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Columnas

Sergio Vodanovic, mi padre

Milena Vodanovic Por Milena Vodanovic

Abogado de profesión, periodista y dramaturgo de oficio, Sergio Vodanovic (1926-2001), nació en Croacia, pero creció y desarrolló su carrera en Chile, dejándonos emblemáticas obras como Deja que los perros ladren (1959) o El senador no es honorable (1952). Su hija, Milena Vodanovic, nos entrega a continuación otra perspectiva de una persona cuya postura ética...

Abogado de profesión, periodista y dramaturgo de oficio, Sergio Vodanovic (1926-2001), nació en Croacia, pero creció y desarrolló su carrera en Chile, dejándonos emblemáticas obras como Deja que los perros ladren (1959) o El senador no es honorable (1952). Su hija, Milena Vodanovic, nos entrega a continuación otra perspectiva de una persona cuya postura ética estaba presente tanto en sus obras como en una vida que siempre mantuvo rodeada de amistades, tardes de juegos, viajes y familia.

 

Es la primera vez que escribo sobre mi padre. Miento. Es la segunda. La primera fue cuando lo despedí en la iglesia de la Plaza Pedro de Valdivia, antes del funeral. Esa mañana garabateé unos textos rápidos al salir de la ducha, porque me di cuenta de que me correspondía. Ahora me cuesta. Noto mi ansiedad. Me paralizo. ¿Es que me va a dar pena? ¿Es que temo no dar el ancho?

Es raro, además, escribir sobre el dramaturgo. Para mí, mi padre fue y es mi padre. Un padre presente que me amó sin reservas y a través de cuya mirada establecí mi lugar en el mundo. ¿Cómo decir algo personal pero lo suficientemente universal para que a otros les interese, les importe, les aporte? ¿Cómo hablar de él separándome? ¿Puedo?

El motivo ético y la vida abierta

Pienso en algún motor que haya permeado sus obras de teatro, sus compromisos políticos, sus amistades, su manera de construirse como individuo desde lo personal y lo social. Y lo que primero aparece es su perspectiva ética. ¿Cómo hacer lo correcto? ¿Qué es hacer lo correcto? ¿Qué pasa si por apoyar a un amigo abandono mis principios? ¿Y si, al revés, pierdo al amigo por mantenerme fiel a aquello en que creo?

Estas preguntas gobernaron la vida de mi padre. Son evidentes en sus obras de teatro y también en sus teleseries. En varias de ellas se repite este motivo: el hombre mayor que claudicó sus ideales en pos de la conveniencia, la necesidad o el éxito social, y que en algún momento de la trama es remecido por un joven –el hijo, la hija, generalmente– que se convierte en su némesis, arrojándole a la cara la sombra en que se ha convertido, denunciándolo, enrostrándole la mediocridad o asquerosidad de sus actos y ofreciéndole también, en esta confrontación, la posibilidad de redención. Ocurre en Deja que los perros ladren (1959), en El senador no es honorable (1952) y en la primera miniserie que escribió para Canal 13, Una familia feliz (1982).

Milena con su padre en Nueva York, 1982. Créditos: Archivo familiar.

Los ideales traicionados están presentes también en Nos tomamos la universidad (1969) cuando los jóvenes entusiastas descubren que sus líderes han comprometido los principios del movimiento universitario en pos de negociaciones políticas. Para ganar, los cabecillas han mancillado aquello que les impulsó.

Este no es un motivo que en el caso de mi padre se haga presente en sus obras solo por razones de armar un arco dramático. Fue también un poderoso motivo de vida. Había en él una búsqueda imperiosa y a ratos implacable de coherencia personal. Un ser humano debía construirse desde sus valores. Nada, ni la necesidad, ni el miedo, ni el hambre, ni el amor, podían contraponerse a ello sin dejar una herida fundamental. El hombre que lo hiciese podría transitar un rato dando la espalda a esa deslealtad, pero tarde o temprano la herida supuraría dejando en evidencia la peor de las traiciones: la negación de sí mismo.

Lo otro, quedarse ‘en medio’, esquivar la definición, habría sido el inaceptable camino del pusilánime.

En su caso, esto se traducía en una constante pregunta por cuál era lugar correcto en que debía situarse ante cada hecho que demandara una postura ética. De esta respuesta surgía, insoslayablemente, la necesidad de tomar partido. Lo otro, quedarse “en medio”, esquivar la definición, habría sido el inaceptable camino del pusilánime. Por lo mismo, en su código personal, otra preocupación era evitar quedar en la posición de “cómplice”, palabra que usaba con frecuencia.

