El corazón «es lo que se va armando, cuando una persona quiere a otra», escribe una niña de seis años. El diccionario, escribe un niño de siete «es algo que no muerde». Por último, demostrando una gran sabiduría, otro niño dice: la locura «es cuando quieres ir a un lado, pero vas para el otro». Las definiciones no se encuentran en el diccionario de la Real Academia Española, pero sí en El pequeño ilustrado, diccionario de tres tomos, escrito, dibujado y publicado por los niños del Taller Azul, dirigido por la artista y escritora argentina, Silvia Katz.
La sede funciona en Salta, hace treinta y cinco años, pero los libros y el trabajo que realizan en el taller, es conocido en toda Argentina. Y es que en estas tres décadas los participantes han tenido tiempo para todo: escribir, dibujar, publicar libros y hacer exposiciones. También para crecer. Porque hoy al taller asisten los hijos y nietos de quienes fueron alumnos durante los primeros años. Y es que, como si de un cuento escrito a muchas manos se tratara, juntos, siguen creando esta biblioteca que es también un registro de cómo piensan y sienten los niños.
En resumen –si es que puede resumirse un trabajo tan admirable como este– treinta y cinco años de dibujos, cuentos y poemas, recogidos en libros, que funcionan también como ventanas desde donde asomarnos a la infancia. La de los creadores y la nuestra. «¿Para qué?», podrá preguntarse algún adulto empeñado en encontrar propósito a sus acciones. «Para nada. O tal vez para algo», podemos imaginar que responden los niños del Taller Azul.
Leemos El bichonario estrafalario; ¿Acaso una cosa hace cosa?; o Hay un duende en mi sopa, solo por nombrar solo algunos de los títulos publicados, y parece que un sol dormido, hace mucho tiempo, vuelve a despertar. Es la infancia presente y plena, que, como observa el profesor Óscar Amaya en una reseña dedicada al taller, alumbra una segunda infancia, ya pasada –la nuestra– «que busca ser iluminada». Así, la lectura de estos libros es sobre todo un diálogo, que nos hace regresar a un tiempo no necesariamente olvidado.
Sobre niños, escritura y artes plásticas, hablamos con Silvia Katz para esta entrevista que es una entrevista –si algo enseñan estos libros, que no buscan enseñar nada, es que todas las cosas pueden ser más de una cosa– y es también un pastel de cumpleaños para celebrar los treinta y cinco años del Taller Azul.
¿Cómo empezó el taller?
Empezó como taller de artes visuales. Yo estudié Bellas Artes y siempre me gustó trabajar con niños, porque creo que me comunico mejor con ellos que con los adultos. Tal vez sea porque los artistas al crear seguimos jugando. Es un juego con la materia: la palabra, los colores, los sonidos. Y los chicos son los maestros en jugar.
La palabra fue entrando al taller de a poco y se fue quedando. Utilizábamos cuentos y poemas, escritos por adultos, como disparadores de imágenes. Pero los chicos comenzaron a inventar sus propios cuentos y poemas. Se tomaron la palabra, como herramienta de expresión.
¿Dónde fue ese primer taller?
En el garaje de mi casa. Yo tenía veintidós años y trabajaba con niños, por las mañanas en un jardín de infantes y por las tardes en el taller. Luego, estuve dos años fuera de Argentina, estudiando en Finlandia y Francia. Al volver retomé y desde entonces no hemos parado.
¿Taller Azul cuenta con apoyo estatal?
No, no tenemos ningún tipo de apoyo estatal. Es un taller, pagado, en que los padres anotan a los niños, como si los inscribieran en clases de inglés o en danza. Cada año abrimos algunos cupos. Los grupos son pequeños y están separados por edades que van desde los cinco a los catorce años. Hay chicos que hacen el ciclo completo y siempre hay lugar para niños becados.
¿Tienes una edad preferida para trabajar con los niños?
Me gusta mucho la edad intermedia, entre los ocho y diez años, que es cuando la creatividad de los chicos parece que explotara.
A propósito de eso, ¿es necesario saber escribir para hacer un poema?
No. Yo trabajo mucho la oralidad. El formato entrevista, por ejemplo, funciona como un juego de rol para los chicos. Recuerdo que inventamos un programa y entrevistamos al sr. Lápiz, entre otros. Usamos zanahorias y pepinos como micrófonos. Y es que jugando puedes conseguir mucho. Los tres tomos del diccionario Pequeño Ilustrado –diccionario biciclopédico, diccionario triciclopédico, y diccionario verborrágico– los hicimos así. Si a los chicos sólo les hubiera dicho vamos a hacer un diccionario, probablemente habrían salido corriendo, porque habría sonado a una tarea más de la escuela, pero la propuesta fue jugar al diccionario y con eso se abrieron las puertas. Ese verbo es muy importante en nuestro taller.
¿El interés de los niños en el juego se aprovecha poco en el sistema escolar?
Sí, porque se considera que jugar es perder autoridad, que es cosa de chicos. Y es que justamente se trata de eso. Recuerdo que hace un tiempo, trabajamos con coplas de las que hacemos acá en el norte de Argentina, esos poemas de cuatro versos que se dicen y se cantan por aquí. Uno podría pensar que resultan lejanos para los chicos, pero no. En el contexto de un proyecto llamado Rima que rima, escribí las coplas en papelitos y las escondí por todo el jardín. Inmediatamente se volvieron un tesoro. Las hice repetidas, entonces las podían intercambiar, como láminas. Hay una predisposición diferente. Y lo que hacían, luego, era pegar estos tesoros en una libreta que ellos mismos fabricaban: las tapas, el papel…
¿Hacen también el papel?
