La bogotana Ángela Melo es experta en uno de los formatos más propios y menos estudiados de la literatura infantil y juvenil (LIJ): el pop up. También es integrante del colectivo La Lucila, un grupo integrado por tres mujeres que, tras cursar el Máster Erasmus Mundus en Literatura Infantil, Medios y Cultura de la Universidad de Glasgow, quieren acercar las nuevas teorías de la LIJ a la realidad latinoamericana. También democratizar el conocimiento y abrir cada vez más espacios para criticar la LIJ desde la academia.
¿Cómo llegaste a la literatura infantil y juvenil?
En la licenciatura tomé un electivo de la facultad de arte sobre poética de la imagen. Era una introducción a distintas formas de generar contenido visual. La profesora dedicó una clase al libro álbum y me impactó esa posibilidad de que la imagen narrara con la misma importancia que el texto. Me pareció que proponía algo distinto a otras formas de literatura.
¿Y cómo llegaste al pop up?
Mi interés por la LIJ fue creciendo y me llevó a realizar el Máster Erasmus Mundus en Literatura Infantil, Medios y Cultura. Para una asignatura hice un trabajo del libro pop up La casa embrujada, de Jan Pieńkowski. Es un libro que estaba en mi casa y leí muchas veces de niña: la historia de dos ratoncitos. Uno es el doctor y otro el paciente, que explica que escucha voces y ve cosas extrañas. Hay dos narraciones en paralelo: por un lado están los ratones y por otra, la casa donde efectivamente pasan cosas raras: se mueven los ojos de las pinturas, por ejemplo. A lo largo de las páginas vemos a un gato que es parte de la narrativa de la casa y que tiene un papel central hacia el final de la historia. Entonces, es un libro con distintos niveles de narración. A propósito de ese trabajo me encontré con que no había mucha teoría dedicada al tema, así que decidí hacer una pasantía, dedicada exclusivamente a la lectura de este formato, en la Internationale Jugendbibliothek de Múnich.
¿En qué consistió esa investigación?
Por una parte quería hacer una revisión histórica de cómo han cambiado los mecanismos y por otra, revisar el efecto concreto que estos tienen en la narración. Tomando los formatos calesita (construcción que muestra un escenario tridimensional cuando se une la portada con la contraportada) y los libros túnel (estructura de acordeón que al extenderse genera una sensación de perspectiva) quería analizar el tema del espacio físico que crean estos libros. Porque tenemos una narración que crea un espacio literario; unas imágenes, que crean un espacio visual y este tercer espacio, propio de los libros que crean escenarios, que me parecía interesante en términos del proceso de lectura que se genera a partir de ellos.

¿Nos explicas un poco más?
La lectura siempre se ha concebido como una práctica cognitiva, como un ejercicio mental. Cuando alguien te habla de leer, no piensas que eso vaya a implicar una actividad física, pero estos libros dan cuenta claramente de la posibilidad de una lectura corporal. Son libros que lees con las manos, lees con los ojos y lees con todo el cuerpo. Es decir, tenemos la posibilidad de leer desde los diferentes sentidos y tener, a partir de eso, otro tipo de experiencia.
¿Es una lectura en la que el lector participa más activamente?
Cuando se trata de un buen libro hecho con ingeniería de papel —donde el mecanismo no es solo un adorno, sino que tiene un efecto narrativo— hay una mayor interacción por parte del lector. Se necesita de su actividad para el desarrollo de la historia. Él decide cuántas veces gira un mecanismo y en qué orden lo hace. A diferencia de otras formas, como por ejemplo una novela en que seguimos un ritmo establecido por un narrador, en estos libros es el lector quien marca el ritmo.
¿Es una lectura más exigente?
No diría que más exigente, pero sí diferente. Una de las autoras que estudié decía que en lugar de debatir —porque existe el debate sobre si se trata de libros o juguetes— si se les da el estatus de libro, podríamos apropiarnos de la idea de que a través de estos libros, que están entre el libro álbum, el juguete y el libro objeto, podemos acceder a una forma diferente de enfrentar la lectura.
¿Qué elementos específicos tiene esta experiencia?
El primer elemento que un buen libro móvil explora es la sorpresa: de una superficie plana emerge una estructura tridimensional y eso, si el libro no lo explica en la tapa, no lo esperas. Luego, hay un elemento de búsqueda de elementos ocultos que el lector debe encontrar. Un tercer elemento es el movimiento y un cuarto, mencionado en la pregunta anterior, es la interactividad.
¿Cuándo se inventaron estos libros?
No se sabe a ciencia cierta cuál es el primero, pero existen tratados medievales que no iban dirigidos a niños sino que ilustraban conceptos astronómicos para adultos y que representaban el movimiento de los planetas a través de ruletas, discos o segmentos de papel añadido. Evolucionan y a partir del siglo XVIII comienzan ya a utilizarse para libros infantiles, bajo la influencia del pensamiento de Rousseau y de John Locke sobre la educación y las nuevas formas de concebir el aprendizaje infantil, incluyendo el disfrute y el goce.
¿Cómo es la circulación de los pop up en la actualidad?
Existe lo que Hannah Field denomina «paradoja de la fragilidad». Y es que el libro, como objeto, está diseñado para preservar conocimiento. Pero estos libros, por sus características materiales, son muy propensos a dañarse. Es un desgaste que, por otra parte, habla de unas formas de lectura, porque ese desgaste es producto de unas manos y unos ojos que pasaron por ahí, en otras palabras de unos lectores que han habitado ese espacio.