Una estrategia a la que solía recurrir para no ser “cómplice”, era renunciar. Renuncia a la Democracia Cristiana, renuncia a la Izquierda Cristiana, renuncia a un comité de escritores, renuncia a otro, renuncia a la mesa directiva X, a la presidencia de B o al club C. Sus archivos están llenos de cartas de renuncia. Cada vez que sentía que el grupo al que había adscrito traicionaba sus principios constituyentes, la primera reacción de mi padre era renunciar. Sentía que con ese acto, además de separarse del cajón podrido, lo señalaba. Así, también, abría el camino, de alguna manera, a que las ovejas descarriadas pudiesen enmendar. Igual que sus personajes.

Coherencia vital

Créditos: René Combeau

Otra manera de no hacerse cómplice era quitar el saludo. La fórmula se hizo particularmente recurrida después del golpe de Estado. A todo conocido que hubiese apoyado las violaciones a los derechos humanos, mi padre le quitó el saludo. Fueron incontables las ocasiones en que caminando juntos por el centro o Providencia me apremió: “Crucemos la calle. Ahí está fulano y no me lo quiero encontrar porque le quité el saludo”. “¿Y él sabe, papá?”. “No, por eso prefiero no encontrármelo”.

Esta actitud principista y también algo teatral puede tener sus raíces en sus años de formación en la Acción Católica, en ese humanismo cristiano justiciero que lo convirtió también en uno de los fundadores de la Falange, cuando soñaba con que literalmente brillaría el sol de su juventud. Su búsqueda de integridad tuvo siempre un correlato social: no se conseguía la pureza en soledad incontaminada. Había que entrar a escena, definirse en la acción, embarrarse en el mundo –esa era la gracia, ese el desafío–, y apostar a transformarlo.

La vida le fue enseñando que todo es corrompible y que mantener la coherencia vital requiere no solo de arrojo, valentía e independencia de pensamiento, sino de un permanente estado de alerta ante la trampa. No lo perdió jamás.

Dicho lo anterior, mi padre no era ningún tonto grave. Alababa la agudeza de mirada. Pese a estar en las antípodas de su pensamiento, disfrutaba las columnas de Hermógenes Pérez de Arce, por ejemplo. Le gustaba su cabeza. Y hubo amigos que quebraron sus aparentemente duras barreras: como Andrés Rillón, momio y pinochetista, con quien hablaba de todo menos de aquello para no quebrar el gusto que les producía estar juntos, reírse y conversar.

Hans Erhrmann –huraño y temido crítico de cine, ballet y teatro–, fue uno de los amigos de mi padre que cruzó su vida entera. Con él podía pasar siete y más horas, sin apenas hablar, jugando concentradamente Dilema (Scrabble) en la mesa del comedor. Otros con quien jugaba eran Tencha Bussi, en Algarrobo; el actor Nissim Sharim y el abogado Pedro Rayo. Ganaba. Era seco. Hasta obtuvo el primer lugar en una competencia nacional que organizó el diario La Segunda.

Milena y sus padres, en Isla Negra. Créditos: Archivo familiar.

Mass medias y otros placeres

También se reía. Mucho. La carcajada le era fácil y contagiosa: ante una situación ridícula, frente a una historia divertida y particularmente en el cine. Recuerdo un ataque imparable, viendo juntos una película de Peter Sellers a pocas cuadras de la iglesia en que le daríamos el adiós. Lo del cine no era casualidad. Mi padre era un fan de los medios de comunicación de masas: el cine antes que el teatro (sí, antes); el tango y el bolero antes que el concierto de Brahms; las revistas y los diarios antes que las novelas.

Abogado de profesión, periodista y dramaturgo de oficio, lo capturó siempre el mundo del espectáculo. A las tablas llegó escribiendo radioteatros. Era el Chile de los años 40, cuando la radiofonía era lo que fue la TV entre los 60 y 90. Cultura masiva, no apta para élites. Hincha de la U, iba al estadio o escuchaba el fútbol en la radio a pilas en las tardes de domingo.

En su biblioteca, aparte de un imponente repertorio de libros de teatro –que tras su muerte mi madre donó a la Universidad Arcis, vaya uno a saber dónde fueron ahora a parar–, lo que brillaba era su colección de la revista Playboy. Comenzó juntando los ejemplares cuando joven, atraído por las chicas desnudas, para continuar por la riqueza de sus grandes entrevistas y reportajes, y terminar admirando –según propia confesión– sobre todo los avisos, cuya dirección de arte, capacidad de síntesis comunicacional y fuerza apelativa le parecían notables.

