¿Dónde estaba yo que jamás había leído antes a Natalia Ginzburg? No quiero implicar con esto que sea una lectora tan contumaz ni erudita como para carecer de grietas en mi exploración literaria. No es el caso. Las tengo, y profundas. Ya que estamos en modo confesión, aquí vamos: no he leído a Dostoyevski. Ni a Tolstoi. Tampoco a Proust. Y debe haber varios más en mi lista de pendientes vergonzantes. Pero en lo que respecta a escritoras mi búsqueda y adhesión ha sido constante y expansiva.
En mis veintes, de Yourcenar debo habérmelo devorado todo, incluyendo memorias y entrevistas —La trilogía de cuentos Como el agua que fluye (Alfaguara, 1983) está entre mis best books ever—. Misma cosa con Duras. Descubrí joven a Clarice Lispector, con su visión exasperantemente lúcida de la realidad, siempre al borde del desdoblamiento síquico, de que sea insoportable tanta luz sobre las cosas. He leído con reverencia a Carson McCullers, a Flannery O’Connor, a Eudora Welty, las chicas del Mississippi (deuda con Katherine Anne Porter). Por cierto a Virginia Woolf, a Jane Austen y a las Brontë. Me he sumergido en la prosa olorosa, terrosa y cruel de Herta Müller y su campesinado suabo hundido en las ciénagas de una Europa salvaje y primitiva, algo emparentada con Agota Kristof y sus diabólicos gemelos. He soportado y hasta podría defender los relatos agotadoramente reiterativos de Joyce Carol Oates, un estilo que logra fijar a hierro el texto en el lector. A Joan Didion la conocí y seguí mucho antes de que la vejez y el duelo la convirtieran en ícono pop. He leído asuntos de George Sand y de Colette. No me es misterioso el periodismo sufriente y coral de la Nobel Svetlana Aleksiévich. Me gusta Atwood más que Doris Lessing y tanto Munro como Hustvedt. De Poniatowska lo consumí todo en una época. Nada podría fascinarme más que el fervor gótico de María Luisa Bombal o Marosa Di Giorgio. Pero a Natalia Ginzburg, la más importante escritora italiana de la posguerra, no la había leído nunca jamás. Y eso que le había hincado el diente a los libros de su hijo, el historiador Carlo Ginzburg, cuya Historia nocturna (Giulio Einaudi, 1986), una alucinante investigación sobre el aquelarre —real y supuesto— en el viejo continente, despareció de mi estantería sin que hasta ahora haya conseguido recuperarlo ni reemplazarlo.
En fin. Nunca había leído a Natalia Ginzburg. Hasta que en enero pasado, un día en que bordeando lugares desagradables del ser que, no por ser viejos conocidos consiguen resultar menos asfixiantes, entré en una librería en busca de “algo” que me sacara de ese estado. Es un rito que suelo realizar en momentos confusos, con la esperanza de que en un libro pueda encontrar un Lexapro de efecto rápido y estabilización menos prosaica, por así decir. Nunca me ha resultado del todo y a veces el ejercicio ha dado lugar a adquisiciones un poco patéticas (hace años, en un momento similar, sumé a mi biblioteca el texto Del sufrimiento a la Paz (1985), del sacerdote franciscano Ignacio Larrañaga, por ejemplo) pero a veces ocurre que mi ánimo desestibado conecta en el anaquel con algún libro o autor valioso con el que probablemente no habría hecho contacto en circunstancias normales.
Fue el caso esta vez. Mi mirada tomó nota y luego mi mano se posó en Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002) de Natalia Ginzburg. Un libro nada de nuevo, por cierto, ya que el conjunto de ensayos que contiene fue escrito en su totalidad entre 1944 y 1962, año de su primera edición, el año en que nací por lo demás.
Leerlo no me arrancó de mi abismo personal —al parecer la buena literatura no alcanza para ahorrarse el sicofármaco— pero sí me abrió a un universo nuevo y fulgurante: la escritura directa, sencilla, profunda y límpida de Natalia Ginzburg.
No hay artificios en su oficio. No hay grandilocuencia, solo la descripción certera: de una persona, de una ciudad, de una conducta. Su observación de los seres, de las ideas, de los espacios es diáfana y penetrante. Una mirada inteligente y sensible. Una mirada que no se equivoca, porque no pretende ser nada más que eso: una mirada. Aunque hay que subrayar que para que una mirada consiga ser ella y ninguna otra cosa, debe carecer de ases bajo la manga. Es decir, debe ser honesta. Y honestidad es el adjetivo que mejor calza en todo lo que sale de la pluma, del cerebro y de la observación de Ginzburg.
En el ensayo que da título al libro, sagaz y tan precisa, dice: “Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y el de saber”. Su desmadeje de esa idea logra desvestir y exponer con sustancia incuestionable la comodidad fofa y burguesa de los sistemas de enseñanza, de las convenciones sociales y de nuestra propia pusilanimidad cuando se trata de la educación de los hijos en la esfera privada. Lo hace usando una argumentación directa y sencilla que es también una ardiente invitación a vivir vidas menos complacientes y más adustas, pero más verdaderas.
Como la de ella. De padre judío y madre italiana, criada en una familia socialista, casada con un intelectual de izquierda, Leone Ginzburg, de quien tomó el apellido, se enfrentó muy joven a la desolación. Su marido, desterrado por Mussolini junto a ella y sus hijos pequeños durante tres años en Pizzoli, una localidad rural de Italia central, fue finalmente apresado y torturado hasta la muerte en una cárcel del fascismo. El suceso barrió la vida de Natalia, quien durante los años negros de la guerra y la posguerra se refugió en lo que —dijo siempre— fue su único y absoluto oficio: escribir. Se integró a editorial Einaudi, que publicó toda su obra y donde compartió y trabó amistad con Cesare Pavese, Italo Calvino y Carlo Levi. Editó, escribió obras de teatro, columnas en los periódicos, novelas y ensayos. También tradujo —a Maupassant, Proust y Flaubert, entre otros— y los últimos años de su vida incursionó en la política como diputada por el Partido Comunista Italiano.
Sus ensayos son cometas breves de coherencia y belleza. Sus imágenes, prístinas, fotográficas. A propósito de la ansiedad por dar vuelta la hoja de la guerra, escribe en El hijo del hombre, en 1946: “Quizás tengamos otra vez una lámpara sobre la mesa, y un jarrón con flores y los retratos de nuestros seres queridos, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas, porque una vez tuvimos que abandonarlas de repente o las buscamos inútilmente entre los escombros”. En el ensayo Él y yo, contando lo que la une y la separa de su segundo marido, Gabriele Baldini, describe magistralmente el amor conyugal, y no hay texto más conmovedor que Retrato de un amigo, en el que recuerda a Cesare Pavese sin jamás decir su nombre.
Sobrecogedora prosa, la de Natalia Ginzgurg. Esa misma tarde fui a por otro libro, la novela Y eso fue lo que pasó (Acantilado, 2016), un relato tristísimo de una matrimonio infeliz, que leí absorta. Y entonces refrendé. Qué gran escritora, Natalia Ginzburg. Ya era hora de que empezara a ponerme al día.