Desde niña quiso ser escritora. Gabriela Mistral, “era como una heroína”, dice. “Me gustaba mucho esa figura de una mujer muy parecida a las viejas chilotas, poderosa, fuerte, con un aura por estar siempre sola, y como transida por un dolor que para mí era como un emblema en ese tiempo”, dice, recordando una época y un lugar habitado por mujeres vestidas de negro, siempre viudas de alguien, “un hombre que murió en el mar, un hijo, siempre una pena profunda”, agrega.
La convicción de ser escritora, era lo que tenía en mente al entrar a la universidad. “Postulé a la universidad pensando en carreras que tuvieran que ver con la literatura. Necesitaba formación, necesitaba más lectura que las tuve aquí en Ancud”. Pero, ante el consejo de familiares y profesores, entró a estudiar leyes. “Mi familia me decía que si estudiaba leyes me iba a dar independencia económica y podía escribir todo lo que quisiera, y en dos años que estuve, encontré que era imposible, me pasé estudiando y aprendiendo de memoria códigos, lo más opuesto a la creatividad”.
Decidió estudiar literatura en Valdivia. Ahí encontró un entorno literario que nutrió su formación como poeta, y le permitió empezar a trabajar seriamente la escritura. “Allí encontré gente que entendía la poesía de otro modo, que tenía un bagaje de lecturas que me hizo muy bien conocer, la conversación de grupo, gente que estuviera en lo mismo”, dice. “Eso fue fundamental, que la literatura no se viera como una especie de espacio particular alejado de las acciones diarias, en los momentos que sobraran. En la universidad conocí gente que estaba igual que yo, pensando que la literatura era la columna vertebral de su existencia. Y así la empecé a asumir desde que tenía 20 años”.
En la universidad, formó parte del grupo Índice, donde la mayoría de los integrantes venía del taller Aumen, una escuela de poetas que hubo en Castro. Eran los años de la dictadura y el trabajo del grupo Índice se unía inevitablemente a la pelea contra el régimen, siendo las peñas el escenario en que presentaban sus textos, “donde todo el mundo está tomando navegado, y hay guitarreo afuera ensayando los que van a salir a cantar después”, lo que implicaba aprender a leer en público, sacar la voz, y elegir textos “que tuvieran algo que decirle a la gente”, “la idea era contribuir, pero no por eso hacíamos poesía panfletaria”.
—En tu poesía hay imágenes que se repiten, hay casas, puertas, lámparas, olores, imágenes que, me parece, tienen cierta relación con la intimidad y el entorno. ¿Cómo es el proceso de recoger esas imágenes?
—Un territorio que para mí hasta ahora todavía es inagotable, es el de la infancia, el de las distintas localidades donde viví. Y también el Chiloé contemporáneo. Lihn decía ‘nunca salí del horroroso Chile’. Yo diría, nunca salí del maravilloso Chiloé. Maravilloso no en términos de que todo es precioso. La maravilla también tiene esa complejidad de lo oscuro, por eso es extraordinario, por eso el arte me gusta muchísimo. Lo maravilloso es precisamente aquello que tiene muchas puntas, muchas honduras y Chiloé está lleno de eso. El hecho de que lo fundamental de la cultura sea la comunidad, para mí hace que sea elevado a un estadio superior el ser humano, el que el otro sea fundamental para entender la vida, para entender el mundo. El entregarse un poco a la naturaleza, a comprender sus misterios e incorporarlos a la vida personal, también es otra de las maravillas que tiene este mundo. A mí me basta estar atenta, mirar cómo funciona el universo particular donde estoy.
Editorial Universidad de Valparaíso, 2019
Rosabetty sospecha de la idea de ciudadano del mundo. Esa idea de que alguien no es de ninguna parte, sino de todas. Ella lo ve como una forma de repetir pautas y aspiraciones del primer mundo, incluso formas de leer y de escribir. “Yo no miré nunca para allá, sino que más bien cada vez me iba concentrando más en mirar hacia acá”. Lo dice en una imagen: “Es como mirar en un microscopio una parte del tejido, y dedicarse a ella. El mismo tejido que está en todos lados, el corazón del hombre es siempre el mismo. Si voy a mirar al otro, que es lo que está en la base de la cultura chilota, si lo voy a considerar para mi propia vida, si voy a vivir en esa comunidad, la palabra actúa como ese microscopio, para observar, para mirar”.
