Columnas

Sobre micros, cámaras y derechos humanos: una reflexión acerca de la empatía y el orden público

Carolina Brown Por Carolina Brown

Bajo el sol de la ciudad, la escritora Carolina Brown recuerda los casos de Gustavo Gatica y Fabiola Campillay para reflexionar acerca de los derechos humanos y cómo estos conllevan una pregunta que va al fondo de nuestra moralidad.

Ráfagas de calor se levantan del pavimento quebradizo y me dan en la cara. El aire apesta a ácido, mostaza y pimienta. Me tapo el rostro con una esquina de la blusa. ¿Cuenta esto como estar encapuchado? El escozor se aloja debajo de mi piel mientras respiro y me ahogo. El cuerpo me pica por dentro.

Me concentro en seguir los pastelones de la calle. En no toser. Camino con los ojos entrecerrados. Quiero rascarme la cara. Los vidrios debajo de mis zapatillas crujen cuando me acerco al paradero, como si aplastara estrellas con los pies.

Pongo la bip! y paso por el torniquete. Queda un solo asiento, al sol y junto a la ventana. La micro no avanza porque en 42 días nadie repone los semáforos. Sudo, pero al menos mi cuerpo ha dejado de picar. Entonces pienso en ella: Fabiola Campillay. Una mujer dos o tres años mayor que yo. Que estaba haciendo exactamente lo mismo que yo acabo de hacer: salir de casa, caminar al paradero y esperar la micro. La diferencia es que yo la pude tomar. Imagino el estallido y después el pitido que vuela por los aires, acercándose a ella. El golpe que la toma por sorpresa y se expande desde el entrecejo. Tan fuerte que su cráneo se hunde. ¿Cómo suena desde adentro cuando se rompe tu cráneo? La ola de dolor que la envuelve al tiempo que cae hacia atrás. Mientras cae a la oscuridad, que ella cree momentánea. Y el humo blanco llenándolo todo, una cortina que cierra este teatro del horror.

Por las noches, sobre todo cuando apago la luz, también pienso en Fabiola. En Fabiola y en Gustavo. El ojo se parece mucho al obturador de una cámara fotográfica. La luz entra por la pupila y atraviesa el lente, las imágenes quedan “impresas” sobre nuestras retinas, aunque invertidas. Al revés. Todo lo que vemos por nuestros ojos en realidad lo vemos al revés. Es nuestro cerebro el que vuelve a darlas vuelta.

Un chico universitario sale de su casa con una cámara a registrar una protesta. Pero ignora que el mundo, al igual que la imagen de él en nuestras retinas y la impresión en el sensor de la cámara que sostiene con sus manos, está al revés. Y, en este mundo invertido, quienes tenían la misión de protegerlo terminan disparándole en ambos ojos. Entonces pasan los días y hay otra iteración, otro revés de mundo –como luz rebotando en espejos– que nos parte el corazón: ante el horror, ante el sufrimiento, la pérdida y la condena, ese chico flaco y desgarbado dice ocho palabras por boca de su hermano y se transforma en un símbolo, en un Titán.

Yo no tengo ni un ápice del valor y la generosidad que tiene Gustavo Gatica.

Fabiola y Gustavo, por alguna razón me hicieron pensar en otra cosa. Un recuerdo que tenía olvidado. Hace años, visitando a unos amigos de mi madre en Alemania, me sugirieron hacer un desvío para conocer la Ulmer Münster, una iglesia con una de las torres góticas más altas del mundo. En su momento había sido una proeza arquitectónica, algo imposible de construir. Recuerdo estar de pie, bajo la gigantesca bóveda iluminada, respirando algo entre el asombro y la alegría que produce la contemplación de la belleza, incluso sin ser yo creyente.  Al día siguiente, retomé mi itinerario. Me subí al tren y dos horas después me bajé en Dachau, uno los primeros campos de concentración de los Nazis. ¿Son estos los límites del alma humana?, pensé en ese momento. 124 km que separan la luz de la sombra que habita en nosotros.

¿Cómo nos aseguramos entonces de quedarnos en la luz?

