¿Qué podrán tener en común las obras de los escritores Joseph Roth, Franz Kafka, Karl Kraus, Ilse Aichinger, Imre Kertész o Gyula Illyés? No es ni la lengua ni la nacionalidad ni que sus apellidos sean complicados. El común denominador para todos ellos es quien los traduce al español: el chileno Adan Kovacsics. Gracias a él podemos leer a los grandes autores de la literatura húngara y austriaca y sus traducciones gozan del prestigio que cualquier traductor quisiera tener: en 2010 recibió el Premio Nacional de Traducción del Ministerio de Cultura de España y el Premio Estatal de Traducción Literaria de Austria, y en 2017 el Premio de traducción «Balassi» de Hungría, entre muchos otros. Es capaz de evidenciar en los textos la sensibilidad de un autor, las disonancias de otro, la pesadumbre del lenguaje en muchos y hasta la musicalidad que hay en ellos.
Las obras que ha traducido no son precisamente las más esperanzadoras. Sus autores han sido testigos y han sufrido los horrores de la guerra. Hay silencio, denuncias, fosas comunes, torturas, los horrores de la Gestapo y la Stasi. Y toda la tristeza y reflexiones que conlleva vivir esas experiencias extremas. Se podría decir que es un especialista en la obra del austriaco Karl Kraus. No solo tradujo su emblemático libro Los últimos días de la humanidad (Tusquets, 1991) sino que le dedicó muchos años de investigación que se vieron plasmados en Karl Kraus en los últimos días de la humanidad, que escribió para la colección Vidas ajenas de la editorial UDP. La influencia del austriaco es innegable en la propia obra del traductor chileno. «No puedo evitar leer con su mirada», dice con convencimiento «escuchar con sus oídos lo que dice la prensa, los medios de comunicación en general, y su concepción del lenguaje me resulta muy pero muy cercana. Desde entonces me acompaña».
Entre sus otras múltiples traducciones destaca la obra del húngaro Imre Kertész –premio Nobel de Literatura en 2002– quien sobrevivió a los campos de concentración y plasmó su experiencia décadas más tarde en el libro Sin destino (Acantilado, 1975). Para muchos es la mejor novela sobre el Holocausto y una obra ineludible de la literatura contemporánea. «Mi yo en español», le decía Kertész a Kovacsics, quien de vez en cuando lo llamaba porque existían ciertas frases que lo hacían dudar. Con el tiempo se hicieron muy amigos. Se visitaban y mantenían largos diálogos por teléfono. «Había confianza, alegría y vitalidad en él, y luego al mismo tiempo esa otra cara que era pura sombra», dijo en una entrevista para la revista Letras Libres y luego precisa: «Cuando se le ensombrecía el rostro era muchas veces más por el futuro que por el pasado. O, mejor dicho, por el pasado que puede revivir en el futuro».
¿Pero cómo un chileno se ha convertido en uno de los mejores traductores del húngaro y el alemán al español? La historia se remonta a 1948 cuando los padres de Kovacsics –de origen húngaro y ante la inminente llegada del comunismo al país– decidieron emigrar. Estuvieron en campos de refugiados en Austria, luego en Italia, hasta que aparecieron cupos para vivir en Chile. Llegaron en 1950 y a los tres años nació Adan. En su adolescencia se trasladaron a vivir a Austria, aprendió alemán; estudió filología románica e inglesa y filosofía en la Universidad de Viena. En los ochenta decidió radicarse en Barcelona y comenzó a trabajar en la traducción.
Tus padres decidieron irse a vivir a Viena cuando tenías catorce años y tuviste que aprender alemán. Me acordé de Elías Canetti que en el libro La lengua salvada retrata a su madre como una persona sumamente exigente cuando él comienza a aprender el alemán en su adolescencia. ¿Cómo fue en tu caso?
