Columnas

Unos y otros

Sara Bertrand Por Sara Bertrand

Una nueva columna de Sara Bertrand reflexiona sobre la posibilidad de repensarnos tras el llamado estallido social y la arremetida del COVID-19: "De todos modos, nos ha permitido ver nuestras oscuridades con una claridad alucinante". [Ilustración: Marcelo Parra]

Mirar desde otro lugar. No desde el caos ni el miedo ni el resentimiento; mirar desde cierta sabiduría que dan años, caminos recorridos, encuentros, viajes, caídas y levantadas, todo lo que permite afirmar, sin equivocarnos, que nuestro país es joven, que falta mucho por construir, que hemos ensayado una forma y otra, y seguimos buscando. Mirar sin dramatismo. El mundo no se acabará hasta que se acabe y esa es una sentencia que deberíamos tomarnos en serio, porque no sabemos cuándo, en cualquier minuto, Júpiter se desplaza unos milímetros y llega una lluvia de meteoritos. Pero esa es una historia distinta a la que enfrentamos hoy, contra ese cuerpo diminuto, casi imperceptible virus Corona que llegó sin aviso y, no obstante, paralizó ciudades y habitantes. De todos modos, nos ha permitido ver nuestras oscuridades con una claridad alucinante.

Así es que necesitamos cierta altura, sobrevolar como pájaros las calles y mirar con detención y una candorosa esperanza, porque somos un país pobre, pequeño y joven. Por lo mismo, deberíamos mirar con algo de ternura también, porque en nuestra narrativa lo superlativo nos llevó a afirmar alguna vez que éramos “jaguares”. Y aunque se transformó en chiste obligado, el “jaguar” no es cualquier animal de la selva, supone un espécimen digno de admirarse. Entonces, deberíamos preguntarnos por qué nos gusta que nos aplaudan. Más recientemente, nos llamamos “oasis”, un relato que nos arropó y tapó la mirada, porque sufrimos ese tipo de ceguera, la de la lengua. Y es bonito descubrir cómo, independiente de que más tarde nos cayéramos de cara al desierto, hemos vivido atrapados en el discurso, que es ésa y no otra, nuestra partitura, la de la lengua.

Es necesario prestar atención al idioma y sus enredos, sus imaginarios también, porque el lenguaje crea realidades, pero solemos desatenderlo, olvidando lo evidente. Y es que es imposible avanzar sin saber quién eres, quiénes somos. “Nacimos monstruosamente, como no nacen las razas: sin infancia, en plena pubertad y dando, desde el indio al europeo, el salto que descalabra y rompe los huesos”, escribió alguna vez Gabriela Mistral. Porque la conquista sucedió, el relato existe, fue cantado y escrito cientos de veces y, no obstante, el dato quedó registrado en una historia lineal y aséptica, sin dolor ni traumas. Como si las sociedades no fueran ese entramado frágil que sufre, padece, crece y se altera, a veces con mínimos movimientos, igual que las personas y sus historias. Solemos disociar a las sociedades de quienes las componen, cuando el correlato es indiscutible. ¿De qué salto que descalabra y rompe los huesos hablaba Mistral? En primer lugar, del nudo absurdo de campañas, batallas y pisoteos, unos contra otros, todos contra todos, pero luego de la lengua, nuestro instrumento de comunicación.

Detengámonos ahí. Nuestro idioma reúne paisaje, sonidos, mineralidad, personas, pero sobre todo “una manera de sentir, percibir, razonar, desvariar, juzgar, rezar y finalmente, de ser”, como señala François Cheng. Nuestro territorio no tuvo tiempo de hacer civilización, éramos apenas una cultura cuando sucedió la conquista, pero teníamos una lengua, podíamos relatar nuestros días y debimos pasar del mapuche, aimara, huilliche ‒por nombrar algunas de las originarias‒, al español, en ese salto imposible que sucede cuando suplantas una forma por otra. Desterrados de nuestra conexión con el paisaje, nuestra mineralidad y puestos en el ejercicio de descubrirnos, deberíamos asumir que somos una cantidad inverosímil de piedras: cordillera, desierto o mar; que la piedra adopta en nuestro imaginario la forma de una casa que contiene, tiempo que no pasa en vano, que se modifica, pero a la vez, permanece. ¿Quién desconoce la potencia del macizo de los Andes?

