Chad, en el corazón de África, es el séptimo peor lugar del mundo para ser niño, según la clasificación anual de la organización internacional Save the Children. Cientos de miles de infancias robadas por estar expuestos a conflictos bélicos, a la pobreza extrema, o por la discriminación que sufren las niñas. Y qué decir del acceso a la educación, en el cuarto país más pobre del continente africano, solo un tercio del total de niños saben leer y escribir, y en el caso de las niñas, apenas supera el 10 %.
Es en este duro contexto donde Ximena Cabezas (54), misionera chilena de Conchalí y contadora de profesión, lleva trabajando una década para ofrecerles un futuro más digno a esas nuevas generaciones, en especial a las mujeres a través de proyectos de empoderamiento, mejorando estructuras básicas como huertos y pozos de agua, y dándoles acceso a una red de bibliotecas y centros culturales. “Siempre supe que mi destino sería este”, nos cuenta en su última visita a Chile el pasado octubre, donde repasó aventuras y desafíos de los diferentes proyectos en los que le ha tocado participar antes de llegar a Chad.
Fue entre hornos de pescados, mesas de ping-pong y brigadas de jóvenes muralistas donde Ximena comenzó sus primeras andanzas como misionera en la isla de Chiloé. Su congregación religiosa le permitía trabajar, vestir sin hábitos y relacionarse precisamente con los sectores más vulnerables de la comunidad. Esa libertad y la vida colaborativa es lo que buscaba. Allí, siendo una obrera más en la pesquera de Chonchi, descubrió también que quería trabajar por y con las mujeres.
De Chonchi a Chad
Tras pasar unos años de formación religiosa en Bolivia y de teología en España, ya estaba lista para su primera misión. En 1997 le anunciaron que debía cubrir una vacante en la convulsionada República Democrática del Congo, donde acababa de terminar una Guerra Civil y el líder guerrillero Kabila se había autoproclamado presidente. Sin saber ni una palabra de francés, se despidió de su familia y partió a lo que ha sido su casa en los últimos 24 años. “Recuerdo que me impresionaron muchas cosas, estaba a 10 mil kilómetros de mi hogar, en una sociedad muy machista y con muchas carencias, pero a pesar de todo, me impactó ver que siempre todos sonreían, andaban contentos y eran muy acogedores”, señala.
Con el tiempo justo para aprender a balbucear el idioma francés y con la segunda gran guerra del Congo a días de haberse declarado, Ximena partió a su segundo destino no muy lejos de allí: al norte de Camerún. Sus dotes de buena dibujante –heredados de su padre, según nos cuenta– y puestos en práctica con los muralistas de Chonchi, habían traspasado las fronteras y sus superiores se dijeron: “si dibuja bien, seguro sabrá coser bien y diseñar ropa”, recuerda entre risas.
En Camerún, como sucede en otros países de la región, es el hombre quien se encarga de las labores textiles, por tanto enseñarles a las mujeres a cortar y confeccionar sus ropas y las de su familia, era un gran avance para ellas. “Por suerte una monja colombiana me enseñó una técnica local para medir con cuerdas y nudos, y así sin que ellas tuviesen que saber leer o contar, podían hacer los cálculos y sacar patrones de pantalones, vestidos y camisas (…) La congregación nos daba lo básico, hilos, tijeras, y con las mujeres del taller hacíamos pomadas, mermeladas o rosquillas y las vendíamos en el mercado local para tener algo de ingresos y comprar telas. La idea del proyecto era darles la mayor autonomía posible”.
Como vio que les iba bien y aprendía el oficio, cada cierto tiempo se internaba en el país durante 3 o 4 días con su máquina de coser para llegar a más beneficiarias. Tan bien le fue que al cabo de 4 años asumió el proyecto de empoderamiento de las mujeres a nivel diocesal en Caritas. Por ese entonces le tocó trabajar con una monja india que había traído a Camerún el sistema de microcréditos sin aval que tan famoso se ha hecho en el país asiático. Así fue como consiguieron máquinas para moler maní y una nueva forma de generar ingresos para las mujeres.
Pero la adversidad no solo era cultural, en Camerún llevan padeciendo décadas de crisis por causas climáticas y desastres naturales, “cuando no es una torrencial inundación, es un largo periodo de sequía”. Por eso cuando la congregación recibió la herencia de un sacerdote jesuita español, lo primero que se le ocurrió a Ximena fue invertir ese dinero en construir 42 pozos de agua y así seguir sumando logros en su objetivo inicial, darles una mejor calidad de vida a las niñas y mujeres. En el África subsahariana, el 71 % de la carga de recolección de agua para los hogares recae sobre las mujeres y las niñas, lo que significa que entre todas ellas invierten un promedio de 200 millones de horas diarias en la búsqueda de este bien tan vital, según el último informe sobre Desarrollo Humano 2015.
