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Columnas

Porque escuchan

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

Hay una historia que ha pasado desapercibida para los estudiosos de la llamada literatura infantil y juvenil. Este cuento olvidado, este pequeño comienzo, encierra a mi modo de ver, una verdad del porte de un trasatlántico. Escrito por J.D.Salinger —forma parte de Levantad, carpinteros, la viga del tejado (Edhasa, 1998) —nos introduce en una casa...

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Ilustración: Marcelo Parra

Hay una historia que ha pasado desapercibida para los estudiosos de la llamada literatura infantil y juvenil. Este cuento olvidado, este pequeño comienzo, encierra a mi modo de ver, una verdad del porte de un trasatlántico. Escrito por J.D.Salinger —forma parte de Levantad, carpinteros, la viga del tejado (Edhasa, 1998) —nos introduce en una casa sitiada por la papera, así es como Franny, la menor de la familia, ha ido a parar a la pieza libre de microbio en donde duermen dos de sus hermanos, y dice así:

“A eso de las dos de la mañana, el llanto de la nueva compañera de cuarto me despertó. Me quedé quieto, en posición neutral durante unos minutos, escuchando el berrinche hasta que oí o sentí que Seymour se movía en la cama próxima a la mía. En aquellos tiempos teníamos una linterna sobre la mesa de noche entre los dos, para casos imprevistos que, por lo que recuerdo, nunca se presentaban. Seymour la encendió y salió de la cama.

—El biberón está sobre la cocina, dijo mamá —le expliqué.
—Se lo he dado hace un rato —dijo Seymour—. No tiene hambre.
Avanzó en la oscuridad hasta los anaqueles y proyectó la luz balanceándola lentamente hacia atrás y hacia adelante. Me senté en la cama.
—¿Qué vas a hacer? —pregunté.
—Creo que voy a leerle algo —contestó Seymour y tomó un libro.
—Pero, por favor, si tiene diez meses —dije.
—Ya lo sé —respondió Seymour—. Tienen orejas. Oyen.
La historia que Seymour leyó a Franny aquella noche era una de sus favoritas, un cuento taoísta.”

Por alguna extraña razón, los adultos suelen olvidar que los niños escuchan. Que no solo ven con ojos pequeños, sino que entienden esas inflexiones de voz, esa rabia volcánica de los padres como cuando se recriminan la vida que llevan y no entienden por qué siguen juntos; o por qué de un momento a otro su vida —la vida que pensaron que les pertenecía— se volvió una materia gris e insondable; por qué, para decirlo de otra forma, dejaron de entender sus porqués. Y ahí está esa familia, ahí están esos padres y ahí están los gritos, el cansancio, las ausencias, las madres y los padres que trabajan a doble turno porque se necesitan zapatillas para fútbol, parkas para el frío y hay que llegar con parafina para prender la estufa y hacer de comer, porque en las casas con niños se come todos los días, huelga decir.

Un par de centímetros abajo, unas cosas pequeñas de mejillas coloradas asisten a este teatro que ejecutan sus padres como si actuaran solos, como si estuvieran en el escenario ensayando, simplemente. Olvidan a ese pequeño público que adhiere a cada gesto, escuchando detenidamente sus diálogos, tanto así que a la hora de los juegos, son capaces de reproducirlos con pelos y señales.

Recuerdo hace algunos años cuando con mi marido salimos temprano a comprar el almuerzo, nos demoramos entre el pan, las verduras y el qué sé yo, así es que llegamos a la hora del hambre, el primero en salir a recibirnos, mejor dicho, el primero en lanzarse encima nuestro fue el menor (tenía cinco años), preguntó: ¿dónde estaban? ¿Acaso se habían ido a separar? La pregunta nos hizo reír a carcajadas, pero no era divertido para él, la verdad es que veníamos peleando harto y las cosas estaban algo patas para arriba entre los dos, y él había escuchado.