Pese a que la conversación es por Zoom, ella mueve su computador para mostrarme el bosque que se ve desde su escritorio. Veo, en pixeles, una ventana y entiendo que hay un bosque. Dice mirar para afuera en las tardes y ver siempre un pájaro “enorme, gordo, grande, que se para aquí al frente”. Hay lianas y más allá un lugar donde se están recuperando arbolitos chicos nativos, que se mueven con el viento. “De repente, de la nada se desatan unos temporales de 80 a 100 kilómetros por hora y tú dices mañana no va a quedar nada”. “Si tú tienes esas sensaciones, es imposible que creas que vivir en provincias es aburrido. La gente que dice eso es porque no mira realmente a las otras personas, como que no se entrega a la vivencia de estar en este mundo, que está lleno de complejidades, lleno de pequeños acontecimientos”.
Me cuenta que saca a pasear a sus nietos, ven bichitos y observan a los árboles conversar entre ellos. Ese es el mundo abundante de imágenes que habita, un mundo, que de alguna forma, se está perdiendo. “De verdad que yo creo que es un mundo rico. Y más si lo lleno con los acontecimientos sociales, todo lo que fue la isla antes, la manera que tenían de vivir, una economía local tan pequeña y cómo ha ido evolucionando, cómo aquello ha sido destruido en las últimas décadas en Chiloé, toda la cantidad de cosas que han desaparecido del mar, por ejemplo, todos los productos que nosotros conocíamos y disfrutábamos y que ahora ya no hay. Si tú empiezas a meterte en todo ese universo, es un universo muy poblado, de ahí saco todas las imágenes, los olores y los colores”, dice.
—Eso que dices, podría ser una campaña para fomentar que la gente se vaya a vivir fuera de las ciudades.
—Yo siempre he creído que es una especie de fantasía, eso que dicen los que les gustan las grandes ciudades, esto de que todos los días pasa algo. En todas partes todos los días pasa algo, solo que la estatura de qué son las cosas que uno quisiera que suceden es algo personal, pero todos los días pasa algo, en estos lugares también. El acontecer es inquietante y bueno, aquí quizás es más inquietante que en otras partes.
—Claro, esa maravilla que también es oscura, de luces en medio de la noche, que es una imagen que está en tus poemas.
—De alguna manera yo creo que la palabra poética se asemeja a esa lámpara, que ilumina sectores de la realidad y lo que hace es un ejercicio de muestra. Uno de los afanes a los que yo me dedico horas es a tratar de sacar cualquier huella de opiniones personales, aunque uno sabe que siempre está hablando desde un cierto lugar, eso está claro. Pero una de las cosas que yo hago de poda, de sacar, de eliminar de los textos, todo aquello que pueda ser manifestaciones de emocionalidad o cosas personales. Tratar de dejar los hechos desnudos, las imágenes desnudas y es un tremendo trabajo eso, no lo logro siempre, por supuesto.
Si voy a mirar al otro, que es lo que está en la base de la cultura chilota, si lo voy a considerar para mi propia vida, si voy a vivir en esa comunidad, la palabra actúa como ese microscopio, para observar, para mirar.
Comunidad
—Recién hablabas de eso y es algo que encontré harto en tu poesía: esta idea de que hay una comunidad, una forma de relacionarse que, como los recursos naturales, se está perdiendo. ¿Hay una forma de recuperar aquello, o de actualizar esa relación?
—Si uno mirara las señales del medio, sobre todo este bombardeo del aparato comunicacional en el que estamos metidos, noticias, internet, redes sociales, yo tendría que estar muy pesimista, pero por suerte se pueden leer también otros signos. El estallido que hubo el 2016 en Chiloé por la marea roja, detuvo la isla durante casi un mes. La detuvo. Todo el mundo parado, y en las barricadas, en que se hacía fuego, se hervía agua, se tomaba mate, se empezaron a juntar las vecinas como se juntaban antes, a conversar de cómo estaban los hijos, qué estaban haciendo. Nosotros, que vivimos en el campo, teníamos que cruzar como tres barricadas para llegar a Ancud. Íbamos aperados con cigarros, algo de vinito, que pasábamos a dejar a los cabros que había allí y pasábamos a conversar. Uno se daba cuenta de que la capa de superficialidad ‒esta especie de conquista por el consumo y por esta sociedad que está conquistada por la banalidad‒, es una capa que parece que no es tan profunda como la comunidad. Debajo de esa piel que nos creció, todavía está latiendo la comunidad y se vuelve a rearmar en circunstancias como esta.