No son libros que se compren en las bibliotecas, por ejemplo.
Sí, porque esta fragilidad se ve como un fallo, pero está en la naturaleza de estos libros. Se van a romper porque se usarán, pero a cambio, niños y niñas habrán tenido acceso a una experiencia lectora diferente. Pero sin duda la pregunta que nace de esta paradoja es cómo democratizar el acceso a este tipo de libros que no solo tienen prácticas de circulación muy específicas, sino también de producción.
¿Cómo son esas prácticas?
En términos de producción se están haciendo en países donde la mano de obra es muy barata y esto es algo que no podemos obviar. Por otro lado, son libros caros, a los que no todos los niños pueden acceder. Pero hay experiencias interesantes, por ejemplo, un teatro de papel, donde trabajan con escenarios y libros de gran formato que incorporan la ingeniería de papel. La compañía de teatro Sgratta tiene una propuesta en este sentido, que vale la pena conocer. Otra opción es que los niños creen sus propias estructuras. En Italia, durante la pandemia, se reunió a muchos ingenieros de papel para que hicieran un portal con tutoriales silentes que enseñaban a hacerlas. Y es que si no tenemos acceso podemos recurrir a nuestra propia creatividad. Las editoriales cartoneras de Sudamérica son un ejemplo de eso. En la medida en que valoremos este tipo de lecturas encontraremos los caminos.
Colectivo La Lucila
¿Cómo nació el colectivo?
Nació cuando estábamos en la maestría. Éramos varias latinas que al terminar la clase sentíamos que las teorías que revisábamos no terminaban de encajar con nuestras realidades: los contextos, las circunstancias de circulación del libro, eran otras. Decidimos hacer algo con esa inquietud y así nació La Lucila. Nos interesa la literatura infantil y los medios, así como la cultura de la infancia y el objetivo es hacer investigación, crear espacios de reflexión y debate que permitan renovar la mirada que hay de la literatura infantil en América Latina, tratando de hacer un puente entre continentes y países. Actualmente quienes integramos el colectivo somos Jéssica M. Andrade Tolentino, de Brasil; Camila Andonaegui, de Chile y yo.
Tienen una visión crítica…
Me parece que como continente estamos viviendo un auge muy impresionante, pero por lo mismo, hay que tomar la distancia que permite la mirada teórica. En este momento estamos ante una verdadera saturación de las narrativas ilustradas y de la visualidad y del libro álbum en la LIJ. Si bien se trata de un género que expandió los estudios y trajo una mirada renovada frente a la imagen, está desplazando a muchos otros géneros y formatos hacia un espacio marginal como, por ejemplo, el teatro para niños o la poesía que no es ilustrada. Es que como si la única forma de comunicar la ficción infantil fuera a través del libro álbum. Lo observas en la oferta de talleres, por ejemplo, que en su mayoría están dedicados a ese formato específico, pero la LIJ, históricamente, es mucho más.
¿Qué actividades propone La Lucila?
Realizamos investigación académica de manera conjunta e individual y vamos enviando artículos a revistas especializadas y ponencias a congresos. También adaptamos contenidos a formatos más democráticos como son las redes sociales. Hace poco, por ejemplo, hicimos una publicación sobre Sarah Moon, una fotógrafa francesa que tiene una versión de Caperucita muy interesante y polémica en su momento. Entonces nuestra idea es compartir trabajos que nos parecen interesantes y la teoría que vamos leyendo. Ir derribando la barrera lingüística, porque mucha de la teoría que se está produciendo no se traduce al español y eso hace que sigamos leyendo y citando a los mismos autores de siempre.

También crean espacios de debate, ¿nos hablas de eso?
Tenemos un club de lectura —Diálogos improbables— y nos reunimos el primer sábado de cada mes. Proponemos un diálogo entre un texto teórico y otro artístico que puede ser un programa, una novela, un álbum, una película. Nuestra idea es tejer lazos. También intentamos que haya un autor latino y otro extranjero. Hemos analizado El chavo del ocho, Mafalda, distintas versiones de Caperucita roja. Sumado a eso estamos realizando charlas y conferencias con investigadores invitados. Todos son eventos gratuitos y nuestra intención es que esto siga siendo así.
Por último, ¿qué desafíos creer que enfrenta la LIJ latinoamericana?
La literatura es el sistema completo, no son solo los libros, sino también lo que los rodea y en ese sentido nos quedan tareas por hacer. Una de ellas es superar lo que Teresa Colomer llama la madrastra pedagógica. Y es que el estudio de la literatura infantil todavía está muy vinculado a la enseñanza, la educación y la animación lectora. Necesitamos que eso exista, pero sumado a investigaciones que nos permitan alumbrar, desde la teoría, cómo estamos haciendo la selección de libros. Poder hablar de literatura de manera crítica y fundamentada. En eso estamos trabajando y el objetivo de La Lucila es compartir con otras personas esta mirada.

