¿Qué sentido tiene leer hoy a Joseph Campbell cuando las mitologías de siglos parecen derrumbarse sin que aparezca otro relato colectivo salvo, quizás, el del mercado y el dinero? ¿Qué utilidad puede tener adentrarnos en estos textos? La respuesta a estas interrogantes nos las entrega Milena Vodanovic a continuación.
Junto a Mircea Eliade, Robert Graves y Karl Kerényi, el norteamericano Joseph Campbell (1904-1987) fue uno de los mitólogos más importantes del siglo XX. Dedicó más de 50 años a la comprensión y divulgación de historias y mitos que estructuraron las más diversas sociedades en distintas partes del planeta, desde las tribus animistas hasta los sistemas de pensamiento budista, sintoísta e hinduista, pasando por las mitologías clásicas de Grecia, Egipto y Sumeria, la religión católica y las muchísimas creencias de sociedades agrícolas en América, Asia, Europa, África y Oceanía. Experto en religiones comparadas, su conocimiento fue amplio, riguroso y voraz, y su afán de buscar conexiones y patrones comunes en todos los sistemas mitológicos de la humanidad, su obsesión más significativa. De allí surge, de hecho, uno de sus principales aportes: la noción de monomito, teoría que plantea que las diversas narrativas mitológicas repartidas por el globo son una misma historia contada de diversas maneras para un propósito similar: explicar el cosmos y el misterio de la vida; validar y fortalecer la cohesión y orden social y guiar al individuo a través de su ciclo vital.
Tales ideas fueron plasmadas en dos de sus más conocidas obras: la monumental Las máscaras de Dios –cuatro volúmenes publicados entre 1959 y 1968, en los que mapea los mitos de la humanidad desde la época primitiva hasta la actualidad– y El héroe de las mil caras (1949) donde, valiéndose del psicoanálisis, interpreta el periplo del héroe que registran relatos épicos urbi et orbi como una metáfora de la vida individual y sus ritos de paso a medida que crecemos, nos rebelamos, partimos, nos asentamos, regresamos y nos encaminamos hacia el portal final, la muerte.
Hay en su interrogación del mito una inquietud auténtica y en movimiento.
¿Qué sentido tiene leer hoy a Joseph Campbell cuando las mitologías en que hemos estado viviendo por siglos parecen derrumbarse sin que aparezca a cambio otro relato colectivo salvo, quizás, el del mercado y el dinero? ¿Qué utilidad puede tener, aparte de formarnos en una cierta historia espiritual de la humanidad, adentrarnos en estos textos?
El hombre ya explicó con la ciencia y la experimentación cuál es la posición de la Tierra en el cosmos y de qué se trata el material con que estamos hechos. Poco lugar hay para que ayude comprender aspectos difíciles de nuestra vida actual la historia de una Virgen que parió al hijo de Dios en un pesebre o para que el viaje de Quetzalcoatl al inframundo nos entregue alguna clave que convierta más llevadero el día a día.
Podríamos pensar que si en los inicios del siglo XXI la función cosmológica del mito –explicar el cosmos– y su función social –afirmar el orden y jerarquías establecidas– están francamente demodé, quedarían vigentes sus funciones metafísica –¿por qué estamos aquí?– y pedagógica –guiarnos a través de los avatares de la misteriosa existencia–, proporcionándonos una hoja de ruta para ayudarnos en la búsqueda del sentido profundo, psicológico, vital. Un encuentro con el alma.
Sin embargo, Yuval Noah Harari nos alarma en su comentado best seller De animales a dioses (Debate, 2014) con la idea de que incluso la noción del “uno mismo” está hoy en entredicho, pues la biología, nos dice, está llegando a la conclusión de que no existe tal cosa como un “verdadero yo” –la base del humanismo, ni más ni menos– ya que tanto nuestro comportamiento como nuestro pensamiento serían solo el resultado de meros algoritmos. Es decir, el punto no es que lleguemos a fabricar computadores que nos reemplacen –esa temida fantasía– sino, más radical aún, estamos comprendiendo nuestra verdadera identidad: somos computadoras. Nada nos separa de ellas, si seguimos esta línea.
Entonces, si no hay nada que guiar, nada que iluminar, nada que despertar, ¿qué sentido tiene adentrarse en el viaje del hombre por sus narraciones primigenias, sus imágenes ancestrales, sus motivos recurrentes, sus sueños persistentes, sus arquetipos misteriosos?
Joseph Campbell por B.S. Wise. Créditos: Parabola.org
Y, sin embargo, leer a Joseph Cambell es un viaje motivador. Constituye también experiencia fresca, que no resulta añeja, aunque mucho de lo que nos cuenta lo sepamos ya. Pareciera que se revelase lo oculto por primera vez. ¿Por qué?