—¿Y cómo ves eso ahora que, producto de la pandemia, estamos todos encerrados?
—Hace menos de una semana, en el colegio en que trabajo murió la guagüita de dos profesores. Contra todas las indicaciones de salud ‒y no estoy diciendo que hay que contravenir las indicaciones de salud‒, fuimos todos a acompañar ese funeral, que era en el campo. Eran colas de vehículos acompañando a esa guagüita y a esos padres, porque el compartir el dolor, compartir el tema de la muerte, son ritos que definen a nuestra comunidad, y están ahí, no desaparecieron ni han sido arrasados. En apariencia sí. También con el tema del agua. Aquí en Chiloé el agua ha estado faltando en los últimos veranos, tienen que llevar camiones aljibe, pero por el hecho de estar adentro de las casas en esta pandemia, se ha estado recuperando el suelo, se ha estado recuperando el mar. Hay pajaritos todo el día por todos lados y están las playas llenas de animalitos y de bichos, volvió el jurel que no había hace mucho tiempo, han vuelto cantidades de sierras al mercado, pescados que ya nosotros no veíamos tan fácilmente.
—En parte, de forma involuntaria, pero ha habido una recuperación.
—A lo mejor por obligación, porque vino esta pandemia, pero nos obligó a replegarnos a nuestros interiores otra vez, que es una vida que no es ajena para el chilote, la vida ha sido dentro de las casas. Y también ha obligado a que nos preguntemos por estas cosas, por estos gestos, por la comunidad. Lo primero que aparecieron fueron páginas de trueque. Volver a esa economía original. En mi casa está lleno de pinturas de artistas del sur, y casi todas son trueques. La gente vive en general así, traen un canasto, lo cambian por harina. Todo esto son signos de una comunidad que late, y que tiene experiencias de vida. Yo creo que esta pandemia, mirándole algún lado positivo, nos ha dado la obligación de repensar. Ya nadie necesita tener cuatro pares de zapatos, andar cambiando la parca, ni ir a la peluquería todas las semanas. La gente está poniendo el ojo en cosas mucho más importantes, por obligación, pero nos está haciendo volver a un centro.
—En otras entrevistas has hablado de las tradiciones desde una visión que asume que la tradición es algo vivo, que se mueve. ¿Qué expresiones que actualicen o renueven la tradición has visto en los últimos años?
—Se me ocurren cosas obvias. Un amigo nuestro, Jaime Ibacache, instaló un fogón en Zoom, que era todos los viernes y ahora es cada quince días. Cada uno llega con su mate, alguno canta, a mí me invitaron a leer poesía y conversamos sobre el virus, cómo lo estamos sintiendo entre los nuestros, con nuestra comunidad, qué pensamos para el futuro, cómo va a ser el Chiloé cuando salgamos de aquí. Es un encuentro como lo haríamos alrededor de la estufa tomando chicha caliente. También el tejido. Mi mamá hace arpilleras desde hace muchos años y me contaba que está haciendo unos girasoles y no encuentra lana amarilla en Ancud, porque todas las mujeres están tejiendo. Las cabras jóvenes conversan con las viejas para recuperar lo de los tejidos y hacen tutoriales, que son parte de su lenguaje. En mi taller, una chica me dijo, “profe, mi mamá me compró lana con su 10% y le estoy haciendo unas ovejitas”, porque sabe que me encantan las ovejas. Entonces, si te fijas, no importa lo que sea, van trenzándose las distintas experiencias vitales. Y cuando se puede conversar, cuando hay una chica joven, llena de cruces culturales, que va donde las viejas para que le enseñen a hilar, ensartando el hilo mientras van conversando, yo encuentro que está viva la cultural.
