Debiera escribir acerca de jóvenes y la lectura, pero las imágenes que llegan desde México en estos días me han tenido alerta; primero, escribiéndole a tantos amigos mexicanos; luego, queriendo dar un salto, esos que solo son posibles con las botas de siete leguas, y caer en Ciudad de México para ayudar a quitar escombros, levantar ánimos y repisas y ordenar esos miles de libros que se hicieron cerro al caer al suelo.
Y pienso en los muchachos mexicanos, en tanto joven que habrá vivido su primer terremoto, que habrá visto por primera vez cómo se caen las casas cuando se caen, el polvo, los incendios, el olor rancio que no es basura, sino algo químico, quizás cañerías, tubos que transportan gases y ácidos que ni nos imaginamos, porque usualmente corren subterráneos, y, de pronto, salen a la superficie, vemos explosiones, somos testigos del cielo color púrpura que no es atardecer, sino algo que arde, arriba y abajo.
No me equivoco si afirmo que todos los jóvenes chilenos de hoy han lidiado con algún terremoto. Cada uno de ellos ha sentido como si una locomotora descarriada comandara su futuro inmediato. Vamos hacia alguna parte, bajando una pendiente llena de cerros y montículos, porque sentimos cómo se golpea la estructura; nuestra casa que nos parecía tan segura de pronto se convierte en una bailarina dando trompos, alocada. Todo se ve distinto y, sin embargo, existe cierto orden. Es extraño. Cómo explicar que los terremotos van hacia algún lado, que, como los huracanes, se mueven. Ni más ni menos, el de 2010 en Chile movió ocho centímetros el eje de la tierra. Y uno lo siente, además del miedo y esa extraña euforia, el orden que impone la materia en movimiento.
Tampoco creo que me equivoque si digo que mi país —tan minúsculo, tan delgada franja, apenas una rajadura al final de la Tierra— es mundialmente conocido por sus terremotos. Y como si eso nos donara cierto garbo, un coraje de telúrica procedencia, somos dignos de admiración. Somos esos que sobrevivimos desde pequeños. Esos que viven con temblores. Que podemos contar cuántos terremotos llevamos en el cuerpo y qué hicimos, pensamos o vimos mientras la tierra iba hacia alguna parte.
Por ejemplo, contar que para el terremoto del año 85 era una quinceañera, una púber vestida como Cindy Lauper, en el piso ocho del departamento de mi abuela en Providencia, y tuvimos que bajar por las escaleras mientras pasaba lo que pasaba y nos topamos con una señora aferrada al pasamanos gritando que íbamos a morir esa tarde de domingo y no pudimos separarla ni un dedo de donde estaba, su cuerpo tieso queriendo demostrar que hasta ahí había llegado y seguimos bajando aunque los escalones no eran así de seguros como suelen ser sin movimiento; a la altura del piso cinco encontramos un zapato taco de aguja plateado, en otras palabras, un zapato de fiesta, de algo que alguien olvidó porque la tierra se movía de tal manera que solo pensó en llegar al suelo, sano y salvo.
O que el 2010 era una joven madre y tuve que sacar a mis hijos de la cama, mientras tenía la impresión de que cabalgaba en una yegua mal portada y dábamos tumbos con mi marido intentando llegar a la pieza de los niños mientras las puertas de la casa se abrían y cerraban endemoniadas y la mesa del comedor salía a dar un paseo, caminando como Pedro por su casa.
Cada niño, cada joven chileno muchas veces en su vida, ha despertado con un sacudón, una mecida más tenaz que el brazo materno, y entonces, espera. Los perros ladran, habitualmente comienzan justo antes de que se mueva la Tierra, y se siente ese no sé qué de rugido desde una garganta y, más profundamente, cierta expectación. ¿Habrá que salir? ¿Despertar a los demás? La pregunta por el qué viene después es automática, un chip que se instala en cada uno de nosotros desde pequeños, sabemos sin necesidad que nos repitan que un temblor siempre puede ser algo más. Y seguimos. Quizás eso sea lo que admiran los otros, la capacidad de continuar a pesar de todo. El hecho de que a ningún chileno se le pase por la cabeza cambiarse de país, aunque cada tanto, pierda todo a causa de las fuerzas centrífugas y centrípetas que se baten bajo nuestros zapatos, víctima de un terremoto, tsunami, erupción, o todos juntos de la vez.
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Hace poco leí un ensayo sobre lo contemporáneo de Giorgio Agamben, tan lúcido él, tanto entendimiento que ofrece cuando afirma que un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero de todas maneras pertenece a él, no puede huir. A cada joven chileno le corresponderá su cuota de terremotos, será contemporáneo de un número de desastres, entonces verá la luz y sentirá de cerca la oscuridad —es una regla— como si solo llevados al extremo fuésemos capaces de conocer de qué materia estamos hechos.
Los terremotos levantan lo mejor o lo peor de cada uno de nosotros. Están lo que, sintiéndose a salvo, toman palco, cerveza en mano, para mirar por televisión cada detalle de esa irrealidad que muestran las pantallas y están los rescatistas naturales, esos que, sin saberse héroes, corren riesgo y salvan vidas y siguen haciendo para allá y para acá como si tuvieran súper poderes y, por un minuto, nos devuelven la fe en la raza. Entonces, pienso en las palabras de Agamben cuando escribe “el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de ponerlo en relación con los demás tiempos, en otras palabras, de leer de forma inédita la historia”.
Los terremotos no solo van alguna parte, se preocupan de sacudir nuestra modorra, nuestro aburrimiento; cada tanto, nos obligan a preguntarnos si nos sentimos cómodos en el tiempo que nos toca. Si la oscuridad que vemos es parte de la luz o la sombra, si obligados a mirar la precariedad que nos rodea, somos capaces de percibir el desorden que reina por todas partes, los malos entendidos, la estupidez de nuestra época, aunque sea mínimamente nuestra.
Y no dejo de pensar en los jóvenes y en lo brutal que se vuelve una lección de este tipo. Del tipo vida o muerte, me refiero. Ese tipo de lecciones que no se olvidan, aunque provengan de las capas más profundas de la Tierra y sepan poco acerca de cómo resolvimos la vida acá arriba. Y me quedo con esa forma inédita de leer la historia de la que habla Agamben, qué tal si preparamos a nuestros jóvenes para eso: ser capaces de mirar la historia de otra forma; descubrir hacia dónde se mueve la Tierra, hacia dónde vamos en medio de esta contemporaneidad que nos vuela los sesos, porque a veces, claramente, es preferible el desorden de un temblor que el que ofrecen nuestras formas de hacer, nuestra ignorancia.