Hija natural del mito y la palabra cotidiana, la poeta y profesora de Chiloé Rosabetty Muñoz (1960) habla desde la trizadura del mundo. La antología Polvo de huesos (Ediciones Tácitas) le significó obtener el Premio Altazor 2013, aunque su mayor alegría siguen siendo los títulos que edita con el trabajo de los estudiantes que participan del taller literario que dirige hace once años. Estuvo en Valparaíso presentando una antología que el sello de la Universidad de Valparaíso lanzó sobre Floridor Pérez y conversamos, entre varios tópicos, sobre poesía infantil y educación.
—En un ejercicio por recobrar la frágil y difusa memoria de la infancia, Leonardo Sanhueza escribió «La edad del perro» (Penguin Random House). En su caso, ¿cómo era ese mundo infantil en las distintas partes de Chiloé donde usted vivió y cómo aquello influyó en su formación de profesora y poeta?
Yo no escribo solamente desde la palabra. La palabra siento que está anclada y es parte de un ciclo, de un territorio y de un lugar y, en mi caso, conscientemente, trato que se vea el lugar de donde nace. Yo viví en varios lugares de Chiloé y recuerdo mi infancia muy llena de acontecimientos que tenían que ver con la convivencia, muy de relato oral, de conversación y de preocupaciones de la gente por lo que pasaba por su cabeza, de lo que sentían. Yo era niña pero recuerdo que acompañaba por las noches a mi madre y a mi padre cuando salían a las casas de los vecinos a tomar algo caliente y a conversar. Yo creo que eso marca absolutamente la infancia. El tejido dentro de los actos cotidianos como cocinar, comer, caminar por el patio, escuchar historias como que al fulano de tres casas más allá lo habían visto salir volando por la noche y le pegaron un piedrazo y al otro día le cojeaba el pie. Esas cosas se escuchaban mucho y yo creo que el amor por el relato es lo que más me interesa a mí.
—Su poema en prosa «Espesor del instante» dice: “Pero lo mío era mirar. Y de algún modo, todavía estoy debajo de la mesa contemplando a mis hermanos y sus faenas riesgosas”. ¿Cómo siente ese mirar con el paso del tiempo?
Durante mucho tiempo sentí que tenía una obsesión por tratar de recuperar lo más fielmente posible el pasado. Sabemos que la memoria tiene muchas trampas y que uno recuerda lo que fue y también lo que hubiera soñado que sea, y lo completa, además, con ese deseo de volver de algún modo a un espacio que le parece más pleno que la realidad que toca vivir ahora. Entonces, he tratado de recuperar imágenes e instantáneas, tal vez por eso la poesía me gusta tanto porque dentro de los lenguajes alcanza un nivel muy alto en términos de concentrar enormes profundidades de contenidos en muy pocas palabras. Logra lo que algunos muy buenos fotógrafos: abrir una brecha hacia el pasado e iluminar ciertos rincones.
—Además de los relatos orales y las conversaciones con la comunidad, ¿existían en su casa libros o revistas que le llamaran la atención?
Yo vengo de una familia donde no había muchos libros en la casa. Tener un libro era una cosa privilegiada. Sin embargo, hay una figura de un tío abuelo casi analfabeto que era fiscal y él estaba todo el día con la Biblia, se la aprendía de memoria. Los fiscales eran los encargados de mantener la fe porque no había sacerdotes suficientes, entonces ponían a una persona de la comunidad para que se hiciera cargo de sostener la carga espiritual de la gente y alimentar lo que habían sembrado los jesuitas. Ellos tomaban un papel especial y él siempre estaba con algo en las manos para leer. Eso es un hito y el otro es que mi mamá era una buena lectora, pero no podía leer porque no tenía jamás tiempo. Como a mí me empezó a gustar leer ella inmediatamente armó un espacio de privilegio para mí. De la plata destinada para la carne de la semana sacaba una parte para que yo pudiera cambiar revistas en el centro. Y la otra cosa interesante eran los profesores en las comunidades. Cerca de mi casa vivía una pareja de profesores que tenían una biblioteca impresionante, con una colección juvenil de tapas amarillas que me iban prestando y luego les devolvía. Ellos eran gente de la comunidad que tenía libros, pero en las casas normales no veías libros.
—Hay poetas como Ennio Moltedo, por ejemplo, que viven toda su vida en provincia, generando una poesía arraigada al territorio y con un imaginario propio. ¿Cuál es su mirada actual de la provincia y cómo determina en su caso ciertos procesos de creación?
