Nacida en Canadá, al igual que Alice Munro, la vida de Mavis Gallant (Young, de soltera) trascurrió en distintos lugares del mundo –como Croacia y París– lo que se refleja en sus cuentos variados, cosmopolitas y extranjeros, usualmente alejados de las fronteras de su natal Montreal.
De su infancia no le gustaba hablar. Porque fue la única hija de un matrimonio formado por un padre inglés que murió cuando ella era muy chica y de una madre norteamericana que se volvió a casar, y que la abandonó en un internado de monjas francesas cuando Mavis tenía cuatro años. Porque, como dijo ella en una entrevista para el New York Times, tuvo una madre “que no debió haber tenido hijos, tan simple como eso”, y que la convirtió para toda la vida en una expatriada.
Una expatriada que se dedicó a escribir y que vivió de la escritura; que no tuvo hijos y que solo estuvo casada cinco años con un músico, de quien se dejó el apellido Gallant para siempre. Una mujer valiente, que trabajó como periodista del Montreal Standard hasta 1950, pero que renunció –como escribió en el prólogo de Los cuentos (Lumen, 2019)– cuando se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en aquello que no quería ser: “una periodista que escribía ficción en su tiempo libre”.
Así, antes de cumplir los treinta, Mavis Gallant se convirtió en una escritora de tiempo completo. Una aventura a la que se lanzó por entero, incluso dejando atrás su país natal e intentando vivir en Venecia, Budapest y Dubrovnik, hasta establecerse definitivamente en la ciudad soñada de los escritores: París. Sus primeros cuentos los mandó al New Yorker, con quien mantuvo una relación de más de cuarenta años, y que se calcula publicó unas más de un centenar de sus cuentos y varias antologías de estos.
Muchas de estas ficciones aparecen en el volumen Los cuentos –algunas de cuatro o cinco páginas, y otras largas como nouvelles–. Todas agrupadas según la década en la que fueron escritas, y donde solo hay tres cuentos en los años treinta y cuarenta: historias de mujeres que callan, cuentos de tiempos de guerra, ficciones de su periodo en Canadá.
El resto de sus cuentos ocurren en París, en un balneario en España, en Ginebra o en Moscú. Mavis Gallant, quien también fue autora de novelas, obras de teatro y ensayos –aunque son sus cuentos los que le han dado mayor fama y premios– va a pasearse por muchas ciudades en sus ficciones, como la extranjera que fue, y además va a fijar la vista en otros como ella, esos personajes expatriados y solos, para que protagonicen sus cuentos.
Porque en sus cuentos abundan los personajes solitarios: la mujer que oculta un embarazo extramatrimonial, la joven que espera ser adoptada por un matrimonio sin hijos, la mujer que espera que su amante se decida a llevarla a Estados Unidos o simplemente a dejarla abandonada en una playa de España. Extranjeros poco sociables como la canadiense, Agnes Brusen, del cuento “El carro de hielo calle abajo”, que se enamora en Ginebra de su guapo compañero de trabajo: un canadiense, casado, superfluo y vividor –totalmente opuesto a ella–, y que la considera “un topo”, “una virgen”, una mujer llena de tics y manías, pero que, a fin de cuentas, está tan sola y carente como él.
Los personajes de Gallant tienen nombre y apellido, profesión y nacionalidad, además de un historial familiar. Son personajes construidos de forma completa –incluso en sus cuentos de pocas páginas– y que tienen una historia interesante que contar o se mueven por un objetivo, sea dinero, amor o fama. Son personajes llenos de paradojas: son crueles y bondadosos, trágicos y a la vez graciosos.
En Los cuentos aparecen muchos niños vivaces e independientes y padres negligentes, o de frentón tontos y faltos de cariño. Sin duda, sus propias privaciones infantiles son las que se cuelan entre estas ficciones. Feminista de tomo y lomo –que se planteó desde muy temprano una carrera sin marido ni hijos, y que dedicó toda su vida a la escritura– deslizó en sus ficciones su crítica a la educación sexista que imperaba. En el cuento “Cruzar el puente”, que escribió en los años cincuenta, el padre de Sylvie no quiere que ella haga nada –ni siquiera leer el diario– mientras espera la llegada de su novio de la guerra: “Recientemente papá había empezado a decir que si yo hubiera sido un chico le habría gustado que hiciera carrera en el Ejército. Pero como era una chica, no quería que hiciera nada especial o específico. No quería tener que decir: ‘Sylvie hace…’, porque parecería que yo estaba necesitada o que era poco atractiva”.
Su mirada de extranjera está presente en cada cuento, donde describe cada ciudad como algo único y novedoso, y se detiene en sus barrios y en sus habitantes para rearmar cada hogar según las distintas circunstancias de la familia. Un cuento extraordinario de este volumen es “Nochevieja” (1970), protagonizado por los Plummer, un matrimonio mayor y desdichado que ha sido trasladado a Moscú, donde reciben la visita de la joven Amabel, canadiense como ellos, y que había sido miga de su hija muerta. Una historia de extranjeros que se encuentran después de años, mientras en las calles cae la nieve, donde entramos al dolor de la señora Plummer, un mujer sola que ha perdido a su hija y que detesta a su marido, pero que tampoco está dispuesta a adoptar a la solitaria amiga de su hija que está desesperada buscando una familia nueva. Una historia trágica, pero muy graciosa, como todo cuento de la Gallant, quien no se imaginaba escribiendo nada “que no tuviera humor”.