El salto también desterró nuestros sonidos, pues en este territorio se aprende rápidamente que los terremotos se “escuchan” antes de sentirse en el suelo. Y dejamos atrás nuestra forma particular de fabular, olvidando el aprendizaje que guardaban leyendas como Cai Cai y Tren Tren; terrenos en disputa, el suelo y el mar. Heredamos otros mitos, otras historias, otro paisaje, otro continente, abandonando una construcción capaz de sostenernos en horas difíciles. Como dice Cheng: “un idioma no es solamente un instrumento objetivo de designación y comunicación; es de igual modo el medio por el cual cada uno se hace a sí mismo de manera progresiva, aquello por lo cual nos forjamos un carácter, un pensamiento, un espíritu, un mundo interior movido por sensaciones y sentimiento, deseos y sueños”. Y fuimos dando tumbos, relato tras relato, palabras tras palabras, en una historia que, por razones de espacio, es imposible narrar aquí, pero en la cual profundizamos binarimos: unos y otros; mujeres y hombres; heteros u homos, perpetuando una lógica absurda de clasificarnos entre indígenas y españoles; derrotados y vencedores; conservadores y liberales.

Y nos sucedió la dictadura, el relato existe; y el estallido social, el relato continúa en la calle, en sus muros.

Dos quiebres.

Y estábamos en esa, intentando amalgamar historias y traumas cuando nos cayó encima el diminuto Corona. Con su capacidad abrasiva, nos demostró algo evidente, pero que se nos escapa a cada rato y es que la supervivencia imprime una potencia superior a los días y discursos, que puestos a elegir, preferimos la vida que la muerte (…)

El cambio de banderas políticas por banderas mapuches resultó simbólico en esta revuelta, porque en la calle se hablaba de conquista. Lo mismo que las fotografías de rostros y nombres de desaparecidos o esos equívocos que se escucharon a la hora de gritar consignas, en vez de “Piñera escucha…”, “Pinocho escucha”. Porque seguimos dialogando con la dictadura, una herida que no cierra, pero hicimos como si; olvidando que de ese tiempo oscuro que nos quebró como país, apenas dijimos nada durante muchos años, que tantos quedaron mudos, que montones no sobrevivieron.

Y estábamos en esa, intentando amalgamar historias y traumas cuando nos cayó encima el diminuto Corona. Con su capacidad abrasiva, nos demostró algo evidente, pero que se nos escapa a cada rato y es que la supervivencia imprime una potencia superior a los días y discursos, que puestos a elegir, preferimos la vida que la muerte. Sin embargo, en vez de reunirnos, trabajar juntos, perpetuamos los extremos: los de aquí y los de allá; tú sí, tú no. Hubiese sido hermoso vernos actuar reunidos, las fantasías existen, pero no somos Alemania ni Suecia, estamos lejos del desarrollo, somos ese país atrapado en su propia historia.

De todos modos, en este distanciamiento social, este período de “quédate en casa” sería interesante preguntarnos quién somos, qué queremos, qué país queremos construir. Las preguntas, aunque básicas, son necesarias, porque desandar no es lo mismo que desarmar. Y puede que peque de ingenua, pero nosotros podemos volver los ojos hacia atrás para contar la historia y eso no es poco. Pienso en el país del norte, donde los yanquis borraron cualquier indicio a punta de patadas y machetazos, una tierra donde es imposible pensar cualquier tipo de revolución, porque el fuego que los domina es hacia delante, tal como irrumpieron en el territorio años ya. Nosotros, en cambio, todavía tenemos la oportunidad de converger, producir un diálogo que acuse recibo de fracturas y migraciones, de la multiculturalidad de nuestro territorio y sus habitantes, nuestras fabulaciones, historias, tenemos la posibilidad de volver sobre preguntas. ¿Qué es ser chileno y chilena? ¿Cuál es el problema de Chile? ¿Dónde duele? Observarnos con cariño, investigarnos con el mismo interés con que la comunidad científica se ha abocado a mirar el Covid-19 y dejar atrás binarismos, generar un relato que reúna. Un idioma que sintamos propio, una voz que asuma nuestra larga y misteriosa franja, nuestra geografía, su diversidad de paisajes, climas, piedras, fauna y, sobre todo, personas y lenguas.

Compartir en: Facebook Twitter
Sara Bertrand

Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Combina su labor de escritora con la docencia, es tallerista en Laboratorio Emilia de formación. En 2017 ganó el New Horizons Bologna Ragazzi Award con "La mujer de la guarda" (2016) y fue incluida en White Ravens con "No se lo coma" (2016). Su última novela "Afuera" fue publicada en 2019.

También te podría interesar