Me parece mejor estar en un espacio que tiene pertenencia y donde le hace sentido a alguien lo que estoy escribiendo
Estoy cada vez más convencida que la solución está en quedarse en los pequeños espacios. Creo que son una ilusión las grandes capitales. Para la antigua idea que tengo de formación comunitaria me parece mejor estar en un espacio que tiene pertenencia y donde le hace sentido a alguien lo que estoy escribiendo. Y por un tema de calidad de vida yo apuesto por vivir en la provincia y desde allí hacer un trabajo lo más honesto posible y muy ligado al espacio donde vivo. Y esa ligazón no se corta por intereses externos al trabajo de la escritura.
Cultura viva
—¿De qué manera su trabajo como poeta da cuenta de las tensiones entre la tradición y la modernidad que vive el archipiélago? ¿Cómo vive estos cambios en su calidad de oveja y rebaño?
Yo creo que hay una descomposición muy fuerte. El balance que hasta el momento saco, y estoy muy alerta, es que no es una percepción de una generación que está dejando las armas para que vengan otros a tomarlas; es una percepción cierta porque estoy en relación con jóvenes y ligada a lo que se está pensando y siento que hay una degradación en términos –va a sonar como viejo, pero no importa- valóricos y de lenguaje. Ahora se tiene tres o cuatro comodines con los que repiten, repiten y repiten y a la hora en que realmente quieren expresar algo no tienen ni en las manos ni en la cabeza elementos para profundizar ni para mostrar la densa materia que son. No son capaces de navegar. Y esa especie de molestia que empiezan a reconocer cuando están más grandes tiene que ver con las formas de vida que llevan.
Dentro de Chiloé, Ancud, donde vivo, todavía tiene una reserva de dignidad que no está teniendo otros pueblos. Castro está entregada al progreso completamente, desde lo simbólico que hay con el mall y con el casino hasta la cotidianidad que se vincula con lo aspiracional, el querer ser y las cosas que el sistema dice que es el progreso. Ancud tiene otra mirada sobre las cosas, pero tiene una pobreza impresionante y concreta porque no hay trabajo y también en términos de expectativas. Grupos de jóvenes que no pueden desarrollar los proyectos y sueños que tienen evidentemente se van estancando y descomponiendo.
Charango y Poesía from Cultura Los Lagos on Vimeo.
—¿Cuáles son los cambios que le sorprenden y que más cuesta plasmar en su trabajo?
Cambiar al padre que presidía la mesa en la que comíamos todos por la tele fue una cosa que transformó absolutamente la sociedad; también la sociedad chilota, donde todavía podríamos decir que tenemos una cierta carga de identidad que es interesante respecto de la convivencia. Pero los cambios en los últimos 25 años son abismantes y esas tensiones yo las he planteado y trabajado en mi poesía. No escribo una poesía que esté de espaldas al presente ni menos al futuro. No creo en esta cosa patrimonial de guardar objetos ni en una cierta forma de vida que ya no tiene sentido revivirla con electroshock. Lo que me interesa es la cultura viva.
—¿Y dónde observa rasgos de esa cultura viva?
Hace poquito hablaba sobre estas poblaciones espantosas que hace el Estado. En Ancud hay una impresionante cantidad de casas que son como cajas de fósforos y todas iguales. Nada más ajeno a la idiosincrasia chilote, con unas cocinas ínfimas. Las cocinas chilotas tienen estufa al medio, es un lugar amplio de reunión y conversación. Sin embargo, tú vas dos o tres años después a estas poblaciones y son completamente distintas, la gente le bota una pared, hacen una chiflonera que es el espacio de entrada para dejar las botas y el impermeable. Todas esas cosas van resolviendo la gente, transformando de a poco su espacio vital. Y eso es cultura viva.
Hoy día el curanto es absolutamente un vivo gesto de identidad. Cuando se le quema la casa a alguien lo primero que se hace es un curanto solidario. Eso hace que la cultura esté viva, no tiene que ver con andar con ropa de lana, sino con este espíritu comunitario, hacer las cosas en conjunto y mirando a los otros, y usando los elementos que nos da la naturaleza para esta convivencia.
En nombre de ninguna
—En la antología Polvo de huesos (Ediciones Tácitas, 2013) Manuel Silva Acevedo destaca tu oído fino para registrar las voces de tu pueblo natal y luego proyectarlas a una dimensión universal. ¿Cómo afinas ese oído, a qué elementos cotidianos pones atención?