Leía también Esquire, Interview y, en los últimos años, el New York Review of Books, al que estaba suscrito. También La Quinta Rueda, Paloma, Hoy, Apsi, Análisis, Paula, Qué Pasa y El Mercurio, este último todos los santos días y de punta a rabo, en la cama, con pijama y desayuno en bandeja. Dirigirle la palabra antes de que hubiese concluido la lectura era exponerse a un grito destemplado.

Le gustaban los medios. Era periodista colegiado y escribió columnas toda su vida: en Debate, Ecran, Paloma, El Tiempo de Bogotá, en La Segunda con el seudónimo de Partiquino durante la dictadura y luego en La Nación, hasta su muerte. En ellas hablaba de lo que se le viniera a la cabeza: desde una crítica teatral hasta el impacto que le produjo ver la ecografía de su primera nieta; o sobre política, o sus impresiones de algún viaje.

Viajar le encantaba. A ciudades, claro. La naturaleza, para él, era un cuadro que se miraba desde lejos. Entre París, Roma o Nueva York, ganaba siempre esta última por cabeza. La conoció bien cuando estuvo becado en Yale, todavía soltero, estudiando arte dramático, y desde allí siempre le pareció un sitio “fascinante”. Esa era otra palabra que usaba a menudo: “Fascinante”. Fascinantes eran los locales de comida rápida de la calle 45, los neones, las vitrinas, que hubiesen chinos y pakistanís dando vueltas por las calles. Fascinantes eran también el escote de Gina Lollobrigida o los Lomitos de la Fuente Alemana.

Frank Sinatra. Créditos: Culto, La Tercera.

Mi padre fue un exponente bastante clásico de los 50: la vida abierta y hacia adelante.

Mirándolo hoy, mi padre fue un exponente bastante clásico de los 50: la vida abierta y hacia adelante, con Frank Sinatra sonando en el pick up y ojalá un gin tonic en la mano. Tomaba dos al día. Uno de aperitivo, antes del almuerzo, y otro antes de la cena. Siempre. Las comidas eran invariablemente con vino y si venían amigos, cosa frecuente, también bajativo: whisky, Pernod, Drambuie, Amaretto. Nunca lo vi borracho.

Su disciplina creativa era absoluta. A las 9.30 de la mañana estaba sentado frente a su máquina de escribir y no se paraba hasta las 13 horas, para tomar el gin tonic del almuerzo. En esas horas, escribía de corrido y en limpio. No lo vi jamás arrugar una hoja, cortar y pegar o rayar con múltiples “X” una página. Luego comprendí: era en las tardes, cuando jugaba un solitario tras otro (siempre el mismo) o fumaba mirando el vacío, cuando estructuraba en su cabeza. Parecía no estar haciendo nada pero era precisamente en esos momentos cuando armaba la trama de aquello que al día siguiente plasmaría sin errores. Un rigor que hoy me parece admirable.

Era sibarita de fricas en El Kika o filé mignon en el Carrousel y gran parte de su vida fumó tres cajetillas diarias: Hilton; luego marcas importadas. Tenía arranques de mal genio, momentos depresivos, gestos de gran cariño hacia sus amigos, pataletas de cabro chico y ataques de celos retrospectivos. No se podía mencionar a un expololo de mi madre en su presencia. Pero se trataba más bien de escenas histriónicas pintorescas, porque lo de ellos era un amor total y absoluto. Estuvieron enamorados desde que se conocieron, a fines de los 50, hasta el día de febrero de 2001 en que él se desplomó al piso tras levantarse de su sillón de diálisis en la calle San Ignacio. Tenía 75 años y murió de golpe. Como siempre había querido. “Qué rico morirse, ¡pum! de un infarto. Sería fascinante”, había dicho. Y así fue.

Sergio Vodanovic por Luis Poirot.

 

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Milena Vodanovic

Periodista y magíster en Gestión de Negocios. Trabajó en las revistas Solidaridad, Apsi y Paula, dirigiendo esta última por 8 años, entre 2007 y 2015. Es docente en el Magíster de Edición UDP y recientemente en la Escuela de Periodismo UAH. En el último tiempo se ha abierto a nuevas formas expresivas, como ceramista y dibujante. En 2016 publicó el libro La Vida a Mano, colorea, borda, estampa (Hueders). Foto: Alejandro Araya.

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