En el centro de los derechos humanos está la idea, moderna, luminosa y hasta hace poco radical, de que cada vida humana es tan valiosa como las demás. Y que, solo por nacer, se nos garantiza una serie de derechos. Gratuitos. Libres. Supuestamente, imposibles de quitar. Los mismos para la empleada y la patrona, para el gerente y la secretaria, el cajero del supermercado, el diseñador freelancer, el multimillonario y la señora que hace el aseo en la oficina una vez que todos se han ido a sus casas. Esos derechos no hay que ganárselos a nadie, no hay que calificar para ellos: simplemente existen. Y eso es lo maravilloso, el ideal. Aunque en un país como Chile, también parece ser profundamente problemático.

Quizás nos cuesta entender esta idea porque somos un país obnubilado con la cuna, organizado en una suerte de castas donde cada uno tiene su lugar. Un país que, pese a todos los discursos pomposos, sigue siendo una hacienda (…)

Quizás nos cuesta entender esta idea porque somos un país obnubilado con la cuna, organizado en una suerte de castas donde cada uno tiene su lugar. Un país que, pese a todos los discursos pomposos, sigue siendo una hacienda donde hay patrones y subordinados y unos son –se supone– inherentemente mejores que los otros. Entonces, según esta lógica binaria e implacable, hay unos que pueden sentarse a la mesa a decidir y otros que no; hay barrios donde se puede protestar pacíficamente y otros donde no; hay gente descartable y otra que no.

Sin ir más lejos, hay lugares donde el guanaco y el zorrillo son artefactos de curiosidad e interés para niños sonrientes, que se acercan de la mano de sus padres en las tardes de domingo. Y lugares donde no.

Tomar posición acerca de las violaciones de derechos humanos molesta a ciertos sectores no solo porque reflota la herida no cicatrizada de nuestra historia reciente, sino porque es una pregunta que va al fondo de nuestra moralidad. No es práctica, no es resolutiva. Me atrevería a decir que no es ni siquiera una pregunta política. Es una pregunta moral. Define quienes somos y qué valor le damos a la vida y a la dignidad humana. Nos obliga a quitarnos la máscara: ¿Creo, de verdad, que todos somos iguales? ¿Que nuestras vidas valen lo mismo sin importar de dónde vienes, cómo te ves y cuál sea tu historia? Son preguntas fáciles de responder en el vacío pero no tanto en la realidad. ¿Vale lo mismo mi vida que la de un delincuente que está saqueando un negocio? Y, si está saqueando, ¿merece que carabineros lo golpeen hasta que quede inconsciente? Y si no estuviera saqueando, pero fuera un cabro que vive en la calle, tirando molotovs, ¿merece que le llegue un balín en la cara y lo deje ciego? Pero si no estuviera tirando nada, ¿si estuviera solo sacando fotos o con un cartel divertido que hace alusión al Presidente? ¿Si fuera una abuelita reclamando porque la pensión no le alcanza? ¿Un oficinista que solo está pasando por ahí? ¿En qué tendría que estar una mujer para que se justifique que la hagan hacer sentadillas desnuda en una comisaría? ¿Se justifica algo como eso alguna vez?

Me gustaría pensar que para todos la respuesta es siempre NO. Que la tortura, las detenciones ilícitas, las violaciones, los disparos a la cara con armamento no letal y el uso excesivo de la fuerza por parte de los agentes del Estado no son nunca justificables. Quiero creer que carabineros está lo suficientemente capacitado para actuar dentro del marco de lo legal. Porque no podemos tener más Gustavos ni Fabiolas. No podemos sacar esta cuenta con la calculadora porque no da la matemática: un supermercado no vale lo mismo que un par de ojos; la intermodal de La Cisterna no es equivalente a golpear a alguien hasta dejarlo en coma. Un paradero no es igual a tres costillas rotas. Orden público y derechos humanos no pueden ser mutuamente excluyentes en el siglo XXI.

Créditos: t13.cl
Compartir en: Facebook Twitter
Carolina Brown

Licenciada en Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad de Chile y comunicadora multimedia por la Universidad del Pacífico, donde también ejerció como profesora. Ganadora del Concurso Nacional de Cuento Joven Nicomedes Guzmán de la Sociedad de escritores de Chile, es autora del libro de cuentos «En el agua» (2015), la novela «El final del sendero» por (2018) y «Rudas» (2019). Actualmente imparte talleres de escritura creativa y fotografía.

También te podría interesar