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Entrevistas

Macarena García: “Creo que es necesario revisar el racismo y el sexismo en la cultura infantil”

Pablo Espinosa Por Pablo Espinosa

Conversamos con la investigadora chilena Macarena García, autora de “Enseñando a sentir: Repertorios éticos en la ficción infantil”, un ensayo que pone el foco en las narrativas para niñas y niños etiquetadas como difíciles, que tocan temas como la muerte y la migración.

Enseñando a sentir (Metales Pesados, 2021) de Macarena García, contiene una escena elocuente. García –periodista y doctora en antropología social y estudios culturales por la Universidad de Zúrich, e investigadora del Centro de Estudios Avanzados en Justicia Educacional de la Universidad Católica de Chile– visita una biblioteca escolar junto a Soledad Véliz para realizar una investigación sobre temas difíciles y lectura en espacios educativos. El libro que va a probar es uno de los más controversiales de la investigación: La madre y la muerte (FCE, 2015), de Alberto Laiseca y Nicolás Arispe. Se trata de una reversión del cuento de Hans Christian Andersen Historia de una madre, que no solo es difícil por el argumento, una madre que busca recuperar a su hijo muerto, sino que también por las oscuras ilustraciones en blanco y negro que contiene, que muestran a la muerte representada como una calavera. 

Antes de la lectura hay nerviosismo por parte de los adultos. El equipo docente, al igual que las mismas García y Véliz, temen por el efecto que la lectura pueda causar en los niños y niñas. “Van a terminar todos llorando”, anticipó la bibliotecaria. Al terminar la lectura, sin embargo, nada de lo temido sucede. Por el contrario, niñas y niños aplauden, piden tocar y ver el libro, y que se los lean nuevamente. Finalizada la etapa experimental, es el libro mejor evaluado por los y las oyentes. 

“En la investigación sobre temas difíciles y lectura –comenta García– identificamos una idea muy extendida entre adultos de que ciertos libros pueden hacer daño si se leen a edades o en contextos que no serían apropiados. Hay varios temores que aparecen en relación con esto. Pero lo que más se articulaba en este estudio fue un temor a que haya una experiencia emocional de desborde, a que el libro provoque algo de lo que después los adultos nos tengamos que hacer cargo y que no sepamos cómo. Pudimos observar cómo ese temor y resistencia adulta a ciertos libros era casi directamente proporcional a la fascinación que las y los estudiantes sentían hacia ellos”. 

«La madre y la muerte» (FCE, 2015), de Alberto Laiseca y Nicolás Arispe.

El principal foco de Enseñando a sentir está en este tipo de libros, cuya presencia es desde hace cerca de una década cada vez más frecuente en librerías y bibliotecas. Libros que tratan la muerte (como El pato, la muerte y el tulipán, de Wolf Erlbruch), la depresión (El árbol rojo, de Shaun Tan), los crímenes de las dictaduras (Niños, de María José Ferrada) y la migración (Eloísa y los bichos, de Jairo Buitrago). García, sin embargo, no se limita a comentar libros difíciles, sino que a analizarlos críticamente, combinando sus amplios conocimientos teóricos con su experiencia en talleres de lectura. De esta forma, García advierte, por ejemplo, que el libro Empatía: guía para padres e hijos (Amanuta), de Patricia Fernández y Alejandra Acosta, confunde solidaridad con caridad, y que Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes (Planeta), de Elena Favill y Francesca Cavallo, al igual que otros libros sobre empoderamiento femenino, esquivan referencias a lo social, lo colectivo y lo solidario, privilegiando el empoderamiento personal y el individualismo. 

Al interior de este ensayo, leemos: “Enseñando a sentir intenta pensar cómo la ficción nos permite sentir otros mundos y sentir de otras formas y cómo estas formas de sentir pueden llevar a generar sensibilidades éticas”. La lectura de García es particularmente atenta, ya que ella pone en valor el poder formativo de la ficción y no separa la literatura infantil de sus funciones pedagógicas.

Un elemento común que percibes al analizar obras infantiles difíciles es que eluden complejidades. En el caso de narrativas sobre migración, por ejemplo, dices que son libros que muchas veces “intentan producir un futuro más esperanzador, pero suelen evitar abordajes más profundos sobre los sistemas que sustentan la producción de inequidades”. ¿Por qué crees que sucede esta simplificación?     

Porque entrar al tema es muy difícil, efectivamente: si hablamos en serio de migración es imposible no hablar de cómo los privilegios de algunos son a costa de otros. Es algo de que preferimos no hablar entre adultos y aún menos mostrárselo a los niños porque ¿qué clase de personas somos, que dejamos morir a otros intentando llegar a vivir donde nosotros? Hace poco me tocó entrevistar a los autores de Ilegal, una novela gráfica que cuenta la travesía de dos hermanos desde Ghana a Europa y todo lo que han de pasar cruzando el desierto del Sahara primero y El Mediterráneo después. Ellos, Eoin Colfer y Andrew Donkin, me decían que habían escrito esta historia porque necesitaban hacerse cargo del tema, pero al mismo tiempo que habían decidido que el personaje viniese de Ghana y no de Siria, por ejemplo, que no fuese un chico escapando de una guerra, porque así podía quedar finalmente la duda de si llegar a Europa había valido la pena. Y me pareció brutal, pero honesto. Eso es lo que ocurre finalmente: si vamos a hablar en serio de migración, tendremos que explicar cómo es que los pájaros pueden migrar y las personas no, cómo es que vivimos en una economía global a costa de otros y cómo es que este orden naturalizado de las fronteras produce vidas que importan más que otras.

