Columnas

Un viaje por la Guatemala literaria y real (parte 2)

Soledad Rodillo Por Soledad Rodillo

Soledad Rodillo recorrió Guatemala y paralelamente fue leyendo a escritores guatemaltecos. En dos partes nos narró cómo resultó esta experiencia que le permitió mezclar las ciudades visitadas con las descritas por autores como Augusto Monterroso, Eduardo Halfón o Rodrigo Rey Rosa. En esta segunda entrega nos cuenta su experiencia al visitar la capital de este...

Soledad Rodillo recorrió Guatemala y paralelamente fue leyendo a escritores guatemaltecos. En dos partes nos narró cómo resultó esta experiencia que le permitió mezclar las ciudades visitadas con las descritas por autores como Augusto Monterroso, Eduardo Halfón o Rodrigo Rey Rosa. En esta segunda entrega nos cuenta su experiencia al visitar la capital de este país y las ruinas mayas de Petén, lugares donde pareciera que la violencia se cuela por las ramas de los bosques, para hacerse presente en la realidad y en la literatura.

Ciudad de Guatemala. Créditos: Anywhere.com

Violencia, secuestros, corrupción

Me sentí segura durante todo el viaje por Guatemala. La ciudad de Antigua, la zona de Flores y los alrededores del lago Atitlán viven del turismo y están extremadamente bien cuidados. Pero tenía miedo de visitar la capital, Ciudad de Guatemala, a 25 kilómetros de Antigua, localidad que fuera capital de la Capitanía General de Guatemala entre 1541 y 1776 y que fue abandonada después de un gran terremoto.

Antes de viajar me habían advertido de que tuviera cuidado con los robos en Ciudad de Guatemala; también algunas lecturas me habían hecho sentir atemorizada. Había leído “Gracia”, cuento de Rodrigo Rey Rosa y me acordaba de esos padres recién casados que habían arrancado hacia la región lluviosa de Alta Verapaz, huyendo “del ruido, el tráfico, los secuestros y la corrupción general que se habían vuelto moneda corriente en la capital”, para instalarse entre colinas cubiertas por bosques, milpas y cafetales. Me acordaba también de esos cuentos violentos sobre matones, muertes, secuestros, linchamientos y venganzas que aparecen en Trucha panza arriba, de Rodrigo Fuentes, que recién había leído unos días atrás en un café en Antigua (y que próximamente publicará Laurel Editores).

Y pensé en Augusto Monterroso y en Miguel Ángel Asturias –premio Nobel 1967–, escritores perseguidos en distintas dictaduras, que vivieron gran parte de su vida en el exilio, mientras recorrí la Plaza de la Constitución o el Parque Central de Ciudad de Guatemala. Porque a pesar del miedo, sí fui a la capital, donde vi cómo muchas parejas bailaban alegres al ritmo de las marimbas –un tipo de xilófono de madera que ese día celebraba su día nacional–, junto a un monumento que recordaba a 41 niñas que murieron calcinadas en un hogar de menores en 2017. Celebración que acontecía a solo pasos de la Catedral Metropolitana –con sus grandes cuadros coloniales y su tiendita de velas de colores–, y a un costado del imponente Palacio Nacional, la antigua sede de gobierno que mandó a construir en 1934 el general Jorge Ubico. “Un sanguinario tirano tropical a caballo”, como lo describió Monterroso en El paraíso imperfecto (Penguin Random House, 2014), un general que en sus 14 años de gobierno “se entregó a la tarea de asesinar a sus opositores, entre ellos a los trabajadores de las fábricas que trataran de organizarse en sindicatos o simples cooperativas (…); de perseguir implacablemente a los trabajadore del camp y a los campesinos desocupados (…)”.

No me sentí insegura en la capital, porque claro, no recorrí las zonas peligrosas. Pero para los guatemaltecos la inseguridad es uno de los tantos enemigos que han debido enfrentar a través de su historia, según escuché en este viaje. Dictadores sangrientos –como el recién fallecido Efraín Ríos Montt, responsable de la matanza de miles de indígenas–, el narcotráfico, la corrupción de la clase política, el intervencionismo de Estados Unidos, las erupciones volcánicas y los tantos terremotos que han azotado Guatemala a lo largo de su vida. Como lo llama un guía pentecostal, “un castigo divino” que se hace patente cuando recorro Antigua –ciudad que fue prácticamente derrumbada en su totalidad en el terremoto de 1773–, cuando visito las ruinas de los 19 conventos de la ciudad colonial y me maravillo de toda la grandeza de esta especie de Pompeya latinoamericana.

Templo maya en Yaxhá, Petén. Créditos: Belize.com

Las ruinas mayas y la selva

Pero todavía falta llegar a las ruinas mayas. A una hora en avión desde Ciudad de Guatemala está Flores, en la zona de Petén, en el límite con México, donde están los sitios arqueológicos de Uaxactún, Yaxhá y Tikal, uno de los mayores centros urbanos de la civilización maya precolombina. Una selva de chicozapotes con monos aulladores, pájaros carpinteros y loros; el inmenso lago Peten Itzá, además de varias lagunas con garzas y cocodrilos, como la Yaxhá, que uno puede admirar en su totalidad desde la cima de la pirámide 216 del sitio arqueológico del mismo nombre.