Ediciones UDP, 2020
Educación y transmisión de la cultura
—Siempre tiendo a pensar que los artistas y educadores tienen en común que son parte de la reproducción y la transmisión de la cultura. ¿Cómo se puede revalorar ese rol de aquel que transmite la cultura y cómo se puede generar una relación más abierta entre productores culturales y educadores?
—En los lugares donde yo he trabajado aquí en Chiloé, esa ha sido la preocupación fundamental siempre. En los ochenta, me tocó trabajar en proyectos con el obispo Juan Luis Ysern, un tipo que estuvo en el norte, donde le tocó el tema de la Caravana de la Muerte, y después se vino a Chiloé. Él fue el primero que empezó a pensar y a hacer documentos respecto a lo que se venía para la cultura chilota, el impacto que iba a significar el capitalismo que se venía. Él ya lo preveía a finales de los setenta y empezó a impulsar varios proyectos que tenían que ver con la educación y la tradición. Él hablaba de defender la cultura chilota, no la objetualidad, sino que lo que está detrás, el espíritu de esa cultura. Y entonces hizo el proyecto de los cuadernos de la historia, en el que trabajamos activamente con mi marido. Ahí, desde la escuela, los profesores y los estudiantes armaban unos pequeños cuestionarios y los niños mismos iban donde sus tíos, sus abuelos, los viejos de la comunidad, y hacían las preguntas. Cómo se divertían, a qué jugaban, cuáles era las celebraciones principales, cómo se vestían, de dónde venía la ropa. Esos cuadernos son extraordinarios ejercicios porque se hacía en conjunto en la comunidad y es mucho más importante que la propia comunidad sea la que piense, la que revise y la que rescate, aquellas formas de lo que quiere conservar. Hemos estado alertas a trabajar en esto en el tema educacional.
—En ese sentido, la escuela tiene un rol importante.
—A lo mejor se dio en el resto del país también, pero acá, especialmente en Chiloé, la escuela siempre fue como el centro del progreso. Los profesores, en la mayoría, eran profesores normalistas, entonces estaban formados para eso. En la escuela se hacían las reuniones para que hubiera luz eléctrica, para que haya agua potable. La escuela era el centro donde se desarrollaba la comunidad. Eso con el tiempo, sobre todo después de la dictadura, comenzó a resquebrajarse. La existencia de colegios privados o subvencionados es un gesto que empezó a dividir la comunidad. Ya no te juntabas en el Liceo donde se juntaban todos, desde el hijo del juez hasta el del pescador. Todo el mundo se juntaba en la misma sala y pololeaban entre ellos, y eran amigos, salían de carretes los fines de semana. No hay nada discursivo que pueda superar a eso. Uno puede hablar de tolerancia, de democracia, pero eso era hacerlo en la realidad, en la cotidianidad. Con todas sus fallas, pero creo que era un mejor sistema para conocer a los otros, para apreciar quiénes son. Entonces, como tú dices, escuela y artistas están muy unidos.
—Siento que en eso hay también una formación ética, crítica. No en el sentido de qué está bien o está mal, sino que enseñar a escuchar al otro y a valorar lo propio implica también una relación ética.
—Yo creo que por ética, también, hago talleres literarios. Desde que empecé a trabajar inmediatamente hice un taller literario, porque considero que lo que uno ha aprendido, la manera en que se ha formado, tiene un poco la obligación de ponerlo otra vez en la mesa para que lo usen otros. Todo lo que yo aprendí de mis compañeros en Valdivia, lo que aprendí a lo largo de los años, los amigos escritores que tengo, cada vez que puedo los invito y vienen aquí a trabajar con mis estudiantes. Yo creo que eso es un compromiso y un compromiso ético, de ir traspasando, dando vuelta los contenidos una y otra vez.
—No puedo evitar recordar el título de tu última antología: Misión circular.
—Sí –dice riendo–, es cierto.
Al terminar la entrevista en su estilo genuino de chilota que, como ella lo muestra, es una forma de convivir con el otro, lo primero que hace Rosabetty es decirme “y yo no te pregunté nada de ti”. Me preguntó un poco sobre mí y nos quedamos un rato más hablando, como si la hubiera visitado en su casa que, ahora sé, está ubicada en medio del bosque.