Campbell fue un buscador apasionado, un viajero contumaz y profesor dedicado. En sus escritos hay siempre una intención didáctica, una reflexión en voz alta, como si les hablase a sus alumnas del Sarah Lawrence College, donde enseñó Literatura durante 38 años.
Hay también en su interrogación del mito una inquietud auténtica y en movimiento. En el texto que escribió en 1986, un año antes de morir, Las extensiones interiores del espacio interior (publicado en español por Atalanta en 2013) se hace cargo de lo que viene: “Los viejos dioses perecen o ya están muertos, y la gente en todas partes, en permanente búsqueda, pregunta: ¿Cuál será el nuevo mito? (…) No puede predecirse la mitología por venir, al igual que no podemos predecir el sueño que tendremos esta noche; pues una mitología no es una ideología. No es algo proyectado por nuestro cerebro, sino algo que se experimenta en el corazón, que surge del reconocimiento de identidades situadas detrás o en el interior de la mera apariencia de las cosas: es la amorosa percepción de un ‘tú’ donde habitualmente solo habríamos percibido un objeto inanimado. Como ya lo expresaba hace siglo la Upanishad hindú: ‘Es aquello que ilumina en el relámpago, lo que te hace parpadear y exclamar ¡Oh! Es ese ¡Oh! el que te revela la divinidad’”.
Al hablarnos de la historia mitológica de la humanidad, Campbell trae a la mesa una dimensión poética. Se trata de un lugar donde no caben consideraciones de ninguna naturaleza pues en él las certezas son relámpagos de gozo y el gozo una explosión de certezas.
Este verano, mientras tomaba un curso de cerámica en el Centro de Arte Curaumilla, comencé la lectura de En busca de la felicidad (Kairós, 2014), uno de los varios textos póstumos que la Fundación Joseph Campbell, creada en 1990 para preservar y difundir su legado, ha publicado en los últimos años. Son, en su mayoría, curatorías realizadas a partir de apuntes y esbozos que el autor dejó inconclusos y también recopilaciones de las muchísimas charlas que dio en vida. Varios de estos volúmenes han sido traducidos al español en los últimos cinco años, lo que explica el súbito despliegue del mitólogo, a 40 años de su muerte, en las bibliotecas y librerías hispanoparlantes.
Empecé a leer En busca de la felicidad a luz de una linterna, en mi carpa de Curaumilla, con el viento en los oídos y el olor del mar en la nariz, y lo que sentí fue exactamente eso, felicidad. Parece hasta ridículo cuando lo escribo. Pero eso fue: la sensación de la vida en marcha, una alegría rampante. Es un libro que hubiese querido leer cuando tenía 18 años, en esa edad en que lo que viene está en blanco y lo enfrentamos con ansiedad. Dice Campbell: “Me he pasado años observando el modo en que los jóvenes toman decisiones respecto a sus carreras. Solo hay, en este sentido, dos posibles actitudes: la primera consiste en seguir a tu bliss, tu felicidad, y la otra en perderse en proyecciones sobre de dónde sacará uno el dinero cuando se gradúe. Pero las cosas, en ese sentido, cambian muy deprisa, y por más que el joven decida que este año es el año del ordenador, el año viene será el año del dentista, etcétera; las cosas, cuando llegue el momento, habrán cambiado. Pero si hemos descubierto dónde se halla el centro de nuestro real bliss, tendremos eso. Quizás no tengamos dinero, pero tendremos nuestro bliss.”
”Nuestra felicidad, nuestro bliss, puede guiarnos hasta ese misterio trascendente, porque la felicidad es el manantial de sabiduría trascendente que reside en nuestro interior. De modo que, cuando la felicidad concluya, sabremos que nos hemos desconectado de este manantial y volveremos de nuevo a buscarlo. Y ese será Hermes, nuestro guía, el perro que nos señalará el rastro invisible. Ese es el camino. Así es como uno elabora su propio mito”.
Puede que muchas de las ideas teóricas que Campbell esbozó ya fueron superadas en estas décadas o resulten ya poco novedosas, pero adentrarse en el mundo de mito, en esta manera oblicua de narrar lo innombrable, otorga una poética a la existencia que se acerca mucho, muchísimo, a ese bliss que señala el autor. Algo de eso emana de sus textos. Se siente el legado, la historia de la tribu humana contando su cuento una y otra vez; un cuento que resulta familiar y desconocido al mismo tiempo y que de repente, vaya, maravilla, nos hace decir ¡oh!. Es reconfortante vivir en ese mundo. Y ser leyenda, un poco.