Volviendo a Salinger, ¿qué le lee Seymour a su hermana de diez meses? Un cuento taoísta que, entre otras cosas, enseña a mirar lo esencial. ¿No es así como ven y oyen los niños? Pregunto: ¿alguna vez han tratado de mentirles? Los niños son pequeños, pero no tontos y, mejor aún, acusan recibo del engaño. Otra anécdota: hace algunos años, una amiga estaba teniendo problemas para tener hijos, así es que nuestra conversación iba acerca de fertilizaciones y pruebas médicas hasta que nos dimos cuenta que mi hijo mayor prestaba atención y nos detuvimos.

Me acerqué, moviendo sus autitos, brrrm, brrrm, de un lado a otro, pero mi hijo haciendo caso omiso de mi vuelta a la infancia me pidió: ¿podrías terminar de contar el cuento de los óvulos y los espermios? Escuchan, pero los adultos se sorprenden de que un libro para niños hable acerca de sexo, muerte, abandono o soledad en que crecen. Se escandalizan de que sea para niños un libro acerca de la guerra, del hambre, ¿qué tiene que ver eso con la infancia?, preguntan. Prefieren hablarles en pequeño y sienten cierto terror parecido a la rabia cuando un libro se refiere a ellos, provocándolos. ¿Cómo educaremos seres humanos capaces de seguir la posta del entendimiento humano sin subvertirlos? ¿Cómo haremos para que ellos ejecuten el salto que debiera darse la humanidad para dejar de pelear por la paz?

Venimos de un siglo asesino, el siglo veinte hizo lo imposible por aniquilar al hombre; el resumen es devastador: dos guerras mundiales, tres revoluciones, dos intentos de pueblos por aniquilar a otros pueblos (los turcos a los armenios, los alemanes a los judíos), además de un sinfín de dictaduras que aplastaron a América Latina, eso sin contar las guerras que se libraron en distintos puntos del mundo como callampas incendiarias. Y sucede que ese siglo parece hoy la antesala del estado de crispación en que nos encontramos: un par de matones haciéndose muecas de este a oeste y la corrupción desatada como pandemia entre los políticos al mando.

Detalle fotoLo que quiero decir es que necesitamos pensar. Detenernos para poder mirar lo que es necesario mirar, como le sugiere Po Lo al duque de Mu Chin en el cuento taoísta que refiere Salinger. Porque los descubrimientos no ocurren todos los días, es decir, las manzanas no se caen de los árboles para darnos como combos en la cara a cada rato. Se necesita aceitar el engranaje. Dice Ezra Pound acerca de la literatura, que cada dos décadas ocurre un salto. Es decir, que un escritor se descuelga de la conversación colectiva en donde surge la literatura para dar luz a nuevas formas de hacer y mirar. Podríamos estirar las cosas y decir que cada dos décadas, el hombre está en condiciones de aprender, del latín, apprehendere, compuesto por los prefijos ad (hacia) y prae (antes) y el verbo hendere (atrapar), es decir, ir hacia el conocimiento de algo para agarrarlo.

En vez de jugar a las tacitas, los adultos debiéramos adherir a la causa. Sabemos que solo a algunos les será dado el salto, en otras palabras, ganarse los créditos de pasar a la historia, pero eso no nos invalida para participar en la posta. Es más, si atendemos al concepto de historia efectiva del que habló Nietzsche y retomó Foucault en ese maravilloso ensayo Nietzsche, la genealogía, la historia es más necesario aún que nos detengamos a pensar. Que creamos que es posible dar algún paso, pues sino estaremos condenando a nuestros niños a vivir en ese azar de fuerzas en tensión, en donde “una relación de fuerza se invierte, un poder se confisca, un vocabulario recuperado y vuelto contra los que lo utilizan, una dominación que se debilita, se distiende, ella misma se envenena”, y surge otra.

La historia se repite, lo hemos escuchado, ¿no? Sería tiempo de comenzar a pensar si queremos continuar como un hámster dentro de una jaula, rueda que rueda hasta el infinito, y si esperamos eso para el futuro de nuestros niños.

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Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

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