En mi casa eran muy estrictos con los idiomas. Entre nosotros hablábamos húngaro. Y entre mi hermana y yo, castellano. Y no se podían mezclar. Si yo metía una palabra castellana en mi húngaro era reprendido. Y luego, mi padre que era muy anglófilo me obligaba a hablar en inglés con él todos los sábados. Yo a veces me escapaba (dice riendo). El alemán no me costó aprenderlo porque no me era extraño. Era usual que los húngaros de clase alta, como mis padres, hablaran alemán. Y ellos usaban esta lengua cuando no querían que ni yo ni mi hermana entendiéramos.
Una anécdota en referencia a esto es que cuando me vine a vivir a España mantuve una correspondencia epistolar con mis padres. Yo les escribía en húngaro. ¿Pero qué era mi húngaro? Era la lengua que yo hablaba en casa, pero no tenía una formación gramatical ni nada. Mi madre me mandaba las cartas de vuelta con los errores ortográficos corregidos.
¿Cómo viviste este cambio de país y de lengua en plena adolescencia?
El cambio a Viena fue difícil. El problema no fue de lengua. Yo fui trasladado a una edad en que empieza a desarrollarse cierta personalidad y fui trasplantado a otro sitio. Mal no lo viví. Pero quedó un poso de algo no resuelto. Pero yo me integré muy rápido en Viena. Fueron años muy intensos y bonitos, fueron mi juventud. Luego me vine a España por varias razones. Pero una de ellas fue recuperar ese mundo latino que había dejado atrás cuando mi familia se mudó de Chile a Austria. Volver a América Latina en aquella época, esto es, a finales de los setenta, principios de los ochenta del siglo pasado era imposible. España era, por tanto, una opción evidente. El país vivía una época de apertura importante. Y aquí me quedé.
Hay quienes han definido al traductor como «el que hace pasar de un lugar a otro» pero también como traidor (traduttore, traditore). ¿Qué es el traductor para ti?
En el plano más alto es el que está en contacto con la lengua universal y está en contacto, precisamente, porque hace ese camino entre lenguas. Esa es una experiencia de la traducción que no se da en otro ámbito, incluso no se da en la creación literaria. En la creación estás solo con una lengua, en la traducción con dos. Y eso es un don, un regalo que tiene la traducción. Ahora traición siempre hay y también en la creación. Hay un punto en el que siempre traicionas ese ideal haciéndolo realidad en el poema, el relato o lo que sea. ¿Has llegado a escribir realmente lo que querías? Quizás no. Y ahí has traicionado algo. En la traducción siempre hay pérdidas, se pierden matices, pero también se pueden ganar cosas. Un texto puede ganar con la traducción, gana otra lengua.
¿Qué es lo que más te gusta de traducir?
Lo que más me gusta es estar en contacto con la literatura. Me gusta traducir grandes autores, autores que dicen cosas. Me gusta ese trasiego entre las lenguas, me siento muy a gusto en el traspaso del alemán y el húngaro al castellano; descubrir esos parentescos entre las lenguas.
¿Cómo conservas el ánimo, el temple, la esperanza al ser el traductor de las obras más desgarradoras de los siglos XIX y XX?
Siempre pensé que era absolutamente necesario trasladar esa elaboración literaria de toda esa experiencia al castellano. Existían grandes lagunas en ese ámbito. No se había trabajado sistemáticamente la traducción de esas obras y eso es válido tanto para el ámbito latinoamericano como español. Sé que esos libros se leen mucho en América Latina y que sirven para elaborar experiencias que se produjeron en aquellos países. Hubo un tiempo en que me pareció tan necesario que lo hacía con toda la intención. Tenía que aguantarme; pero también tenía la profesionalidad. Uno va desarrollando con el paso de los años cierta distancia respecto a lo que se traduce. Es como ser un médico que también desarrollan una piel un poco gruesa, vuelve a casa y cena y ha vistos cosas nada agradables.
Kovacsics, el escritor
Su nombre como traductor –ya sea en la portada o en la página créditos– está inscrito en innumerables libros. Como escritor son cuatro: Guerra y lenguaje (Acantilado, 2007); Karl Kraus en los últimos años de la humanidad (Ediciones UDP, 2015); El vuelo de Europa y Las leyes de la extranjería (Ediciones del subsuelo, 2016 y 2019 respectivamente). Sus textos transitan entre narraciones, ensayos y ficción siempre cargados con referencias filosóficas y literarias. Por sus escritos desfilan con total soltura y dominio Walter Benjamin, Kafka, Kraus o Ludwig Wittgenstein y los temas que se repiten desde diferentes ángulos pertenecen al ámbito de la memoria, la identidad pero, sobre todo, el lenguaje.