Los sitios arqueológicos son impresionantes, construcciones inmensas, perfectamente diseñadas en medio de esta selva voraz y oscura. Nos advierten en Tikal: “no se pierdan, no se separen, sigan el camino”, porque los árboles y los senderos son iguales y el sol apenas alumbra entre las hojas del bosque. Y pienso en el comienzo del cuento “Eclipse” de Augusto Monterroso, cuando fray Bartolomé Arrazola, un enviado de Carlos V, se da cuenta que está perdido en la selva y acepta que ya nada podría salvarlo: “La selva de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva”; y aunque estoy en un Parque Nacional protegido, me preocupo de seguir el camino.

Pero es la selva la que me tiene cautivada: sus sonidos, su exuberancia, su misteriosa oscuridad.

Los templos mayas son sorprendentes y numerosos. Algunos a la vista, como el inmenso Templo I o del Gran Jaguar, y otros que se mantienen protegidos por la naturaleza y de los que uno solo distingue su gran silueta. Pero es la selva la que me tiene cautivada: sus sonidos, su exuberancia, su misteriosa oscuridad. El hotel donde me quedo está en medio de una gran laguna y desde mi pieza –una cabaña construida sobre pilotes en el agua– escucho los gritos de los monos aulladores al atardecer, los pájaros al despertar y el movimiento del lago y las ramas con el viento.

Varios cuentos se han inspirado en la zona de Petén y también en la ciudad de Flores, que es donde me alojo. Cuentos que hablan de esta naturaleza generosa y de también de cómo la violencia se cuela entre las ramas del bosque. Es el caso del cuento “Ningún lugar sagrado”, de Rodrigo Rey Rosa, donde un cineasta guatemalteco le cuenta a una siquiatra neoyorquina sobre una película que iba a filmar: “Yo soy de allá. El Petén. Es un lugar  maravilloso. ¿Ha estado en la selva? Es algo único. No sabe de lo que le hablo si no ha estado. La vegetación, la vida, la energía por todas partes. Sí, me entusiasmo al hablar de eso. En blanco y negro. Se suponía que yo iba a dirigirla, pero a última hora los inversionistas se echaron atrás. Sí, la inseguridad. Por mala suerte, la productora estaba allí cuando lincharon a una americana. Una fotógrafa”.

Otro cuento nefasto situado en Petén es “Mucho macho” de Eduardo Halfón, que aparece en B39. Antología de cuento latinoamericano (Ediciones B, 2007), sobre un viajero que hace un alto “en el brutal paisaje petenero” para tomarse unas cervezas en un local camino a las ruinas y fotografiar a su alrededor: “Tomó una foto del niño que quiso venderle pulseritas de plata y anillos de jade falso. Tomó una foto del tipo que pescaba con una larga caña de bambú. Tomó una foto del grupo de muchachos descamisados que estaban subiendo sacos de fríjol a una larguísima lancha de madera roja y amarilla y cubierta con techo de guano”, y tomó la foto a una niña vestida de blanco que, para fatalidad de él, venía acompañada de un “macho” de botas de cuero, dientes de oro y pistola en el pantalón.

En otros cuentos que leo aparecen distintos peligros de El Petén: en “El hijo de Ash” una mujer que habla perfecto inglés, vestida con un huipil blanco y el pelo recogido en dos largas trenzas, deja abandonado al hijo de su pareja norteamericana en una cabaña con pilotes, elevada sobre el agua donde acechan los cocodrilos. Y en “La lluvia y otros niños” aparece el sacrificio de un pequeño en la cumbre de un templo maya a quien le sacan el corazón para ponerlo en la boca del dios de piedra y terminar así con la sequía.

Pero asimismo está el cuento maravilloso “La peor parte”, también de Rodrigo Rey Rosa, donde un hombre que, amenazado por la violencia de la ciudad, deja a un sustituto en su casa y se va a Petén a aprender mopán –otro dialecto indígena– y cambiar de vida. “Sentado  en la parte trasera entre un niño y un anciano, iba viendo el camino que se alargaba hacia la costa, mientras el vehículo ascendía lentamente, dando botes y bandazos”, relata el protagonista. “–Wab’ix –me dijo el viejo, señalando con una mano agarrotada una colina sembrada de maíz, con una ceiba en la cima–. Ntzee’ya. Mi milpa, mi árbol”. Y a pesar de la incertidumbre que sentía, el protagonista respiró hondo y se dejó conquistar, igual que nosotros, por este “paisaje de montañas redondas, cubiertas de selva, con algún claro de tierra blanca y la costa a lo lejos bajo un cielo de nubes enormes, como inflamadas”; por este país de cuentos, ceibas, marimbas, ruinas, pájaros y flores que se puede recorrer a través del viaje o la lectura.

Flores. Créditos: Fivepointfive.org

 

Compartir en: Facebook Twitter
Soledad Rodillo

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Lectora empedernida, dedica su tiempo a escribir artículos culturales para diarios y revistas especializadas. Es colaboradora estable de nuestro blog.

También te podría interesar