Un mes y medio en Londres permitieron que Soledad Rodillo sintiera el gusto de vivir en la capital inglesa, con muchos días de ocio para recorrer sin apuro ni ansiedad y una estadía que sin quererlo –entre museos, parques y mercados de flores, antigüedades, ropa y comida– se volvió bastante literaria.
Viajar con tiempo es un lujo. Y aunque para algunos sea una lata, quedarse más de una semana en un mismo lugar es mi ideal. Este verano, por motivos que no vale la pena mencionar, tuve que pasar un mes y medio en Londres, y aunque no estaba en un viaje propiamente “de placer”, sentí el gusto de vivir seis semanas en la capital inglesa, con sus mañanas que no pasaban de los 2 grados Celsius y varias tardes de hospital, pero con muchos días de ocio para recorrer sin apuro ni ansiedad.
Y no hubo ningún día en que no conociera algo nuevo de esta ciudad (y eso que había estado antes). Decenas de parques para pasear los días soleados –algunos enormes, como Hampstead o Hyde Park, y otros medianos o chicos, como Green Park o Primrose Hill–, para descansar del ajetreo diario y aprovechar los escasos rayos de sol. Cientos de museos para ver sus colecciones de arte, fotografía, diseño, moda, además de las decenas de exposiciones que se inauguran cada quincena y que te permiten ver en un mismo mes –como pude hacerlo yo– una magnífica muestra de Edward Burne-Jones en la Tate Britain, una exhibición de Mantegna y Bellini en la National Gallery, una preciosa exposición de dibujos de Klimt y Schiele en la Royal Academy, una de Bonnard en la Tate Modern, una de Tracey Emin en la taquillera galería White Cube y una muestra impresionante de Franz West en la Tate, sin contar con la ultra-difícil-de-entrar exhibición de Christian Dior en el museo Victoria & Albert y las cientos de muestras que hay en las galerías de arte.
Y sin quererlo, el viaje se puso bastante literario.
Pero además tiene los mercados: de flores, de antigüedades, de ropa y de comidas –como el de Spitalfields y el de Borough– para recorrer los fines de semana en la mañana y ver gente, pasear y probar platos de distintos países. Y tantos barrios, cada uno con su encanto y su historia. Uno todavía puede pasar frente a la casa donde vivió Katherine Mansfield en Hampstead o Sylvia Plath en Primrose Hill o pasear por el hoy pudiente barrio de St John’s Wood –donde vive Kate Moss, pero que en el siglo XIX era un barrio menos respetable, lleno de moteles para la clase alta y casas donde los políticos y los aristócratas mantenían a sus amantes–, y conocer Loudon Road, calle donde vivió Mary Baker, la mujer que inspiró a Thackeray para crear el famoso personaje de Becky Sharp en La feria de las vanidades (1848).
Londres y sus librerías
Y sin quererlo, el viaje se puso bastante literario. Porque aunque no lo tenía planeado, visitar la casa de Sylvia Plath me llevó a buscar y sufrir su novela: La campana de cristal (1963). Y ahí estaban las librerías, mi perdición, para capear el frío y mirar libros con tiempo. Porque aunque había traído en la maleta varios libros desde Chile, es demasiado difícil resistirse a las librerías londinenses. Ya sea a la pequeña Heywood Hill en pleno barrio de Mayfair –especializada en libros raros y antiguos, y que fue el lugar donde trabajó la escritora Nancy Mitford durante la Segunda Guerra Mundial– o no sucumbir ante la inmensa Waterstones de Piccadilly, donde compré dos libros que no buscaba: Literary London (2000), de Ed Glinert y Novel Destinations (2009), de Shannon McKenna Schmidt y Joni Rendon, que me ayudaron a descubrir el Londres literario calle por calle, con los lugares donde vivieron tanto los escritores como los personajes de sus obras y me dejaron una lista de pendientes si es que alguna vez vuelvo a esta ciudad.

El mismo año de la muerte de Mary Wollstonecraft abrió sus puertas la librería Hatchards, la más antigua de Londres, y que todavía funciona a todo ritmo en pleno Piccadilly, con sus fabulosas escaleras de madera que conectan los cuatro pisos, una completa selección de libros y sin más calefacción que una estufa que, un gélido día de enero, te hace sentir como en el siglo XVIII: la misma librería ante la que se detiene Clarissa en La señora Dalloway (1925), de Virginia Woolf durante su ajetreado día londinense, soñando despierta mientras mira “el escaparate de Hatchards”.
Pero sin duda mis librerías favoritas siguen siendo la pequeña Persephone en Bloomsbury, de la que ya escribí un tiempo atrás, a pasos de donde vivieron Virginia y Leonard Woolf, Charles Dickens y Ralph Waldo Emerson –entre otros intelectuales–, y que esta vez visité a la rápida camino a una conferencia de Édouad Louis organizada por el London Review of Books en St. George’s Church.
Mi otra favorita, es la ondera y preciosa Daunt Books -que tiene el bolso de género que usan los universitarios más cool-, una librería completísima y con varias sucursales -mi favorita es la que está en el barrio de Marylebone, con su piso inferior dedicado a los libros de América, Asia, África y Australia-, donde se pueden encontrar muchos libros de viajes, libros infantiles, miles de clásicos y novedades editoriales (todo especialmente explicado con letreritos de papel apoyados en las repisas de madera), y una preciosa colección de libros publicados por ellos, con ediciones de novelas de Jamaica Kincaid, Junichiro Tanizaki y Natalia Ginzburg que, no pude resistir llevarme de este largo viaje de sin apuro por la ciudad de Londres.