Al habla de la gente, en la palabra está todo. Yo soy una copiona, ando todo el día con una libreta y copio muchas frases. No me da ninguna vergüenza y mis alumnos lo saben. Hay frases que usan y maneras de decir que jamás un escritor, aunque se cranee, va a lograr.
En el habla de la gente está todo. Yo soy una copiona, ando todo el día con una libreta.
Escuché sobre una pareja que se fue a probar suerte a Argentina y la expresión que oí fue “ahí volvieron con sus dos lados y su espinazo”. Hay poemas que considero de lo mejor logrado donde no hay casi nada mío. En el libro En nombre de ninguna toda la primera parte son pequeños testimonios de mujeres con sus muñecas. Hay un poema sobre el aborto que está construido con puras frases de ex estudiantes que tuve. Mucho de lo que escribo me lo traspasa la comunidad.
—En momentos en que se está discutiendo la despenalización del aborto es importante conocer su libro-objeto En nombre de ninguna (Editorial El Kultrún). ¿Me puede contar de qué se trata y cómo sintoniza con su trabajo?
Yo soy profesora de educación media y ya llevo 31 años haciendo clases. He tenido oportunidad de ver, vivir y escuchar experiencias que cuentan las familias sottovoce (en voz baja) de la prima o la fulana de allá, acerca del tema del incesto, que es horroroso en Chiloé. Y lo que me queda, como este caldo espeso que uno tiene que cambiar de alguna manera, es que no se enfrenta un tema que está allí. Es enorme, es triste. Es una sociedad súper extraña que todo el día les entrega contenidos sexuales y eróticos a los chicos y los impulsa a ejercer su sexualidad de distintas maneras. Después son los niños los culpables de un tema que nos debería preocupar a todos y terminamos con estos niños que matan a otros niños, que es una cosa muy brutal. Yo no sé si me atrevo a hablar del aborto en general, creo que cada mujer adulta es dueña de su cuerpo, pero cuando estamos hablando de niños y adolescentes es un tema que le compete a toda la sociedad. No es ella quien tiene que tomar una decisión, sino que hay una sociedad completa que tiene algo que decir. No puede ser que la culpa cargue sobre un par de niñitas solas. Y yo no creo haber visto ni escuchado cosas realmente fuertes sobre este tema, ahí sí que funcionan los lenguajes dobles y triples.
La socióloga Bernarda Gallardo adoptó a la guagua encontrada muerta en un basural de Puerto Montt y le realizó un funeral digno. Sobre esta historia se basó la película Aurora, de Rodrigo Sepúlveda.
Pero hay dos hechos concretos en los que me basé para hacer este libro. Un día iba pasando por la calle y en el kiosco que hay frente a la plaza en Ancud había hartos diarios «El Llanquihue» con un titular que decía que habían encontrado una guagua en un tarro de basura. En rojo y letra enorme, ocupaba más de media página. No es que les interese, es una cosa de impacto, esta cosa morbosa, puramente para vender. Y lo otro es que ante el mismo hallazgo provocó una cosa completamente distinta en una amiga mía que se llama Bernarda Gallardo, que es de donde surge la película Aurora. La Bernarda es socióloga e hizo un gesto político, fue y pidió a esta guagua para adoptarla. Ya hemos hecho dos exposiciones plásticas con los poemas de este libro. Invitamos a todos los artistas plásticos y pusimos los poemas en gigantografías en dos salas -Ancud y Valdivia- porque era la manera de sacar este hecho de las garras de los mass media y ponerlo en otro espacio, más amable, más mullido y acogedor, que es el arte. Es impresionante que nos haya impactado al mismo tiempo el mismo tema, y de ahí nació En el nombre de ninguna.
Poesía y educación
—Qué opinión le merece las voces nuevas que irrumpen en la poesía infantil. ¿Destaca el trabajo de alguna persona?
Conozco el trabajo de Bernardita Hurtado en Palena. He leído mucha poesía infantil buena, que no es solamente aquella que juega con los ritmos y es media vacía, como pasa con muchos libros de literatura infantil, que se basan en la pura anécdota. Cuando tú los estrujas no sé cuál es el sedimento que queda. Pero su poesía la conozco y me gusta mucho su trabajo.
—¿Y qué elementos son fundamentales para que tenga peso esa poesía?