«Ilegal» (Alianza, 2017), escrito por Eoin Colfer y Andrew Donkin e ilustrado por Giovanni Rigano. Créditos: zonazhero.es

¿Hay temas que la literatura infantil está eludiendo y que debería tratar también? 

Podemos hacer el ejercicio sobre esos temas más ausentes y diría que en la última década han aparecido libros que abordan el género y la orientación sexual, el capacitismo, el bullying, la xenofobia, la dictadura, el abuso sexual y la muerte, por nombrar a algunos de los temas difíciles que aparecen un poco más, pero que nos faltan libros sobre la crisis climática (que la mayoría en español son más bien informativos), la enfermedad, las cosmologías indígenas (y los conflictos territoriales), el poder del narco y la pobreza. Quizá, como en todo, abordamos los temas difíciles que ya se abordan en otros mercados editoriales y no respondemos tanto a las demandas de nuestro territorio.

“La intención de este libro es abrir preguntas sobre cómo narramos injusticias e inequidades con las generaciones que nos suceden y cómo en esas narraciones se dibujan nuestros límites para imaginar futuros”. 

Notas en varias narraciones, en especial aquellas sobre emociones, como “El monstruo de colores”, de la psicóloga Anna Llenas, una orientación normativa hacia la felicidad y el éxito. ¿Cuáles son las consecuencias de esta forma de privilegiar unas emociones sobre otras?     

La orientación normativa hacia la felicidad, la promesa de la felicidad como la llama Sara Ahmed, nos lleva a perder muchas cosas por esta obligación a postergar presentes por esa supuesta felicidad futura que solo se obtiene si cumplimos con aquello que la sociedad va determinando como deseable. Escuchamos ya hablar de términos como “felicidad tóxica” o la “happycracia” para mostrar cómo ciertas ideas sobre lo que es ser feliz están profundamente intrincadas con la necesidad de consumo del sistema neoliberal. El monstruo de colores y la película Intensamente son dos ejemplos de algo que está mucho más extendido, son casi síntomas, diría yo, de un nuevo discurso de educación socioemocional que insiste en dominar cuánto antes lo emocional por lo racional. Esto se ve mucho en educación inicial: el currículo es precisamente esa “regulación” de lo emocional que se traduce en un orden normativo de las emociones, esa capacidad de reconocerlas, nombrarlas y saber separarlas (que es lo que aprende el famoso monstruo, a separar sus emociones y a embotellarlas para así controlarlas).

“En los libros álbum hemos permitido que se cuele el capacitismo, el racismo, el sexismo y el clasismo”, escribes en tu ensayo. ¿Qué ha permitido que esto suceda y cuáles son las precauciones que es necesario tomar?     

Hay que poner más atención a cómo lo visual produce significados también. Todavía estamos mirando con mucha más atención el texto escrito que el visual y se nos van cosas que serían fácilmente reparables. Una cosa que me sorprende mucho, por ejemplo, es la enorme cantidad de libros en los que todos los personajes son blancos. En un trabajo que hemos hecho con Xavier Mínguez-López acuñamos el término “blanco papel” porque se les deja el rostro sin colorear para que tome el color del papel. Lo hacemos sin darle mayor vuelta al asunto, pero es lo que los estudios críticos de raza nos han venido advirtiendo por décadas ya: que basta de poner a los blancos como los universales, “normales”, como la característica “por defecto” de un humano.

¿Puede la ficción contribuir a construir sociedades más justas?        

Esa promesa de la sensibilidad ética tiene doble filo porque nos lleva a hacer las preguntas que tú haces aquí y es complicado pedirle a la literatura infantil que contribuya a hacer la sociedad más justa, porque ni siquiera estaremos de acuerdo en qué es lo justo.

«Eloísa y los bichos» (Ediciones El Jinete Azul, 2012), escrito por Jairo Buitrago e ilustrado por Rafael Yockteng.

Edición y mediación

Varias editoriales chilenas han publicado libros difíciles para niños y niñas. Es el caso de sellos como Saposcat, Libros del Cardo y Grafito Ediciones. ¿Por qué crees que en Chile particularmente ha sucedido esto? 

