadounidense Mark Leach, por ejemplo. La llamada novela más larga del mundo consta de 17 tomos, 10.710 páginas y casi 18 millones de palabras en su totalidad, llegando a superar a monumentos literarios como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. A Leach le tomó tres décadas su realización, publicando en volúmenes cada una de sus partes, pero con cierta ayuda de una estructura caótica, experimental y fragmentada que prescinde de la linealidad, un proyecto literario ambicioso que trata de todo y de nada al mismo tiempo, tomando elementos del cine b, historia del arte, teoría conspirativa, alienígenas y política. Sin duda muy atractivo pero, de encontrarla traducida algún día, me sentiría pleno con leer solo un volumen y hasta luego, fue un gusto.

Me pongo ahora en el lugar del autor. Entregarse a la escritura de obras monumentales –al menos por su extensión– es sin duda un ejercicio de lenguaje. De obsesionarse con las posibilidades del lenguaje, de enfermarse con la escritura, como si se embarcara en un crucero sin saber dónde se terminará, o de jugarse la vida subiendo el Everest. Ejemplos claros de esto son los casos de los autores Stieg Larsson y Robert Jordan, cuyas sagas Millennium y La rueda del tiempo, respectivamente, tuvieron que ser concluidas por otros, dado a sus precipitados fallecimientos y la ambición de la industria editorial.

Imagino que para Mariana Enríquez estaba todo esto en juego también. La idea de lanzarse del estante de los textos híbridos entre cuentos largos y novelas cortas, siempre apegados a lo anecdótico y a la imagen, al relato íntimo, a susurros, al estante de esta novela inmensa que es Nuestra parte de noche. Una mezcolanza de géneros que a ratos es road movie, a ratos terror, a ratos una novela sobre la familia y sus secretos, luego sobre la provincia y la frontera, sobre migrantes, y otros sobre una secta espiritista y luego sobre demonios y conspiraciones fantasmales. Y está bien. Supongo que esa es la gracia. Que los libros largos nos cuentan de muchas cosas distintas a la vez, que van cambiando a medida en que los lees, aunque se te hayan pasado las vacaciones frente a sus páginas.

«Nuestra parte de noche» (Anagrama, 2019)

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Daniel Hidalgo

Profesor y escritor (Valparaíso, 1983), es autor de "Canciones punk para señoritas autodestructivas" y de la novela "Manual para robar en el supermercado". Ha escrito en Paniko, Zona de Contacto, El Mostrador y El Dínamo. Hoy inaugura una nueva sección: Puño y Letra.

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