Otra vez el tema de la identidad. Ella tiene varios poemas de Chaitén después de la erupción del volcán y muestra varias imágenes que uno podría decir cómo trata estos temas con los niños. ¡Y sí se puede!, si hay niños en todas las circunstancias. Habla de gatos que todavía se asoman entre las ruinas. Es bonito su trabajo porque me parece que está situada y mira a los niños como sujetos en serio.
—¿Qué significa ser profesora en estos días en que parece cada vez más distanciarse la familia del proceso educativo?
Una está obligada a aceptar que lo que llega a la sala de clases es la materia con la cual tú trabajas
Voy a ser súper convencional. Creo que educar no es un trabajo que puedas aprender simplemente en la universidad. Hay una cosa tan impresionante en formar personas, que yo creo que las personas que se van a dedicar a eso sí deben tener algo especial, una vocación profunda y talento. Mi papá en tercero básico tenía que caminar siete kilómetros para llegar a la escuelita en Aysén y su profesora les lavaba los pies para que entraran limpios. La profesora no podía decir «Mis temas son los contenidos, tengo que cumplir con el Simce». Ella tenía que acoger a los estudiantes. Él era de una familia de tres hermanos donde el padre no les prestaba ninguna atención porque estaba en el campo sacándose la mugre para alimentarlos, una cosa de supervivencia. Entonces, este sujeto que educa, que tiene una tremenda misión, siempre ha estado desbordado más allá de lo profesional. Una está obligada a aceptar que lo que llega a la sala de clases es la materia con la cual tú trabajas. Lo que los chicos son, lo que traen es todo lo que tenemos, con sus abismos y ansias.
Frontis Liceo Domingo Espiñeira Riesco de Ancud.
—¿Y cómo ves la percepción que la sociedad tiene de los profesores?
Antes, cuando costaba tanto, la familia creía que a través de la educación sus niños iban a dejar de ser pobres como ellos, iban a aspirar a una vida otra. Entonces les tenían mucho respeto a los profesores. Hoy día es horroroso porque tienes que trabajar con chicos muy dañados, hacer un trabajo realmente poderoso, y ya no tienes el respaldo, más encima tienes el desprecio de la sociedad.
—¿Cuán perniciosa es la segregación en el campo educacional?
No puedes estar seleccionando chicos y trabajar únicamente con este tipo de niños. Me indigna. Culpables también son los profesores y el colegio por la segregación. Cuando ellos salen a la calle para pelear, siempre lo están haciendo por algo que les compete a ellos y no por esta transformación total de la sociedad. Eso sí lo hicieron los estudiantes. No puede ser que se haya separado en tantas partes el sistema educativo que ya no comparten capitales culturales –por llamarlo de una manera- y que se encuentran solamente los de ciertos niveles cada vez más acotados. En el liceo que estudió mi madre, yo y mis hijos y donde hago clases, ya no hay casi ninguna de las familias que antes apostaban por la educación. La segregación más cruda está en ese liceo.
Decirse a sí mismo
—Usted trabaja como profesora en el Liceo Domingo Espiñeira Riesco en Ancud haciendo talleres literarios. ¿Qué impresión tiene de los jóvenes y qué pistas otorgan para rastrear ciertos cambios culturales?
Yo tengo una situación de privilegio porque hace once años solo hago taller literario. El liceo tiene un sistema muy bueno, que se lo ganaron los chicos a pulso con la pingüinada el 2006, que es cambiar algunas horas de la jornada escolar completa por talleres; eso está dentro del currículo. Veo que históricamente llegaban los parias, grupúsculos de emos, parejas gay, chicos alternativos. Y de repente, empezaron a llegar también los chicos “triunfadores”, entonces se formó un grupo muy bueno, muy diverso. En el taller no se puede decir groserías ni tampoco faltarse el respeto. Esas son leyes, después se pueden estar besando en clases y me da lo mismo, no soy envidiosa. Se forma un microclima y tú ves que estos cabros que son marginales logran tener amor por alguna cosa, empiezan a buscar libros, te das cuenta al final que lo único que les falta son espacios, caminos para que ellos mismos se construyan. Una lo único que hace es conducir o proponer. Ellos son espectaculares, cómo no voy a tener esperanza.
—Y una vez que se abre ese espacio de libertad, ¿cómo trabaja particularmente el incentivo por la lectura?
