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Columnas

Viaje al fondo de una biblioteca en cuarentena

Soledad Rodillo Por Soledad Rodillo

De libros y bibliotecas imperfectas escribe nuestra colaboradora Soledad Rodillo. De esas estanterías también en cuarentena, que habría que corregir además de limpiar.

Una amiga me pregunta si tengo La odisea en mi casa y le respondo de inmediato que sí. Claro que debo tenerla, si la leyeron mis tres hijos en algún minuto de su vida escolar, pero el tema es ¿dónde me pongo a buscar? O peor –porque sé dónde–, ¿cómo la encuentro en medio de esa biblioteca desordenada y polvorienta?, en medio de esos estantes que les asigné a mis hijos desde que nacieron y donde han ido a parar todos los libros de lectura “obligatoria”, junto a sus libros infantiles, los diccionarios, los álbumes de fotos o esos a los que les he negado la entrada a mi escritorio.

Porque claro, en esta casa hay otra biblioteca, la “perfecta” que he ido armando a lo largo de mi vida, con mis escritores y favoritos y mis autoras tan buscadas; mis temas recurrentes, mis novelas y poemas adorados –ordenados alfabéticamente por autor–. Un espacio casi religioso, con velas y cuadros apoyados en los estantes, un sillón y una mesa con un gran libro de la diosa Patti Smith [en la imagen principal, fotografiada por Lynn Goldsmith], otro de la artista feminista Judy Chicago y otro gigante que recopila las novelas de Jane Austen, imposible de leer por su tamaño, pero que es fundamental en esta especie de altar.

¿Y qué pasa afuera de este “cuarto propio”? Afuera está la salita de estar y la biblioteca infanto-juvenil, la imperfecta, que años atrás –cuando mis niños eran chicos– era un lugar limpio y ordenado, pero que con el paso del tiempo se convirtió en un espacio abandonado, repleto de polvo y libros guardados sin orden, del que nadie se hizo cargo nunca más. Hasta hoy.

Pero estamos en cuarentena y el tiempo en la casa se hace largo, incluso para los que nos pasamos la vida leyendo. Y buscar La odisea para el hijo de mi amiga Kika se convierte en mi propia odisea del día: encontrar el libro en medio de ese librero olvidado y, de paso, ordenar todos los libros que les he comprado a mis hijos desde que nacieron –hace 22, 19 y 17 años– y hasta el día de hoy.

El trabajo es enorme y me ayuda mi hija del medio. Con un paño en una mano y un Cif en la otra, comienza en sacar cada libro de su lugar, desempolvar, volver a clasificar y guardar. Y no encontramos el famoso libro de Homero por ningún lado (de seguro lo deben haber prestado a algún compañero), pero sí están los otros libros que me manda mi amiga por Whatsapp: Frankenstein, El lazarillo de Tormes, Relato de un náufrago, Edipo Rey, Romeo y Julieta, para su hijo de primero medio, y El guardián entre el centeno, Demian, 1984, La rebelión de la granja y El túnel, para el de tercero. Los mismos libros que leyeron mis hijos unos años atrás, los mismos libros que leí yo. Claro, son libros buenos, son clásicos. Pero, ¿no será hora de renovar estos listados? ¿Por qué no incluir novelas existencialistas más actuales como La carretera, de Cormac McCarthy? ¿Y otras novelas futuristas, como las distópicas de Margaret Atwood, Los cuentos de la criada o Los testamentos? ¿Y escritores chilenos? ¿Dónde están las novelas de Zambra, Nona Fernández, Bolaño que, de seguro, rayarían a más de algún adolescente? ¿Y qué pasa con las escritoras? Solo una mujer en todo el listado: Mary Shelley. En tiempos en los que se aboga por la igualdad de géneros, ¿no deberían nuestros jóvenes leer más mujeres, conocer su pensamiento, su modo de ver el mundo? ¿Queremos seguir educando lectores que solo lean a hombres?

“Los testamentos” (2019), novela de Margaret Awood que continúa la historia de “El cuento de la criada” (1985)

Yo misma les di a mis hijos un librero “imperfecto”, donde hay muy pocas escritoras: están mis viejos libros de Enyd Blyton –que mis hijas consideran una reliquia–, los varios libros de Beatrix Potter que les leía antes de dormirse, los tomos de Papeluchos, de Marcela Paz, las novelas de María Luisa Bombal –en mi escritorio guardo sus Obras completas– y alguna más en medio de una avalancha de autores masculinos: Dickens, Poe, Conrad, Twain –entre los clásicos– y Anthony Browne, Kitamura, los Astérix y los Capitán Calzoncillos.

Una biblioteca en cuarentena que habría que corregir, además de limpiar. Se asoma mi hijo hombre y toma los libros grandes sobre dinosaurios. “Estos son míos”, y se los lleva a su pieza. Mi hija menor dice que todos los de ositos pandas, ositos pardos y koalas son de ella. ¿Les di yo libros según su género o ellos los eligieron? Ya no me acuerdo. Pero todos leyeron libros de aventuras, La amortajada y los cuentos de Agatha Christie y Edgar Allan Poe.

Hay ausencias como en muchas bibliotecas: casi no hay poesía ni ensayos. Es una biblioteca que se detuvo en el tiempo, donde están los álbumes llenos de fotos de guaguas y niños paseando en coche, patines o bicicletas; comiendo helados, jugando con baldes en la playa y abriendo regalos en Navidad. Y ahí están los libros que les leía antes de dormir: El osito bombero, los cuentos de Peter Rabbit, Alex quiere un dinosaurio (que incluso está dedicado por el autor). Están los libros de lectura escolar, los que les regalaron los abuelos, incluso un par que no devolvieron a la biblioteca del colegio. Está la historia literaria de su niñez y juventud en varias estanterías que ahora lucen limpias y ordenadas.

¿Qué pasará con estos libros? Algunos ya se habían ido a otros lugares. Yo misma me había llevado Mujercitas y Frankenstein a mi escritorio un tiempo atrás. Una de mis hijas armó su propia biblioteca feminista en su pieza con los mini libros de Chimamanda Ngozi Adichie, las biografías de Malala, Michelle Obama y las Mujeres bacanas. ¿Y el resto? Me niego a desprenderme de ellos. Creo que esperarán con paciencia en esta biblioteca imperfecta pero leída, hasta que llegue alguien como mi amiga Kika a buscar algún libro para sus hijos, o vengan mis sobrinos en busca de lectura escolar, o quién sabe, llegará un nieto un día que quiera entrar a esta biblioteca sentimental para aprender de dinosaurios, de ositos bomberos o de un conejo de chaqueta celeste que casi pierde la vida por desobedecer a su mamá.

Sobre libros extraviados y bibliotecas personales escribe Soledad Rodillo en la siguiente columna. De bibliotecas perfectas e imperfectas, de esas estanterías en cuarentena que habría que corregir, además de limpiar.
Ilustración de “Pablo el artista” (2005), de Satoshi Kitamura. Créditos: PLOP! Galería.
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Soledad Rodillo

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Lectora empedernida, dedica su tiempo a escribir artículos culturales para diarios y revistas especializadas. Es colaboradora estable de nuestro blog.

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