Creo que en Chile tenemos estupendos editores de literatura infantil; editoras y editores dispuestos a tomar riesgos y con visiones complejas sobre lo que puede ser el campo de la literatura para niños, niñas y adolescentes, un campo que no está separado, sino más bien conectado, ensamblado, al campo de literatura para adultos. Creo que hay mucha gente muy atenta a esto: no solo editores, sino también mediadores y mediadoras y quienes seleccionan material para las compras públicas o de instituciones educativas. Donde nos falta todavía es que esos libros realmente circulen en nuestras bibliotecas escolares, que las y los profes también los aprecien, que se lean y se disfruten.

Generalmente se recomienda que los libros difíciles infantiles sean leídos por un mediador. ¿Crees que efectivamente es lo recomendable? 

Es una idea muy extendida entre expertos en literatura infantil: que hay libros que necesitan mediación. Que no se los puede dejar solos. Creo que no. Claro que se puede propiciar una experiencia muy rica en la mediación, pero creo que subestimamos toda la potencia que hay en el encuentro “a solas” entre el libro y el lector. También depende de qué sea mediar. Me gusta pensar que mediar es acompañar la lectura, más que hacer de puente a los libros como postulan algunos autores y más que un ejercicio de enmarcar y conducir la experiencia, que es lo que me parece ver en las prácticas en Chile.

Cuestionas la “lectura por placer”, que es un término extendido en la actualidad al referirse a la promoción de la lectura, sobre todo en niñas y niños. ¿Es un término que se ha usado ingenuamente y es necesario revisar?

Sí, porque se habla de la lectura por placer de una forma algo ingenua. Lo usamos sobre todo para referirnos a niñas y niños (nadie habla de la lectura por placer de adultos) que leen más que lo que se les pide en la escuela, que leen porque les gusta. Y se reduce a ciertas lecturas: no encontramos referencias al placer de leer manga, por ejemplo. Pero lo que me parece clave es preguntarnos de qué va ese placer. Si revisamos cómo se lo formula en la política pública vemos que es un placer cognitivo, mental; no es sensorial y apenas algo afectivo. Creo que necesitamos ampliar el repertorio de placeres asociados a la lectura para salir de esta lógica que se centra en un canon muy restringido en el que el libro es el objeto privilegiado de consumo cultural.

A comienzos  de este año, la empresa a cargo de los libros del Dr. Seuss anunció que dejará de publicar seis de los títulos de la colección por su  contenido racista. Poco después, en marzo del año 2021, una columna de opinión de Charles M. Blow publicada por el diario “The New York Times” celebraba la noticia: “El racismo debe ser exorcizado de la cultura, incluyendo, o quizás sobre todo, de la cultura infantil”. ¿Cuál es tu opinión al respecto? ¿Es necesario “cancelar” obras infantiles del pasado?

Estoy de acuerdo con Blow, sí. Creo que es necesario revisar el racismo –así como también el sexismo– en la cultura infantil y en estos casos puede incluir decisiones como dejar de publicar algunos títulos. Se armó mucho revuelo, pero no se propuso sacarlos de las bibliotecas, sino solo dejar de imprimirlos. En un caso similar, la televisión pública sueca decidió eliminar algunos fragmentos racistas de la serie de televisión de Pippi Calzaslargas, aunque en los libros se mantienen. Creo que estas cuestiones ayudan, quizás porque nos obligan a volver a tener una discusión sobre qué es racista y qué implicancias tiene tener textos culturales racistas y es ahí donde se va haciendo el trabajo más importante: uno que no tiene que ver con quitar o poner tal o cual expresión, sino en entender cómo el racismo permea la cultura occidental.

Durante el mes de octubre se realizó la versión número 25 del Congreso de la Sociedad Internacional para la Investigación en Literatura Infantil (IRSCL, por sus siglas en inglés),  en el que participaste como organizadora junto a la Universidad Católica y otras instituciones. En la inauguración comentaste: “Si este congreso tuviera un solo objetivo, sería el de dejar de decir de forma peyorativa que un libro infantil es pedagógico”. ¿Por qué este objetivo, que está también presente en tu libro, te parece tan importante?     

El tema del congreso fue una invitación a mirar cómo la propuesta pedagógica puede ser una propuesta estética y viceversa. Nos encontramos todavía con esa idea de que hay que defender a la literatura infantil de cualquier relación con la educación. Se dieron muchas discusiones en relación a esto en el congreso y se presentaron investigaciones muy interesantes sobre distintas apuestas por lo pedagógico en la relación entre literatura e infancias o adolescencias. Me quedó rondando algo que dijo Clémentine Beauvois, “hace un tiempo decir que un libro era didáctico era peor a decir que era propaganda”. Creo que por ahí va apareciendo el problema: la didáctica es también política y es allí donde puede residir una potencia estética.

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Pablo Espinosa

Licenciado en Filosofía de la Universidad Alberto Hurtado, Magíster en Periodismo de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura Infantil de la Universidad de Castilla-La Mancha. Es uno de los fundadores del proyecto Ojo en Tinta: podcast, revista digital y programa de televisión. En la actualidad, trabaja como investigador en la Biblioteca Nacional de Chile.

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