Después de una década de trabajo en el continente africano llegó el mayor desafío para Ximena. Fue enviada a Chad, uno de los países más difíciles para combatir las desigualdades que sufren las niñas. Ya sea por la cultura discriminatoria que está profundamente arraigada –con numerosas trabas que para acceder a la educación o matrimonios tempranos y forzosos–, como por la violencia sexual, la ablación y la negligencia médica, entre otras amenazas. Chad parecía ser el destino para el que Ximena se estuvo preparando todos estos años.
Sin niñas, no habrá bibliotecas
A 400 kilómetros de la capital Yamena, Ximena partió con un proyecto de huertos en la localidad de Mongo. “Me enamoré de ese lugar, me recordaba a Camerún con sus montañas y yo me enamoro de cada sitio donde he vivido”. Pero al cabo de unos años el vicariato le pidió que dejase las actividades agrícolas para hacerse cargo de las bibliotecas. En un país donde solo el 14 % de las mujeres saben leer y escribir –según un Informe de la Unesco–, podrán imaginar lo relevante que se hacía darles acceso a los libros. “Las bibliotecas hay que considerarlas como centros de educación, son un medio para los niños y niñas que no pueden acceder de otra manera a ella”.
Al principio las bibliotecas que se encontró en Chad eran simples armarios en una esquina de cada parroquia a los que accedían solo los chicos que tenían exámenes e iban allí para poder estudiar y pasar de nivel. Esto, además de excluir a las niñas, significaba partir muy tarde la relación con los libros, recién a los 14 años cuando se examinaban para ir al liceo es que se les presentaba la oportunidad y además por obligación, no por gusto”.
“Nos organizamos con el comité del pueblo, y partimos mejorando los espacios de esas 40 bibliotecas, creamos actividades deportivas alrededor de ellas y de a poco fueron creciendo. Trajimos más libros e invertimos en paneles solares para ampliar el horario de visita hasta más tarde y no limitarlo a las horas de luz solar donde se alcanzan fácilmente los 50 grados de calor”, cuenta la misionera.
“La biblioteca es para el pueblo, queremos que vengan niños, niñas, hombres y mujeres, sin distinción de edades ni conocimientos. Hasta ese entonces la niña estaba destinada solo a buscar el agua, prender el fuego, preparar la comida, cuidar a los hermanos pequeños… pero no se atrevían a entrar en la biblioteca”. Ximena llegó para cambiar ese escenario desigual. Sentenció: “Si quieren recibir libros, entonces tienen que haber al menos un 40 % de niñas bibliotecarias. Con ello nos aseguramos que las niñas no tengan temor de acercarse a una biblioteca, porque verán a una de las suyas allí atendiendo. Aquí las mujeres no hablan delante de un hombre, y menos le irán a pedir un libro”.
Al principio, nadie creía que podrían cumplir con los indicadores del proyecto, conocía la cultura africana. Sin embargo, la perseverancia y entusiasmo de Ximena por los libros, logró contagiar a la comunidad, ya que son ellos quienes designan a las chicas que participarán del proyecto.
¿Conseguiste que llegasen más niñas?
Actualmente, son 54 las bibliotecas abiertas en la zona noreste del Chad, con 5.800 usuarias y usuarios inscritos. También se organizan en torno a la biblioteca campeonatos deportivos, refuerzo escolar, charlas informativas sanitarias, talleres de batik y de mermeladas. “Hace unos años nos visitaron unas voluntarias españolas que pintaron las paredes de las bibliotecas y para ello invitamos a todas las chicas interesadas. Llegaron 120, ¡todo un éxito! Esto me demostró que las niñas ya no se sentían amenazadas de acercarse a la biblioteca y la sentían como un espacio seguro”.
Pero Ximena no descansa y con el dinero que le sobró de los paneles solares compró máquinas de coser y organizó cursos de corte y confección en las mismas bibliotecas. “También creamos un espacio con folletos e información solo para las chicas, de educación sexual, sobre la maternidad, manuales de corte y costura, con la idea que pongan en práctica lo que aprenden en los libros”.
¿Y ahora qué?
Para el siguiente trienio, Ximena piensa enfocar su trabajo en las bibliotecas móviles y en reforzar los talleres de costura en las bibliotecas gracias a una donación de 12 nuevas máquinas que llegaron desde Chile. “Los chicos se quejan, dicen que no les prestamos tanta atención a ellos, pero creo que es bueno que entiendan el porqué nos enfocamos particularmente en darles oportunidades a las chicas y que sean tan autónomas como ellos”.