He probado muchas formas. Por ejemplo, elijo un fragmento del capítulo 68 de Rayuela y se los entrego a cada uno en papel y todos lo leen en silencio. Nadie quiere decir ‘profe, no entiendo’. Luego, lo leemos en voz alta y empezamos a conversar y cuando lo captan les digo ‘ahora escríbanlo ustedes con sus palabras’. Es un ejercicio simple, pero te aseguro que todos terminan yendo a buscar Rayuela. No lo leen entero, pero sí algunas cosas como el capítulo 7 o la carta a Rocamadour. Tengo un cuarto medio que es terrible, puros hombres, y con ellos he estado leyendo a José Ángel Cuevas y están vueltos locos con él. A todos les gusta Bukowski –a mí no- y conversamos mucho y eso va generando más lecturas. No hay milagros.
—Ha hablado en entrevistas de lo peligroso que es fomentar la lectura únicamente en función del gusto. ¿Cuál es ese riesgo?
Cualquier lectura tiene que tener un sentido, tiene que ligarse a la vida personal y aspirar a abrir dentro de las capas superficiales espacios de formación y creación, que te vayas haciendo sujeto sobre todo en la escuela. En la casa yo leía Corín Tellado como una loca. La escuela tiene que tener ciertas leyes, es decir, en la sala de clases tiene que haber lectura con sentido. He peleado un montón con los profesores por los clásicos. Yo no puedo soportar cuando ponen a leer a los chicos Cincuenta sombras de Grey. Que lo conozcan en otro lado, tal vez la sala de clases sea la única oportunidad donde se enfrenten, por ejemplo, a El lazarillo de Tormes. Soy de la vieja guardia y creo que el espacio de legitimación es la escuela. Si quieren leer libros de zombies que lo hagan en su casa, hasta les puedo recomendar una lista porque conozco algunos buenos. Pero en el espacio clase tenemos poco tiempo y ahí tendríamos que conocer las maravillas universales, pero para eso tendría que haber un profe bien documentado y que conozca mucho para que los entusiasme. A ese niño quizás Edgar Allan Poe le fascine, pero alguien tiene que guiarlos.
—¿Puede contar cómo fue la experiencia del proyecto “Conversaciones con hombres y mujeres notables de las letras en Chiloé”?
Fue una experiencia espectacular que duró cuatro años. Dos chicos se preparaban durante dos meses para entrevistar a un autor. Fueron 24 entrevistas que se editaron en una caja de madera, entre ellos fue entrevistado Raúl Zurita, Leonardo Sanhueza, Alejandro Zambra, Pía Barros, Marcelo Mellado, José Ángel Cuevas, Verónica Zondek, Elicura Chihuailaf. Los chicos leían todo sobre ese autor y en una biblioteca con un público de 60 alumnos los entrevistamos a sangre fría. Entonces, los chicos leyeron lo mejor de la literatura chilena y tuvieron la experiencia de conocer a los autores y eso cambia cualquier percepción ante un libro a secas.
Alejandro Zambra entrevistado por los alumnos Danilo Cárcamo y Daniela Ojeda del Liceo Domingo Espiñeira Riesco.
—¿Te parece que se debería fomentarse más la visita de escritores y escritoras a establecimientos educacionales?
Me parece fundamental que los jóvenes conozcan a los autores que están leyendo. Eso podría pasar con todos los Premio Nacional de Literatura, Premio Neruda, etc. El Consejo o el Ministerio debería tener un fondo y llevarlos todo el año a los liceos, otra cosa absolutamente sería. Lo que significa que hablen de su experiencia vital y de su pasión por los libros. Nada se aprende si tú no ves, es contagiosa esta cosa. No puede ser un discurso el interés por la lectura, y ¿quiénes son los primeros apasionados? Pues, los escritores. Deberían circular por el país, esa debería ser su pega. Sería extraordinario para los cabros.
—¿Cuál es su utopía con respecto a los talleres literarios para jóvenes? ¿Para qué todos estos esfuerzos, para qué sacar todas estas publicaciones?
Me encanta ver lo que les pasa, sentir que están aquí. Cuando se llevan sus libros yo les digo ‘cuando tengan diez años más qué va a pasar con ustedes, qué va a significar lo que escribieron’. Hay cosas muy personales porque los chicos no hacen ese cruce entre realidad y ficción, ellos no están haciendo literatura en términos estéticos. Están tratando de buscar un lugar y un espacio para hacer iluminar su voz. Eso sí que me interesa, eso es fundamental, y si algunos logran que la palabra sea ese vehículo para hablarse a sí mismos creo que se justifica mil veces el taller literario.