En el tercer escrito Guerra y lenguaje homónimo al título del libro se repite la idea del historiador Anson Rabinbach que decía que con la catástrofe de la guerra había ocurrido también una «catástrofe de la palabra». ¿Puedes explicarlo un poco más?
De eso justamente se trata el libro: de la utilización del lenguaje literario y del periodístico como instrumento, no como expresión. El caso más paradigmático es la propaganda, uno piensa hasta qué punto hoy en día estamos dominados por la publicidad. No se usa el lenguaje como expresión entendiendo que tú expresas tu ser a través del lenguaje.
La filósofa española Adela Cortina dijo recientemente que los medios están creando una sociedad de tontos polarizados. No pude no pensar en Guerra y lenguaje y en cómo –si bien allí reflexionas sobre la implicación y la responsabilidad de un lenguaje en la guerra– se podría extrapolar al ejemplo que dice Cortina. ¿Qué reflexiones te suscita el uso del lenguaje hoy en los medios, en la guerra en Ucrania y el que se usa en las redes sociales?
¿Te has fijado que los medios hablan casi más de lo que sucederá que de lo que sucede o de lo que ha sucedido? De la cumbre de jefes de Estado que se celebrará mañana; del estreno que se celebrará este sábado que viene… Ahora llevamos semanas y semanas hablando de la contraofensiva ucraniana que –hoy por hoy, estamos a finales de mayo– no se ha producido. Publicidad y propaganda. Para mí, la palabra esencial de este tiempo es «campaña». Todo son campañas para imponer un producto en el mercado, sea comercial, ideológico o discursivo. Todo se ha convertido en mercancía. Y la polarización es tremenda.
Aprender una lengua es también abrirse a otra cultura, se abre un mundo, se captan otro tipo de sutilezas. Pero también sirve para limitar un «ellos» y un «nosotros». Seguí de cerca los argumentos nacionalistas catalanes que esgrimían el uso del catalán como una razón para la independencia. ¿Cómo viviste esto?
Muy mal, quise marcharme. Todo aquel movimiento me asfixiaba, me corroía, me obsesionaba. Lo terrible del nacionalismo es que se adueña también de aquel que se opone. Y así en el fondo gana. Te obliga a estar respondiendo interna y externamente a sus argumentos y posicionamientos estúpidos y absurdos. Habla, entre otras cosas, de la lengua propia de un país. Un país no tiene una lengua propia. La tienen las personas, que sueltan en ella sus emociones, sus pasiones, sus ideas, también sus tópicos, sus banalidades, plantean en ella sus desavenencias, sus pactos. Y aquí en Cataluña las personas hablan en catalán y en castellano, pero también en árabe, en urdu, en rumano, en italiano. Lo que se llama la lengua propia de un país es simplemente una cuestión de poder de ciertos colectivos. Y hay en todo ello un fondo racista, el intento de un grupo de dividir y de demostrar su superioridad sobre otro, de imponerse y anular. Todo se reduce a una triste cuestión de poder, que es lo único que ven.
Volviendo a tu libro Guerra y lenguaje, hay un personaje que dice: «Al renunciar a su lengua extirpó la parte condigna de la vida: en su caso la infancia y juventud». Para ti, ¿si el lenguaje crea realidad, lo que no se nombra no existe?
Sí, en parte es así. El universo viene con sus nombres. Para mí, eso es muy sustancial. Hay partes de mi vida que están ligadas a un determinado lenguaje. Mi infancia al español, mi juventud al alemán. También está ligado al psicoanálisis, si no hablo de algo, lo borro; si no lo puedo pronunciar. Y existe un mundo inconsciente, en efecto. Como decía Lacan: el inconsciente está estructurado como lenguaje, es decir, también ese mundo turbio tiene su articulación.