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Volviendo a los cuentos de hadas: A propósito de dos libros de Angela Carter

Soledad Rodillo Por Soledad Rodillo

Un libro que recibió en su último cumpleaños es el detonante para que nuestra colaboradora Soledad Rodillo vuelva a la escritora británica Angela Carter. A los 18 años, Soledad leyó su antología Niñas malas, mujeres perversas (Sudamericana, 1986), libro que la condujo a conocer a sus grandes escritoras de cabecera; y hoy, gracias a una...

Un libro que recibió en su último cumpleaños es el detonante para que nuestra colaboradora Soledad Rodillo vuelva a la escritora británica Angela Carter. A los 18 años, Soledad leyó su antología Niñas malas, mujeres perversas (Sudamericana, 1986), libro que la condujo a conocer a sus grandes escritoras de cabecera; y hoy, gracias a una cuidada edición de la editorial Impedimenta, nos relata sobre los recuerdos de la niñez que despertó su Cuentos de Hadas (2016). 

Angela Carter, 1976; photograph by Fay Godwin

Angela Carter, 1976. Créditos: Fay Godwin / The New York Review of Books

Cada cierto tiempo alguien me pide que le recomiende un libro. Si conozco bien a la persona y, en especial, sus gustos y lecturas, me resulta fácil hacerlo. Pero si no sé qué lee, cuánto lee, o incluso si de verdad le interesa leer, me suelo quedar en blanco. ¿Debiera recomendarle un best seller para que se enganche con alguna lectura o me guío por lo que a mí me interesa y corro el riesgo de que no le guste? El año pasado regalé El Nervio Óptico (Laurel, 2016) a cinco amigos queridos que también son buenos lectores, y solo tres me llamaron para comentarme lo bueno del libro (uno incluso me invitó a comer). Los otros, ni siquiera lo abrieron. No los juzgo. Yo tampoco leo todo lo que me regalan. Pero, lo que sí, suelo darle una oportunidad cuando el libro me lo recomienda o me lo regala alguien que me conoce.

¿Cómo elijo lo que yo leo? Leyendo. Leyendo las críticas de libros de diarios y revistas, viendo lo que están publicando mis editoriales regalonas, husmeando la huella de un autor que me apareció en otro libro, leyendo lo que leen mis autores favoritos: siguiendo un hilo —a veces ordenado, a veces tan enmarañado como el ovillo de lana de mi gata— que me lleva de un autor a otro y de un libro al siguiente.

niñasmalasHace un mes me acordé de un cuento de Leonora Carrington que había leído hace años y me puse a buscarlo por internet. Y ahí estaba La debutante en blogs, pdf y varias páginas web. En una de ellas decía que este cuento formada parte de Niñas malas, mujeres perversas, la antología de cuentos que Angela Carter publicó en 1986. Apenas leí el título del libro se produjo en mí un momento crítico/minestrone/Ratatouille que me llevó de inmediato a cuarto medio, a mis pantalones pata de elefante, a mi pelo mal teñido de rojo y a ese libro amarillo de Editorial Sudamericana (1990), que en la portada tiene la foto coloreada de una femme fatale de sombras verde agua, que compré seguramente atraída por el título, pero que fue la llave que me abrió a nuevas lecturas y me llevó a Katherine Mansfield, a Djuna Barnes, a Colette, a Jane Bowles y a tantas mujeres que me han acompañado en estos últimos 25 años. Qué feliz y provocadora me sentía leyendo mi antología Niñas malas… a los 18 años o esos diarios turquesa de Anaïs Nin que subrayaba sin parar y, qué independiente y adulta me creía entonces cuando por fin podía seguir mi propia ruta de lecturas.

Hace unos días estuve de cumpleaños y un gran amigo me regaló Cuentos de Hadas, de Angela Carter (Impedimenta, 2016), un librazo de tapas duras, 600 páginas y simples ilustraciones en negro que me llevó, casualmente y por segunda vez en un mismo mes, a Angela Carter, a quien no había vuelto a leer en 25 años. Y el regalo no pudo haber sido mejor ni más sorprendente. En el libro la escritora inglesa (1940-1993) —que vivió en Europa, Japón, Australia y Estados Unidos— recopila y reescribe un centenar de cuentos de hadas provenientes de la tradición oral de lugares tan disímiles como Rusia, Asia, América , los pueblos esquimales del Inuit, las tribus africanas de Swahili, los montes de Ozark y también de Francia e Inglaterra; y nos lleva de vuelta a esos cuentos populares, a los cuentos de hadas, a las historias orales: “a ese lazo más fundamental”, como escribió la Carter en el prólogo del libro, “que tenemos con los imaginarios de los hombres y las mujeres corrientes cuya labor ha dado forma a nuestro mundo”.

