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Columnas

Morir ante las cámaras

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

A propósito del asesinato de George Floyd, ocurrido hace algunas semanas en Estados Unidos, la escritora Sara Bertrand reflexiona sobre la necesidad de poner a prueba las palabras, el lenguaje y someter nuestros actos al pensamiento con miras a la construcción de una sociedad más humana. [Ilustración: Marcelo Parra]

Cada cierto tiempo debería promoverse en escuelas y universidades el ejercicio de poner a prueba el lenguaje, las palabras. Sobre todo, porque hemos devenido en sociedades ruidosas, tremendamente chillonas. “Hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras e imágenes. La estupidez nunca es muda ni ciega”, reclamó Gilles Deleuze, pues en esa marea de decires, disponer espacios de silencio y reflexión a partir de los cuales se puede encontrar un poco de sabiduría o simplemente algo que decir, es tan extraño como inusual. Pero el lenguaje, las palabras, necesitan ponerse a prueba, porque no es lo mismo hablar de feminismo hoy que ayer. Feminismo hoy hace referencia al cuerpo y voz de las mujeres, al derecho a elegir, a la lucha por aplanar una curva de desigualdad que corre en todo sentido. Tampoco es lo mismo decir capital, consumo, obreros. Las ideologías revolucionarias del siglo pasado no vaticinaron nada acerca de convertirse en esclavo de uno mismo, saltando horas y cuerpos, como si los límites de nuestras capacidades se midieran grupal o globalmente. Tampoco sobre ese progreso extendido a dimensiones tan absurdas que aniquilaría capital y trabajo.

Como planteó Simone Weil, quizás deberíamos “tener suficiente valor intelectual como para preguntarnos si el término revolución es algo más que una palabra, si tiene contenido preciso, si no es, sencillamente, una de las numerosas mentiras suscitadas por el desarrollo”. Weil se lo pregunta cuando existen pruebas suficientes de que muchas de las revoluciones –sobre todo, las presentadas bajo la apariencia de victoria– fueron una manera de hacer desaparecer “cierta forma de opresión para instalar otra nueva forma de opresión”. O, ¿cómo ser libres en una sociedad que promueve la libertad? Deberíamos poner a prueba la palabra libertad, qué significa, a qué apelamos, ¿qué tipo de traducción de la realidad hacemos cuando llamamos a hacer uso de ella? Porque, quizás, el único espacio donde la libertad sigue teniendo sentido es relacionada al conocimiento, la educación.

Pero la deuda que tenemos con nuestra educación pública es tan brutal, que la misma educación dejó de significar lo que alguna vez quiso decir “persona educada”. Tener conocimiento de una cantidad de datos, porque la formación se ha reducido a ecuaciones matemáticas, ese es el lenguaje que la domina, completar habilidades de manera que las cifras que arrojen las pruebas aseguren educación de “calidad”. Datos duros que no dicen nada, porque en la formación de un individuo existen matices que el lenguaje de las cifras no considera. Se dice “los programas son iguales para todos”, como si esa frase fuese garantía de realidad, de hechos concretos, como si un chico de La Pintana o más al sur, la isla de Lemuy, tuvieran las mismas oportunidades que otro de una escuela privada. Y ya que estamos aquí, la palabra oportunidad también debiera ponerse a prueba, porque ¿qué es una oportunidad?, ¿cuándo se produce?, ¿a quién le es dado recibirla? Las cifras no consideran casos, por lo menos, no de la manera en que el lenguaje traduce el cotidiano, alumbrando zonas oscuras, haciendo evidente la miseria. Las cifras son generalidades y las particularidades caen en un pozo del que ignoramos casi todo.

Ahora, si efectivamente consideráramos la posibilidad de poner a prueba el lenguaje para entender cómo modula la frecuencia que recibimos a diario, de qué forma la traduce y ofrece libertad a la hora de elegir nuestro compromiso con el uso o desuso de un concepto, afirmación o idea, deberíamos detenernos a pensar cuán inhumano y miserable puede ser asistir a la muerte de un hombre frente a las cámaras. Nos apuramos en esgrimir la palabra “denuncia” cuando filmamos la injusticia, cuando creemos que esa marea o corriente de ruido y furia necesita ver niños atropellados y muertos en la Rambla de las Flores o cuerpos cayendo de las Torres Gemelas o asistir al momento en que un ser humano deviene en monstruo: ese policía animal que aplasta el cuello de su víctima, George Floyd, un hombre que pide pausa, que grita socorro, que no puede respirar. Entonces, lo que se levanta junto con la estupefacción y la rabia, es la palabra voyerismo. Porque tampoco significa lo mismo que ayer –la adicción a mirar sexo en vivo y en directo–, sino que ha sido suplantada por la posibilidad de ver morir ante una cámara. ¿Qué tipo de excitación produce a quienes transmiten esas imágenes? ¿Qué falta de empatía los conduce a saltarse el pudor y la dignidad de la víctima? La madre de Gustavo Gatica tuvo que pedir públicamente que no publicaran fotos de su hijo herido en ambos ojos, porque la masa enardecida hizo correr fotografías de su rostro desangrándose por la vista. ¿Qué tipo de animales somos que asumimos que el herido, torturado u oprimido, no tiene derecho a esa intimidad, la de su propia herida?

¿Qué tipo de animales somos que asumimos que el herido, torturado u oprimido, no tiene derecho a esa intimidad, la de su propia herida?

Denunciar las atrocidades que comete nuestra especie contra ella misma o contra el planeta, flora y fauna incluida, no puede conducirnos al mismo nivel del acto animal de aquel policía que no escucha ni acoge el dolor que entrañan las palabras “no puedo respirar”. Pensar así, es suplantar una forma de dolor por otra, animándonos como el circo con un “vengan a ver”. Porque presenciar el momento íntimo, sagrado incluso, en que un hombre pierde la vida, no es materia de deleite de ninguna especie. Es un golpe a nuestra humanidad, una caída libre al salvajismo.

Para denunciar el racismo, fascismo, tortura, represión y otras deformaciones que sufrimos a causa de la enfermedad mental de superioridad, están las palabras e imágenes, cuando estas tienen sentido. Cuando poniendo a prueba nuestro lenguaje, comprendemos que al hablar de racismo hoy estamos haciendo alusión a un sistema. No solo una actitud individual, sino a una maquinaria que ampara el hecho de que una condición humana puede ser objeto de maltrato, abuso, represión o cualquier otra forma de ensañamiento. No existe supremacía, excepto en la mente de locos y enfermos, individuos que por alguna razón no han evolucionado al punto de entender que, como decía Natalia Ginzburg, no existen razones de orgullo basadas en simples condiciones humanas. Quienes enarbolan méritos al color de la piel, género o condición sexual, sufren un tipo de afasia, se han desconectado a tal punto del lenguaje, que entienden por orgullo algo que ha sido dado por el simple hecho de nacer.

Entonces, debiéramos promover el ejercicio de poner a prueba el lenguaje, las palabras, para que signifiquen, para que tengan peso preciso, para detener esa inflación de dimes y diretes en la marea diaria de ruidos. Para entender el momento crítico que atraviesa nuestra humanidad, oscilando entre lo humano e inhumano, conviene apelar a la memoria para que la Historia no sea ese mito de eterno retorno que, en lo que a política y pacto social se refiere, va del autoritarismo a la democracia, de la militarización al pacifismo en una rueda interminable. Someter nuestros actos al pensamiento, poniendo a prueba el lenguaje, implica detenerse para pensar aquí y ahora, qué seres humanos queremos ser, qué tipo de sociedad queremos construir mañana.

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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