No siempre, pero lo hemos hecho. En el 2001 hubo una crisis económica muy grande, no había dinero para papel, así que fabricamos las hojas para hacer nuestros libros. Durante dos años no pudimos hacer libros en imprenta, pero los hicimos igualmente, de manera artesanal, volviendo un poco al origen. Los primeros diez libros eran fotocopias que cocíamos a mano, con serigrafías en blanco y negro. Este año, por la crisis económica que no nos posibilita volver a publicar también haremos “libros de artista”, ejemplares únicos.
¿Siguieron funcionando durante la pandemia?
Fue otro momento difícil, pero sí. Alcanzaron a venir dos semanas antes del confinamiento. Luego, durante las primeras tres semanas mandé actividades a las casas, propuestas abiertas, pero como no sabíamos cuánto duraría, adoptamos la modalidad online, clases que se complementaban con los materiales que los padres pasaban a buscar para trabajar desde las casas. Cuarenta y ocho niños estuvieron en el taller durante la pandemia. Después, cuando hubo posibilidad de salir, abrí mi casa y volvieron en grupos pequeños a los encuentros. De esa experiencia salió el libro “Navegantes, crónicas de la pandemia desde un puerto siempre azul”.
¿Qué crees que encuentran los niños en la escritura?
Una herramienta de expresión con la que trabajamos a partir del momento en que la manejan fluidamente. Ese manejo no lo da el taller, sino la escuela, aunque la verdad es que, si bien hay excepciones, al sistema escolar no le interesa mucho la producción de los chicos. Hay más lectura, pero la producción escrita, al mismo tiempo, es más pobre, los niños tienen menos vocabulario. Eso se suma a que hoy son más dispersos que hace diez años. Tal vez se deba a que hasta hace poco la tecnología no tenía una presencia tan grande en la vida cotidiana.
¿Cuál es la relación entre la lectura y la escritura en el contexto del taller?
Creo que los chicos a quienes se les fomenta la lectura desde la casa, porque insisto en la importancia de la casa, tiene otro imaginario que se expresa al escribir y al dibujar. Es un imaginario más personal e infinitamente más rico. El chico que sólo se alimenta de videojuegos reproduce ese lenguaje estándar. No estoy en contra de la televisión ni de lo digital, estamos en un mundo donde reina la tecnología y los chicos también participan en eso, pero me parece que debería moderarse de alguna manera.
El año 2021 ganaste el concurso de poesía Luna de Aire, organizado por la Universidad de Castilla-La Mancha ¿cómo se cruza el trabajo con los niños con tu trabajo como escritora?
Ellos fueron los que me motivaron a escribir. Inventaba cuentos para las actividades que íbamos desarrollando. Fui guardando todo eso en cajones y carpetas. Después hice algunos talleres de poesía con Cecilia Pisos, David Wapner, Jorge Luján. Todos esos grandes docentes me abrieron la cabeza. Y los niños, claro, que han sido mis principales maestros. Picasso decía que a los ochos años pintaba como un pintor del renacimiento, pero cuando fue adulto quería volver a pintar como niño. Y es que hay una libertad en el uso de las herramientas que acerca a los niños y a los artistas.
¿Tiene que ver con la curiosidad?
Puede ser, porque para ser artista necesitas curiosidad y capacidad de asombro. Si no sientes curiosidad es como si el mundo estuviera ya hecho y cerrado.
¿Hay niños que no son curiosos?
Si los hubiera, no me ha tocado conocerlos. Puede haber algunos que expresan con mayor fuerza esa curiosidad. Dependerá de si eres introvertido o extrovertido, pero la infancia es el momento para conocer. Y antes de ese conocimiento, están las preguntas. Lo saben los niños, los artistas, los científicos. No hay arte, pero tampoco hay ciencia sin preguntas.
Además de libros hacen exposiciones. ¿Me cuentas sobre Caos, cosas, cosos y su increíble vida secreta?
Fue nuestro libro y exposición de 2022, y la hicimos con el apoyo de Luis Felipe Noé, artista plástico argentino, que trabaja en torno al caos. fui a Buenos Aires a hacerle una entrevista y llevé las preguntas de los chicos. Con el resultado de este diálogo, hicimos una nuestra en el Museo Presidente José Evaristo Uriburu de Salta, y hay un video en Youtube donde se los ve a él y a los chicos en divertidas entrevistas.
El año pasado año cumplieron treinta y cinco años, ¿cómo celebraron?
Celebramos con un gran proyecto, que no solo involucró a los niños, sino también a padres, abuelos, exalumnos, artistas visuales y escritores de distintas provincias y de otros países. Fue un diálogo intergeneracional entre niños y adultos, motivado por la obra de los niños, e involucró a 171 creadores en total. Publicamos un libro e hicimos una muestra enorme que ocupó todo el Museo de la Ciudad de Salta, y estamos felices porque a fines de septiembre la llevaremos a Buenos Aires, al Espacio Cultural de la Biblioteca del Congreso de la Nación. Ahí estará en exhibición por varios meses.
Una celebración, en la que esperamos que nos acompañen personas de distintas edades y lugares. Personas curiosas, como los integrantes del Taller Azul.