Impedimenta portadaEn estos cuentos de hadas —como se les llama tradicionalmente, aunque de hadas tengan bien poco— encontramos cuentos sobre gigantes malos, hechizos maléficos, reyes que quieren casar a sus hijas, madrastras perversas, embrujos, troles, animales con poderes sobrenaturales, brujas avaras, y niñas audaces y valientes: todos cuentos que por años han sido recopilados en distintos libros y que han sido estudiados por la sicología, la historia y la teoría de género, pero que finalmente son pura literatura. Ahí está, contada hace 200 o 300 años, la caja de huesos que también hemos leído en Poe o en Cien años de soledad; ahí están esas madrastras malas y celosas y esas hijastras sufrientes que citan en las telenovelas; ahí están los cuentos que inspiraron a La caperucita roja, La Cenicienta (en El pececillo rojo y El zueco de oro) y La bella durmiente (aunque acá, en su versión noruega, los siete enanitos son doce hermanos a los que la bruja transformó en gansos salvajes cuando nació la hija mujer, “blanca como la nieve y roja como la sangre” que tanto ansiaba la reina madre). Ahí están las heroínas de cuento —vivaces, poderosas, inteligentes— que tanto buscamos las mujeres, y también esas mujeres tontas, sometidas o insatisfechas, como la protagonista de La mujer en la botella de vinagre, que tanto nos repulsan.

Y ahí están estos cuentos fantásticos de Armenia, Lituania, México, Mordovia y Japón, estas historias de leche ordeñada de vaca y agua de pozo, de niñas que parecen caer muertas por un pinchazo de uña, de mujeres que ejercen de hombres cuando los maridos están ausentes, de hombres que se transforman en hienas (y que nos hacen recordar el cuento de Leonora Carrington): historias donde solo la brujería, las pócimas y los poderes sobrenaturales podían hacer cambiar el futuro de una joven, una relación de pareja o un problema de infertilidad.

Alejandra Acosta Angela Carter La Camara Sangrienta (Sexto piso)

Ilustración de Alejandra Acosta para «La cámara sangrienta» (Sexto Piso), de Angela Carter

“No os ofrezco estas historias con un espíritu nostálgico”, escribe Angela Carter al final del prefacio, aunque es imposible leer estos cuentos y no acordarse en algún momento de la infancia y de los cuentos geniales y terribles que alguna vez leímos (imposible incluso no emocionarse cuando de improviso te encuentras con el cuento Vasilisa, la bella, uno de los cuentos favoritos de mi niñez y te acuerdas de ese libro negro con tapas duras, Cuentos rusos (Lumen, 1981) que nunca dejabas que nadie tocara). “Sí os las ofrezco como un espíritu de despedida, como recordatorio de cuán sabias, listas, intuitivas, a veces líricas y excéntricas, en ocasiones locas de remate fueron nuestras abuelas y sus bisabuelas, y como contribución a la literatura de la Madre Ganso y sus polluelos”.

¿Cómo elijo lo que yo leo? Casi por pura casualidad o ¿será causalidad? Difícil desenredar esa madeja de lana. Solo sé que a los 18 leía la antología de Angela Carter Niñas malas, mujeres perversas y me abrí a un camino de escritoras poderosas y transgresoras, y que hoy a los 43 acabo de terminar de leer su antología de Cuentos de Hadas, que me hizo ir y regresar de mi niñez, y que en todo este tiempo mi rueca no ha parado de girar, hilando historia tras historia dentro de mi interior.

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Soledad Rodillo

Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura de la Universidad de Chile. Lectora empedernida, dedica su tiempo a escribir artículos culturales para diarios y revistas especializadas. Es colaboradora estable de nuestro blog.

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